“This is precisely the time when artists go to work. There is no time for despair, no place for self-pity, no need for silence, no room for fear. We speak, we write, we do language. That is how civilizations heal.”
-Toni Morrison

sábado, 4 de marzo de 2023

Ovejas Negras

Lunes, 7:40 a.m.

Hay alguien sentado en la cama junto a mí. Es joven y viste un traje oscuro. Al principio tardo en reconocerlo. Luego caigo: es mi abuelo.

7:41 a.m.
Mi abuelo se murió hace treinta y seis años con setenta de edad. Yo nunca lo conocí. Sé que se trata de él porque es idéntico a una de sus fotos de juventud. Como estoy segura de que sigo soñando, me relajo y lo escudriño con atención. Se ve un poco deslavado. Me sonríe.

7:43 a.m.
Algo extraño sucede: estornudo.

7:44 a.m.
Es un estornudo líquido y aparatoso. El abuelo me da un pañuelo que saca oportunamente del ojal de su saco. Mientras me sueno, pienso que el pañuelo huele a encerrado y que en los sueños no se estornuda. En cuanto termino de limpiarme la nariz, me pongo a gritar.

7:45 a.m.
El abuelo se pone nervioso. Trata de sujetarme pero yo me escabullo al otro extremo de la cama. El abuelo busca con la mirada y descubre mi pastillero. Lo abre y vacía las píldoras encima del buró. Ya me las revolvió, estaban por días.

-¿Cuál es el ansiolítico? –pregunta.
Entre jadeos de terror alcanzo a responder:
-El rosa. Pero nada más media.
El abuelo me mete una pastilla entera en la boca y me la hace

tragar. Forcejeo hasta que lo hago entender con señas que necesito agua.

7:48 a.m.
Mi abuelo se pone a estudiar el vaso de agua como si fuera un bicho prehistórico. Tras darle un sorbo experimental se empina el vaso entero y se pone a reír a carcajadas con el agua escurriéndole por el cuello. Mi preocupación actual se reduce a que la pastilla rosa me haga efecto rápido.

7:51 a.m.
-Déjame que te vea –dice el abuelo tomándome de las manos

mientras se pone de pie y me dirige a la orilla de la cama. –Qué guapa estás. ¿Cuántos años tienes ahora, mi amor? ¿Como cuarenta?

-Treinta y cuatro. ¿Estoy muerta?
-Me parece que no.
¿Eso es bueno o malo?
-¿Ya estás más tranquilita?
Hace cinco meses que no tengo trabajo. Tuve que vender mi

coche para pagar la renta. Me alcanzó para tres rentas. Necesito dos vodkas cada noche para dormir. Ayer me tomé cuatro. La cabeza me estalla y tengo a mi abuelo muerto en mi cuarto.

-Creo que sí.
-Muy bien. Porque te tengo una sorpresa. Creo que voy a necesitar otro bromazepan.

7:55 a.m.
Mi abuelo se acerca a la puerta del balcón y la toca dos veces. Alcanzo a oír cuchicheos. Uno a uno, van saliendo personajes de los álbumes familiares: dos tipos altos y bien parecidos en sus veintes, una chica como de quince, otra mujer en sus treinta y un niño como de ocho. Sé que son mis tíos y mi primo y que todos están muertos pero como sus aspectos no corresponden con sus edades finales, no los distingo bien. Al final sale mi abuela. Ella murió de 85 años pero aparenta unos cincuenta. La reconozco por el peinado de salón. Todos emergen de su escondite expectantes y me miran como si la persona extraña fuera yo. El más pequeño dice hola. Yo me desmayo.

8:08 a.m.
Otra vez estoy en la cama. Mi abuela me pone alcohol debajo de la nariz. Cuando abro los ojos lo primero que percibo es otro olor además del alcohol. Es mousse para el pelo. Mi tía la quinceañera se ha llenado la cabeza de espuma y sigue oprimiendo el difusor del frasco con fascinación. No recuerdo en qué año murió pero con toda seguridad el mousse aún no existía.

08:15 a.m.
Los parientes se apoltronan en las sillas del comedor. Mientras se beben toda el agua de mi garrafón, me interrogan.

-Y bueno, ¿qué ha pasado en este mundo?
Intento darles un breviario ilustrativo.
-Pues... cayó el muro de Berlín. Hubo guerra en Iraq.

Derrumbaron las torres gemelas de Nueva York. Fidel Castro sigue vivo. Hay un presidente negro en Estados Unidos. La tierra se está sobrecalentando y tenemos una cosa que te comunica con todo el mundo que se llama Internet.

-Ya, ya. ¿Y de toros, qué?
-Déjala, Nacho, ella no tiene por qué saber de esas cosas -

interviene mi abuela.
-¿Sabes hasta qué año jugó Chapi Ferrer? -pregunta uno de mis

tíos veinteañeros. -¿Quién?

Todo indica que los he decepcionado porque durante los siguientes minutos no me hacen el menor caso y pasan del fútbol a la Fórmula Uno y se enfrascan en una discusión sobre si fue Ronnie Peterson o Nikki Lauda el que sobrevivió aquel terrible accidente y compitió al año siguiente.

-Dejen de hablar de accidentes terribles -reprime la abuela.

-No importa, mamá –suspira mi tía la quinceañera, fallecida a los veintisiete años contra un muro de contención.

-¿Dónde fueron las olimpiadas del 80?

¿En qué momento me van a preguntar éstos por sus hijos o por sus mujeres o por sus nietos? ¿O por mí...?

-A ver, dejen acordarme... si en el 80 mataron a Lennon... -¡¿Mataron a Lennon?! –chilla mi tía. -¡¿Cuándo?! ¿Quién? ¿Por

qué?
Algo anda mal. Se supone que las preguntas aquí las debería

estar haciendo yo.

08:26 a.m.
Mi primo el pequeño está aburrido. Da varias vueltas por el departamento hasta que lo escucho abriendo el refrigerador. Desde la cocina exclama:

-¡Oye, aquí no hay nada!

-¡Carlos, no seas confianzudo! -le espeta su madre, la treintañera guapa.

-Hay huevos y queso –me defiendo con timidez.
-Yo nada más veo un espárrago con manchas.
De repente me doy cuenta que estoy muerta pero de hambre y

que no les he ofrecido nada de comer a las visitas. Me pongo unos pantalones, los encierro con tres llaves y bajo al café de la esquina. Compro cinco cafés, ocho donas y dos cajetillas de Delicados. Antes de subir, me fumo dos.

08:46 a.m.
Los parientes están como en un trance. No saben si morder la dona o chupar el cigarro y sorben el café malo de la esquina como si fuera un elixir. Mi primo el pequeño se bebe el suyo con leche y con la misma voracidad con la que en vida tomaba ron y anfetaminas. Ahora que están entretenidos debería aprovechar para hacerles mis propias preguntas, pero no sé por cuál empezar. ¿Qué hacen aquí? ¿Han vuelto? ¿De dónde volvieron? ¿Me pueden ver mientras tengo sexo? ¿Por qué me eligieron a mí para aparecerse? ¿Tengo alguna misión? ¿De verdad tienen ellos funciones fisiológicas? ¿Qué hay más allá de la muerte? ¿Cuál es el sentido de la existencia? ¿Hay un Dios? ¿Hay

más de un Dios? Estoy a punto de formular alguna cuando mi tío Andrés se me adelanta.

-¿Dónde está el baño?

Le indico la puerta con el dedo. Parece que sí tienen funciones fisiológicas.

...

08:50 a.m.
Mi abuelo anuncia:

-Vamos a salir.

No explica para qué. A mí se me erizan todos los pelos del cuerpo. Asumo que quiere arreglar algún asunto pendiente, para eso regresan los muertos en casi todas las películas. Sólo que en las películas suele haber intermediarios. Asumo que en este caso la intermediaria vendría siendo yo. Espero no tener que matar a nadie. Mi primo Carlos se encamina resuelto hacia la puerta:

-Yo también voy.
-Tú de aquí no te mueves, bandido –replica mi tía Rosaura.
Así se lo repitió a Carlos desde los seis años en que salía a

comprar chucherías hasta los treinta y cinco en que salía a comprar piedra y él nunca le hizo caso.

-Un poco de aire no le vendría mal al niño –opina mi abuela. -Bueno, vamos todos –dice el abuelo.
Pero la tía Cristina está embobada con la televisión, el tío Andrés

lleva rato escudriñando mi computadora, y el tío Antonio se echa en la cama encendiendo su décimo Delicado y dice en tono muy serio que tiene que “pensar”. Así que al final somos mi abuelo, mi abuela, mi tía Rosaura, mi primo Carlos y yo. Vuelvo a echar las tres llaves y salimos del edificio.

08:55 a.m.
En cuanto pisamos la calle, mi primo se echa a correr.

-¡Carlos, dame la mano en este instante!

La tía Rosaura lo pesca justo antes de que pase un Jetta volado frente a ellos.

-¿Estás tonto o qué te pasa?

Por un momento la escena me parece lo más natural del mundo. Luego me pregunto qué pasaría si atropellaran a mi primo. ¿Volvería a morirse? No estaría mal. Se moriría más rápido y menos solo.

08:58 a.m.
Empiezo a sentirme incómoda. Toda la gente que pasa se nos queda viendo. ¿Sabrán que mis parientes están muertos? Me tranquilizo un poco cuando dos mujeres jóvenes pasan cuchicheando y una le

guiña un ojo a mi abuelo. Sin embargo el resto de miradas son más bien de grima o de mofa. Finalmente caigo en cuenta de por qué: cada uno de mis parientes lleva puesta la ropa con que fue amortajado. Mi abuela tiene hasta flores en la cabeza, mi tía lleva un rosario que le llega hasta los pies y el pobre de mi primo va pisándose su traje.

-¿Dónde está tu coche? –pregunta el abuelo.
No quiero explicar lo de la renta. Respondo alzando la mano. -¡Taxi!

09:03 a.m.
Me los llevo a Suburbia. Mi abuela y mi tía eligen rápido un par de vestidos pero mi abuelo nunca usó otra cosa que no fueran trajes azul marino. Cuando al fin elige uno, se pasa la siguiente hora y media quejándose de que no lo haya llevado con un sastre. Mi abuela intenta robarse un talco “sin querer”. Parece que nunca conoció los detectores. Después de muchas explicaciones y fotocopias de mi credencial de elector, por fin salimos con el talco, el traje, tres vestidos, cuatro pantalones, cuatro camisas, seis pares de calcetines, una gorra y una mascarilla de pepino.

10:42 a.m.
Subimos a otro taxi. Mi abuelo le da una dirección al taxista, que no tiene la menor idea de dónde es y yo tampoco. Dando vueltas pasamos frente a un Sanborn’s. Al ver el letrero mi tía contiene el aliento.

-¿Todavía hacen esas tostadas de pata...? Paramos en el Sanborn’s.

11:41 a.m.
Subimos a otro taxi. Paramos en una tienda de ultramarinos. Mi abuelo compra aceitunas, berberechos y un Rioja. No lo dejo comprar jamón.

12:15 p.m.
Subimos a otro taxi. Paramos en un concesionario de Chrysler.

12:43 p.m.
Subimos a otro taxi. Paramos en la heladería Chiandoni.

13:17 p.m.
Subimos a otro taxi. Paramos en la Alameda. Mis abuelos bailan dos piezas de pasodoble mientras Carlos se come un raspado y mi tía Rosaura se espanta a dos que la quieren sacar a bailar. Murmura “canallas” pero noto que sonríe. Se murió con muchos kilos, muchas canas y mucha depresión; éste debe ser su día.

14:39 p.m.

Subimos al mismo taxi. Paramos en la cantina París.

15:41 p.m.
Paramos en un Bingo.

16:37 p.m.
Paramos en un Juguetibici.

17:16 p.m.
Paramos en un cajero automático.

17:32 p.m.
Paramos en una farmacia por unos Alka Seltzers.

17:56 p.m.
Paramos en el Circuito Interior.

18:22 p.m.
Paramos en un puesto de periódicos y compramos un Guía Roji.

18:45 p.m.
Llegamos a la dirección. No dábamos porque el nombre de la calle había cambiado. Es un edificio restaurado de la colonia Escandón. Mi abuelo les dice a mi abuela, a mi tía y a Carlos que esperen en el taxi y me pide que suba con él.

Entramos al vestíbulo de un despacho. La recepcionista está lista para irse. Tiene las uñas kilométricas decoradas con ositos y me impresiona su agilidad para teclear en el celular. Mi abuelo se acerca resuelto y pega con la mano en el mostrador.

-Quiero ver al licenciado Martín Rosales.
La recepcionista da un saltito en su lugar pero no voltea. -¿Perdón?
-Soy Ignacio García. Soy amigo de Martín. De la infancia.
La mujer despega la vista del celular para mirar de reojo el

cuadro de un señor gordo, rubicundo y con cejas de aguacero que cuelga de la pared, y luego a mi abuelo alzando una ceja. Decido intervenir. Soy la intermediaria y debo decir algo que suene imponente y categórico.

-Señorita, es bien urgente.

La recepcionista se pone el celular en el pecho y haciendo cara de que lo siente de veras, explica:

-El licenciado Rosales falleció hace como veinte años.

El abuelo se recarga en el escritorio, descompuesto. La recepcionista se le acerca.

-¿Estás bien? ¿Quieres agua?
Mi abuelo se incorpora lentamente, arreglándose el pelo. -Le ruego que no me tutee.

Me toma del brazo y caminamos hacia el elevador.

19:08 p.m.
El elevador tarda demasiado así que bajamos por las escaleras. En el trayecto indago:

-¿Por qué querías ver a ese señor, abuelo? ¿Te hizo algo?

El abuelo se pone serio de muerte. Parece dudar en contármelo. Comienzo a imaginar historias de traición, ultraje y venganza. Finalmente detiene el paso, me mira fijamente y con mucha gravedad expone:

-Tenía que decirle a Martín que yo nunca seduje a Rita Mendizábal en la romería del pueblo. Se lo inventé por pura envidia, hija. Por pura envidia.

Hago conciencia de que tengo la boca abierta y la cierro. Luego tengo que detenerme del barandal porque las carcajadas no me dejan tenerme en pie. Al abuelo no parece hacerle ninguna gracia.

-¿Qué? ¿De qué coño te ríes?

Este hombre cruzó el océano en barco y el país en tren, montó negocios, lo estafaron, lo endiosaron, conoció al presidente, dejó hijos, nietos... ¡¿Rita Medizábal en la romería?! El abuelo me mira con ojos de pistola y dice muy serio:

-A ese hombre le destrocé la vida.

Hago un esfuerzo por ponerme seria. Luego pienso que uno nunca sabe las cosas que le importan o le atormentan a la gente en el fondo. Trato de levantarle el ánimo.

-Bueno, pero si ese señor ya está muerto también, le puedes decir lo de esta... muchacha cuando lo veas allá en... -señalo por instinto al cielo pero me arrepiento y bajo la mano.

-¿Pues tú qué te crees que es aquello? ¿Una verbena popular? ¿Tú te crees que yo puedo hablar con Jesucristo o con Manolete así nada más, porque me sale de los cojones?

No nos dirigimos la palabra el resto del camino de vuelta a mi casa. Esta vez no paramos.

20:03 p.m.
Cuando llegamos al departamento la puerta está entreabierta. Todo está revuelto y huele a marihuana a cinco calles. Hay latas de cerveza y mi botella de reserva de vodka está vacía. Mi tía Cristina está sola. Sigue viendo la tele. En cuanto me ve entrar, exclama:

-¡¿Qué pasa después en Rebelde?!
Mi abuela adelanta un paso.
-¿Dónde están tus hermanos?
-No sé. Seguro se fueron de putas.
-¡Yo también quiero irme de putas! –salta Carlos.
-Tú te callas la boca, bribón –su madre le da un manotazo en la

boca.

-¿Cómo salieron?
-Vino un cerrajero.
Hasta ese momento reparo en la cerradura forzada de la

puerta. Pero eso deja de preocuparme en cuanto recuerdo otra cosa. Corro al baño. Saco la caja de cosméticos. Saco los paquetes de kotex. Abro la caja de las medicinas. Saco todas las medicinas. Volteo la caja. Mi chequera no está.

...

20:07 p.m.
Sobre la mesa hay hojas garrapateadas con mi firma. Me abalanzo sobre mi tía Cristina. Le hablo tan cerca que sin querer le escupo en el ojo.

-¡¿Dónde está mi chequera?!
-No sé. ¿Quién es “Pompi”?
Noto que la tía tiene mi celular en la mano. Se lo arrebato. -¡Nadie!
-Pues ha estado hablando todo el día.
-¿Le contestaste?
Cristina pone cara de ofendida.
-Yo no sé usar esas cosas.
Sí le contestó.
-¿Qué le dijiste?
-Nada. Que habías salido. No es muy platicador, ¿verdad? Corro a mi computadora. Checo las últimas páginas visitadas.

Porno, porno, porno, Hipódromo de las Américas, porno, Superama. -¿Qué pasa con la chequera, hija? ¿No que no tenías dinero? Esto es inaudito. Me va a dar gastritis, la siento venir.
-¡Eran mis ahorros!

Mi abuelo levanta una ceja.
-¿
Tú tienes ahorros?
-¡Sí! ¡Para mi operación!
En cuanto lo digo me tapo la boca. -¿Qué operación?

Todos volteamos. El que pregunta es mi tío Andrés. Lo sigue mi tío Antonio. Entran con muchas bolsas del súper y con dos güeras.

20:17 p.m.
-¿Y éstas? –respinga mi tía Rosaura.
Andrés presenta con formalidad.
-Inga, Gertrude, la familia.
-¡Mucho gusto! –dice Carlos, y corre a besar a las visitas en

ambas mejillas. También intenta besarlas en la boca pero Rosaura lo aparta tirándole del cuello de la camisa. Me pregunto en qué momento va a intervenir mi abuelo para poner un poco de orden.

Pero parece haberse picado con la telenovela que está viendo Cristina en la televisión.

-Etwas zu trinken? –pregunta Andrés.
-
Ja, danke –responden a coro las alemanas.
Mi tío Andrés era políglota, o de eso presumía. En realidad se

sabía cuatro frases en cada idioma y con eso y su sonrisa de millón de dólares conquistaba al mundo y el perdón de todos los compadres, socios y compinches que se embarcaron con él en sus numerosos negocios inviables.

-Bier? wein?

Observo patidifusa cómo en segundos todos tienen vasos servidos y cigarros en la mano; las güeras se instalan en mi sala, y de las bolsas van saliendo latas, embutidos, quesos, botellas de vino y de whisky, helados de los buenos, puros de los caros, y en las bocinas empieza a sonar Camilo Sesto. Carlitos está como fuera de sí.

-Tío, ¿cómo se dice “estás muy bonita” en alemán?
-
Dass tits.
Mi primo se emociona y se pone a gritar la frase brincando en la

mesa. Las güeras se despatarran de la risa.
-¡A ver, ya estuvo bueno!
Mi grito no parece amedrentarlos, pero al menos se callan.
-Me traen de chofer todo el día, les cumplo todos sus caprichos,

me explotan, me roban...
-Es que, sobrina, tu despensa estaba pa’ llorar... -dice Antonio. Rosaura comenta bajito con mi abuela:
-Estaba ahorrando para su operación...
-Sí, ¿pero operación de qué? –le contesta la otra en susurros. -¡Les importa un cacahuate mi operación y mi despensa!
Mi abuelo se pone de pie y engrosa la voz.
-Óyeme, un respeto para los muertos.
-¡Muertos los patines de cuatro ruedas! ¡Ustedes son una bola de

aprovechados!
Las alemanas miran la escena con el entusiasmo de quien

asume que la hostilidad familiar es parte del folklore local. Para su deleite, llevo el melodrama al límite.

-¡Se me largan de aquí todos! ¡Ahorita mismo! ¡Pero ya! Nadie se mueve.
-¿Ah, no? Está bueno. Me largo yo.

20:55 p.m.
La primera y segunda cuadras voy muy envalentonada, gritándole insultos a un par de automovilistas y a una moto del Sushi Itto que no me quieren ceder el paso, pero a la mitad de la tercera calle empiezo a sentirme culpable. Maltraté a mi familia por dinero. Por sucio y pichicato dinero. Soy una tacaña, miserable, pobre de espíritu. Luego empiezo a pensar algo terrible: ¿qué tal que de veras se van? ¿Qué tal que no vuelvo a verlos nunca?

21:32 p.m.
Huele a comida en todo el edificio. Ajo, chorizo, aceite de oliva. Cuando entro a la casa suena Raphael y todos están hablando de toros. Es la sobremesa de un banquete. Me pregunto cómo hicieron todo esto con la olla rota y el sartén chamuscado que tengo por toda batería de cocina. Mi abuela me pone enfrente un plato de fabada, queso y pan. A la segunda cucharada sucede algo muy raro. Jalo a mi abuela del vestido, me prenso de su cintura, y me pongo a llorar hasta que la fabada se enfría. La abuela logra zafarse con el pretexto de volverla a calentar.

22:09 p.m.
Estamos haciendo café cuando un grito irrumpe desde la calle:

-¡Gallo!

La primera vez nadie pone mucha atención. La segunda mi tío pausa el I Tunes.

-¡Gallo, ya sé que estás ahí, cabrón! ¡Sal, desgraciado!

Mis tíos se miran. Antonio va a la ventana y se asoma. Voltea estupefacto hacia mi tío Andrés.

-¡Es el Kevin!

22:11 p.m.
De repente tenemos en la puerta a un personaje de entre cincuenta y noventa años de edad, mezcla de Los Olvidados con Mario Almada versión engomado-con-el-propio-cebo-capilar. No deja de besar y abrazar a mi tío Antonio.

-Te vi hace rato saliendo del banco y dije no puede ser, brother, no puede ser, tengo que seguir a este infeliz. ¡El Gallo García! Yo te hacía muerto, cabrón. ¿Cómo estás, caracho? Te ves re bien.

-¿Te acuerdas de mi hermano?

Al ver a mi tío Andrés a Kevin se le desorbitan sus inyectados ojos y sonríe tanto que parece que se le van a salir sus cinco dientes.

-¡No te pases! ¡El Andru!

Vuelven los abrazos, los besos y los piquetes de costilla. Al cabo de un rato el Kevin repara en la concurrencia.

-No chingues, carnal. Está aquí toda la familia. Qué suave. Sólo las alemanas, muy educadas, se dejan abrazar.

22:58 p.m.
Luego de media botella de vino y tres platos de potaje, el Kevin está pletórico.

-Estábamos dándonos unos ácidos ahí en la libre a Cuernavaca con el Andru y el Gallo y el Pit, ¿no? ¿Sí te acuerdas del Pit? Y entonces que llega la trulla, y yo digo chale. Y este cabrón dice no, son emisarios de la cuarta dimensión, ¡emisarios de la cuarta dimensión, no mames!

-Yo también los vi una vez -interviene Carlos.

-Pus entonces que nos cae la tira, mano. ¿Y sabes qué hizo tu tío Antonio, mejor conocido como el Gallo García?

Carlos y yo respondemos al unísono, muy intrigados:
-¿Qué?
-Pinche Gallo, te pasas de lanza. Agarra y mete reversa, cabrón.

¡Reversa!
Antonio, Andrés, Cristina y Carlos se mueren de risa. Las

alemanas corean las carcajadas por contagio.
-Pinche Valiant chillando como su madre, y yo viendo todo

pasar en sentido contrario así ¡za, za, za! Por ésta que esa vez sí la vi bien cerca a la tuerta.

-¿A quién? –Cristina arruga la nariz.

-La flaca, la pelona, la parca, la tía de las muchachas, la Catrina... ¿Pues en qué mundo vives tú, chamaca? –El Kevin hace una pausa para terminarse su vino. -Como a ochenta, noventa íbamos... ¡pa’ su mecha! Y en eso, que se nos poncha una llanta.

-¡La pinche llanta, sí es cierto! –se ríe Andrés.
-¿A poco ya no te acordabas? Si eso nos salvó la vida, carnal. -¿Y luego qué pasó? –quiero saber.
Mi abuelo se levanta, bufando.
-Luego se voltearon, los detuvo la policía, se los llevaron a una

delegación inmunda en Yautepec, y yo tuve que irlos a sacar. Y no era un Valiant, era un Cadillac del año y era mío. Carmen, sírveme un whisky, coño.

23:41 p.m.
Donna Summer rompe las bocinas. Cristina y Carlos bailan encima de la cama y los tíos se pelean la “consola” para bajar canciones y se quejan de lo lento de mi conexión; Rosaura y los abuelos están muy entretenidos actualizándose con las fotos recientes de los vivos de la familia, y yo llevo como diez minutos afuera del baño esperando a que el Kevin y las alemanas terminen de meterse rayas. De repente Rosaura me dice:

-Ahí te buscan.

Volteo tan rápido que casi me caigo de lo mareada que estoy. José Adrián está parado en la puerta.

-¿Qué haces aquí?
-¿Por qué no contestas el teléfono? -¿Qué hora es?
-¿Estás borracha?
-¿Él es Pompi? –interviene Cristina.
A falta de respuestas, mi abuelo ordena: -Siéntese y tómese algo, joven.

23:48 p.m.
José Adrián se sienta pero no toma nada. Tampoco acepta cigarros ni

puros ni lo que sobró de helado de cajeta. -Gracias, ya cené.

José Adrián y tenemos queveres hace cuatro años. No sabe gran cosa de mi familia pero sabe que no suelo tener visitas, menos multitudinarias, y mucho menos en lunes. Mi abuela le empieza a pasar fotos.

-Este es Santi, mira qué ricura.

Santiago es mi sobrino. Tiene cinco años. No sé qué es más raro: que mi abuela sepa quién es, o que José Adrián no lo sepa. La tensión parece aminorar, pero en eso Kevin sale del baño dándose puñetazos en el pecho.

-¡Chinguen a su reputisisisisisisísima madre!

Él y las güeras están chorreando de pies a cabeza. Por lo menos el tipo se dio un baño. Se las arrima por la cintura y creo que nunca he visto a un ser humano en dicha tal.

-A ver, mis reinas, ¿quién es su papá? ¿eh? ¿quién es su papá?

00:17 a.m.
José Adrián aprovecha para escabullirse hacia la puerta. No se despide de nadie y cuando intento darle un beso aprieta la mandíbula y dice:

-Tienes que controlar tu manera de beber.

Y se da la vuelta para empezar a irse. De repente siento unas ganas incontrolables de darle una patada y derribarlo por las escaleras. Me pregunto qué haríamos aquí con un muerto de verdad.

00:22 a.m.
Escucho que José Adrián le detiene a alguien la puerta de la calle. Es una señora vestida de gris, con anteojos de fondo de botella y un olor a naftalina que trepa hasta la puerta de la casa. Mi madre solía decir, refiriéndose a una situación difícil que se ponía todavía peor, “éramos pocos, y parió mi abuela”. Pues aquí éramos pocos... y llegó mi bisabuela.

...

00:23 a.m.
La bisabuela es otro personaje mítico que yo nunca conocí. Me agarra la cara y me truena cuatro besos en cada cachete, me apretuja y remata con unas bofetaditas. “Ayyyy pero qué rica estás”. Al entrar hace lo mismo con todos los demás, salvo con mi abuelo. A él sólo le da las bofetaditas y le pide una cuba.

00:35 a.m.
Kevin y las güeras salen del baño por quinta vez en el lapso de una hora, anunciando que se van a Cancún. Carlos quiere irse con ellos.

Rosaura no lucha, directamente se troncha de risa. El niño arremete con un berrinche colosal.

-¡Nunca me dejas hacer nada! ¡Te odio! ¡Tú no eres mi madre!

Y se tira en el piso, y agarra la olla con restos de fabada y se la echa encima, llora y se retuerce. Todos los que deciden intervenir salen lesionados. A Cristina le toca una patada en la oreja, a Antonio le cae un trozo de morcilla en el ojo, mi abuela acaba con una mordida en el codo. Todo se arregla cuando mi abuelo le cruza la cara al niño, le mete un cigarro en la boca y lo enciende. Carlos tiene que dejar de llorar para ponerse a toser.

-A ver si así te calmas, mequetrefe.

Aprovechando el caos, el Kevin y las alemanas se escabullen. Mi bisa no se entera de gran cosa, está muy entretenida sopeando un bolillo en su cuba y viendo el box.

00:51 a.m.
Durante unos instantes la casa queda sumida en un extraño silencio, sólo se escucha el partido de box en la tele y a mi bisa diciendo quedito “dale, pringao”. Parece que la fiesta ha terminado. Pero entonces mi abuelo se arrellana en el sofá, da dos palmadas en el asiento llamando a la abuela, y se dirige con autoridad al DJ.

-Andrés, quiero oír “Cielo rojo”.

Andrés tiene que hacer patente su rebeldía así que no pone “Cielo rojo” sino una de Mocedades, pero el abuelo no refunfuña. Vuelven a correr el whisky y el ron y Carlos empieza a aventarle restos de sopa a todo el mundo, muerto de risa. La fiesta no ha terminado, sólo ha entrado en su categoría sentimental.

01:24 a.m.
En cuanto termina el box la bisa me llama abriendo los brazos.

-Ven aquí, cariño.

Me da un poco de miedo su amor salvaje, así que me mantengo a una distancia prudente.

-Cuéntame, ¿cómo has estado?

Noto que la abuela, Rosaura y Cristina se van sentando junto a nosotras en la cama. Pronto sé que la pregunta es retórica; la buena llega a continuación.

-Ese muchacho tan serio que me abrió la puerta... es casado, ¿verdad?

Me enderezo como payaso de caja. Cristina, Rosaura y la abuela me miran en actitud de pijamada trágica. Otra vez sé que no hace falta que responda.

-No te operes nada –dice Rosaura.
-Tienes un busto muy bonito –refuerza la abuela.
No es el busto, es una gluteoplastia, pero no quiero dar

explicaciones. En lugar de eso, aventuro: -Nunca la va a dejar, ¿verdad?

Ninguna me responde pero las cuatro me miran con un silencio que me jala las pestañas hacia el colchón. Luego la bisa me empieza a dar palmaditas joviales en la pierna.

-Mejor para ti, hijita. Mejor para ti.

01:50 a.m.
Los tíos ponen “Bésame mucho” y todos cantamos. Yo lo hago parada en la mesa de la sala.

01:56 a.m.
Cantamos “Algo contigo”.

02:02: a.m.
Cantamos “Toda una vida”. Mi abuela llora.

02:10 a.m.
Cantamos “Mediterráneo”. Lloran mis tíos.

02:19 a.m.
Cantamos “Si nos dejan”.

02:25 a.m.
Cantamos “Volver, volver”, “No volveré” y “Volver”. Devuelvo la fabada en una maceta.

02:51 a.m.
Cantamos “Un mundo raro”.

02:59 a.m.
Cantamos “México lindo y querido”. Lloramos todos.

03:14 a.m.
De repente el tío Antonio se levanta, camina tambaleándose hacia el teléfono y anuncia:

-Voy a llamar a mi hija.

Se hace un silencio como si mi tío se hubiera echado un pedo y luego dicho “Cristo es el Señor” en una sinagoga. Mi abuela se pone de pie.

-¿Estás seguro?
-Tranquis, Gallo –dice Andrés.
-Sabes que no tienes que hacerlo –refuerza Rosaura.
Me pregunto por qué tantas advertencias y se me ocurre que

quizá los parientes tengan restringido el contacto con los vivos cercanos, como en las películas de viajes en el tiempo, donde no se puede cambiar ni un pelo de lugar porque se despatarra todo el orden cósmico.

-¿Hola? ¿Cariño? –Antonio le sonríe al auricular.

Todos nos engarrotamos. La tensión se corta con espátula. Mi abuela se muerde las uñas y Cristina me pellizca el brazo.

-Óyeme bien, hijita, la vida puede parecer muy complicada, pero no es para tanto –continúa Antonio al teléfono. -Tú no confíes en nadie, pero sé amiga de todos. ¿Sí me entendiste, cielo?

Tras unos segundos, inesperadamente, Antonio cuelga. Se queda mirando a un punto en la pared, circunspecto.

-¿Qué te dijo? –suplica la abuela.

Antonio se prende un cigarro al revés. Lo apaga en un vaso de cuba sin gas. Enciende otro.

-Que me vaya a decirle guarradas a una de mi edad.
Andrés levanta los brazos, triunfal.
-Pues claro.
-¿Cómo que “pues claro”? –intervengo. Le acerco el teléfono a

Antonio. –Vuelve a llamarla.
-¿Qué no has oído? La niña cree que es un pervertido –gruñe el

abuelo.
-¡Porque son las tres y media de la mañana de un lunes y éste se

murió hace diez años!
-Vale. ¿Qué sugieres? –sonríe Antonio.
-Pues no sé. Explícale. Ve a su casa. ¡Tiene que saber que su

padre está en México! Digo, en el mundo... o lo que sea. ¡Y tu mujer! ¿No le piensas decir a tu mujer que estás aquí?

-¿Para qué? ¿Para que a la media hora se ponga con rollos igual que tú? –corta el abuelo.

Me quedo muda y me colapso en una silla, sin argumentos. El abuelo se va a la cocina y los demás también rompen filas con repentinas ganas de lavar trastes. Sólo mi abuela se queda junto a mí, y con infinita paciencia me dice:

-¿Has oído una frase que dice “dejen que los muertos entierren a sus muertos?”

-Sí.
-¿Has oído otra frase que dice “descanse en paz?” Asiento.
-Pues ya está, chata. Es el único privilegio que nos queda.

03:46 a.m.
Saco una baraja para echar un continental. Mis tíos quieren apostar. Me doblo de risa.

-¿Qué van a apostar si no traen un clavo?
-¡De prendas! –aplaude Cristina.
-Te me calmas, ¿eh? En mi casa no van a empezar los incestos,

para eso se van a otro lado.
-Se pueden apostar otras cosas –sonríe Andrés, enigmático. -¿Cómo qué?
Andrés va por su chaqueta de entierro. Saca sus arras de

matrimonio del bolsillo derecho y las pone sobre la mesa. Esto puede

ponerse interesante.

04:22 a.m.
Antonio gana la primera ronda con una flor imperial. Se queda con las arras de mi tío, el anillo de compromiso de Cristina, el reloj de mi abuelo, mi Ipod, el dije de la Virgen de Covadonga de mi bisa, y se arma una disputa por la pulsera de oro de mi tía Rosaura.

-Ah, no. Esa pulsera no se va a ningún lado. Esa pulsera es mía, ¿te enteras? –gruñe la abuela.

-No es tuya. Tú me la regalaste, mamá. Lo que se da no se quita. -Haz lo que quieras.
-Pero no te pongas así.
-¿Y cómo quieres que me ponga? Las cosas que te he dado no

son para que las andes perdiendo en apuestas –finaliza mi abuela. -Exacto. Son para pudrirse en una tumba –digo riendo. Nadie

celebra mi humor negro.

04:37 a.m.
Al cabo de un rato el juego se pone un poco aburrido porque ya nadie tiene nada qué apostar y sólo se trata de recuperar sus cosas. Al tercer intento fallido por recuperar mi Ipod sugiero que juguemos a otra cosa que no sean naipes.

-¿Cómo qué?

04:58 a.m.
Jugamos pintamonos. Termina pronto porque Cristina hace trampa y Carlos se pone loco, rompe los plumones y raya la pared.

05:16 a.m.
Jugamos dígalo con mímica. Es un fracaso. Nadie conoce las mismas películas.

05:38 a.m.
Jugamos periodicazo. Se pone demasiado violento.

05:45 a.m.
Recalentamos la cena y hacemos café.

06:10 a.m.
Me estoy cayendo de sueño. Quiero despertar pero entre el café y el alcohol ahora sí me va a dar gastritis y el Kevin se llevó todas las medicinas de la casa. ¿Habrá quedado algo de coca en el baño? Me asomo. Hay unos restos de polvito blanco en el borde de la tina. Lo junto todo con el dedo y lo chupo, pero me sabe a jabón.

06:14 a.m.
Al salir del baño me topo con mi abuelo, que va a entrar. Decido que

este es el momento de interrogarlo de una vez por todas, antes de que se me olvide cómo me llamo. Ahí mismo, junto al lavabo, disparo.

-Bueno, pero ya dime, ¿ustedes dónde viven? Mi abuelo me mira con gravedad.
-¿Es un chiste, o qué?
No sé cómo reformular la pregunta.

-Está bien. ¿Existe Dios? Sólo dime eso. -¿Y yo cómo voy a saberlo?
-¿Cómo que cómo? ¡Estás muerto! -¿Y eso, qué?

Lo dice con una seriedad que me pone guangas las piernas. Si las respuestas no llegan con la muerte, ¿entonces cuándo?

-A ver, bonita, ¿tú qué pensarías de un Dios que un día se te aparece y te dice “ya está, llegó el momento, ahora mismo te lo voy a revelar todo”?

No tardo mucho en responder.
-Pensaría que me está tomando el pelo.
El abuelo alza las cejas, suspicaz, y con un educado empujón

me saca del baño.

06:33 a.m. Despotrico en la sala.

-¿Entonces qué? ¿No hay más que misterio? ¿Ya está? ¿Es eso lo que mueve a la humanidad? ¿Todo este pensar, discernir, descubrir, inventar, conquistar, querer, sufrir, destruir, crear, todo para tratar de desentrañar un misterio que nunca vamos a desentrañar? ¿El único sentido es el sinsentido? ¡¿Por toda la eternidad?!

Carlos me responde muy seguro: -Tienes polvito blanco en la boca.

06:45 a.m.
Hablan y hablan y hablan. Trato de seguirles el hilo y de vez en cuando digo sí o no con la cabeza apoyada en el regazo de mi bisa, pero el piojito que me está haciendo es hipnótico. En treinta y ocho años bajo tierra ha crecido unas uñas formidables. Carlos ronca y babea con un pie sobre mi pantorrilla, abrazado de su madre. Alcanzo a escuchar nombres de futbolistas, de toreros, de presidentes, de bailarinas exóticas, de cantantes, de gente con mi apellido. Huele a tabaco, a naftalina, a comida, a humedad y a café. Lo último que bordea mi conciencia son sus voces, francas y dulces, cada vez más y más lejos.

07:40 a.m.
Despierto con la campana del camión de la basura. Mi primer pensamiento entre el sueño y la vigilia es si me pongo los pants y bajo la basura o dejo que se me junte otros tres días.

07:41 a.m.
Despierto del todo y se me encoge el corazón: no están los parientes.

07:42 a.m. ¿Dónde están?

07:43 a.m. ¿Lo soñé?

07:44 a.m.
No lo soñé. Hay indicios claros de su presencia. Primer indicio: han dejado la casa limpia.

07:45 a.m.
Segundo indicio: En el refrigerador hay tuppers con sobras de la cena. También hay una botella de Chivas a la mitad y unas tres cucharadas de helado de cajeta.

07:46 a.m.
Tercer indicio: A mi chequera le faltan tres cheques.

07:47 a.m.
Sé que no van a volver. Me meto en la cama y me pongo a llorar.

08:13 a.m.
Estoy mareada y la cabeza me explota. Bajo por un café y me desayuno lo que quedó de helado y un plato de arroz negro con ensalada rusa.

08:48 a.m.
Entro al baño. En el espejo encuentro un dibujo de Carlos. Es una bicicleta y abajo dice “nos vemos pronto”. Leo la frase unas diez veces, dejando que la nostalgia por sus vidas vividas y por la vida sin ellos me desguace.

08:59 a.m.
Leo la frase tres veces más, hasta comprenderla del todo. Después despego el dibujo, lo doblo y lo guardo hasta el fondo de un cajón, donde un día me dé mucha alegría encontrarlo, pero no tenga que acordarme todo el tiempo que está ahí.






sábado, 4 de julio de 2020

El poder de los fogones, o de cómo el confinamiento me quitó lo inútil



It was the best of times, it was the worst of times
-Charles Dickens

Yo siempre afirmé, con cierta presunción tonta, que odiaba la cocina. La afirmación iba bien con mi perfil de escritora bohemia que anda ocupada en otras cosas. Además de huevos, sándwiches y quesadillas, sabía echar proteínas al sartén y las ensaladas me salvaron para las cenas diarias en casa y en los eventos familiares durante años.

Pero a mis cuarenta y cuantos años de edad, hasta hace unas semanas, yo no sabía hacer una sopa.

¿Por qué? Siempre alegué que la cocina me estresaba. Que mientras que a algunas personas las relaja, a mí me pone de los nervios que se me queme algo mientras pico otra cosa, y que esa otra cosa se me enfríe mientras pongo a cocer lo anterior. Otra cosa que abomino de cocinar -como casi todo el mundo- es lavar platos. 

Pero había otra cosa que se interponía entre los fogones y mi persona: otras personas. Como buena pequeño burguesa mexicana, siempre tuve quien se diera a esas complicadas tareas en mi lugar. Ya fuera alguien que me ayudaba con las tareas domésticas en casa, o los años en que viví sola y no contaba con ayuda frecuente, las bien amadas fonditas de barrio, ricas y baratas, y las cocinas económicas con platillos para llevar.

Hace tres meses, todo cambió. De un día para el otro, la señora Mati tuvo que quedarse en su casa porque además de vivir hasta casa de la chifusca como para trasladarse en transporte público durante la pandemia, es hipertensa y diabética. Me dejó hecha algo de comida para la semana, y no la hemos vuelto a ver. (Aunque hablamos con ella y le seguimos pagando su sueldo más o menos puntualmente).

Y entonces algo extraño sucedió. La comida se acabó, y en lugar de levantar el teléfono y pedir a domicilio, descongelé un pescado y lo metí al horno con jitomates y cebollas. Y  preparé una ensalada de las de siempre, y ese día comimos rico.

Mientras tanto, todo se precipitaba. Comenzaron a cancelarse los viajes, luego las bodas, después los conciertos; los comercios, los restaurantes y las escuelas de pronto cerraron hasta quién sabe cuándo, en el mundo entero, y había países donde la policía te detenía si sacabas a tu perro a hacer pipí a la calle. Sentí pánico. Radical. Pero no de morirme de Covid o de que alguno de mis seres queridos lo hiciera, que también. Tuve mucho miedo de sufrir ese tipo de encierro, de no poder salir a ver un cielo o un verde, a riesgo de perder la libertad en todo sentido. Imaginé un escenario similar por una dictadura y no por un asunto sanitario. Imaginé todo tipo de cosas horribles (porque además tiendo al pensamiento catastrófico); comencé a pelearme con mis amigas por estupideces políticas y porque todos entramos en el peor estado neurótico posible; dejamos de ver a la gente cercana, nos despedimos de nuestros amigos en un retén policial hidalguense en lugar de convivir juntos un fin de semana, y lloramos como si no fuéramos a volver a vernos. Comenzaron a enfermarse y a morir personas conocidas. Entramos en una suerte de estado de flotación extraño, como si nos hubiera arrastrado un huracán invisible, que sólo nos permitió agarrarnos de los seres y cosas más elementales para seguir adelante.

Contra la ansiedad me salvaron tres cosas: dejar de ver noticias, escribir como desesperada, y hacer de comer. Esto me dio la sensación de que en ese mar invisible de incertidumbre donde flotábamos, había algo que podía controlar. Con mis propias manos.  

Y así comenzaron a trenzarse los días de esta nueva realidad extraña, en la que ninguno, jamás, nos habíamos encontrado ni hubiéramos soñado con poder adaptarnos. Pero pudimos. Porque no hubo de otra y porque somos animales de hábitos. Y el nuevo hábito fue quedarse guardados. Y apañárselas. De pronto así estábamos, día tras día, los tres pata de perro aquí metidos, gestionando la vida con el trabajo a distancia, el juego, la tele; después se reanudó la escuela en línea, al principio medio hechos un desmadre, pero siempre con una constante imperturbable: sentarnos a la mesa para comer tres veces al día. Juntos. Y entonces "meterse a la cocina", como decía mi madre (quien por cierto nunca consiguió meterme a la cocina), cobró otra dimensión. (También ayudó mucho establecer otro acuerdo básico: el que cocina, no lava).

Comenzamos con ensaladas y verduras al vapor y cualquier proteína que pudiéramos comer con tortillas o tostadas, porque para colmo aquí los adultos no comemos trigo, así que la salida de los sándwiches o la pasta, estaba descartada. Pero entonces Juanita, una señora muy querida, en una de nuestras escapadas me regaló unos nopales sin espinas y con mucha vergüenza tuve que decirle que no sabía cómo prepararlos. Sus indicaciones fueron rápidas y sucintas: los corta, los pone a cocer con tantita sal, y ya que están cocidos los escurre, y los guisa con aceite, ajito y cebolla.

Fue mágico. De repente tenía una olla con nopales, hechos por mí, ¡y sabían bien! Y con ellos nos alimentamos por varios días. Luego Juanita me dijo cómo preparar un pollo al horno: echa cilantro, ajito y cebolla y un poquito de agua a la licuadora, con eso baña el pollo, unas zanahorias y unas papitas crudas y lo mete todo al horno hasta que se cueza. Más fácil, imposible. Más delicioso, tampoco. 

Entonces fui más allá y me atreví con un arroz. Sabía que el trinomio de aceite, ajo y cebolla no me fallaría, y con la cantidad correcta de agua, se hizo el milagro. Yo no había vuelto a hacer un arroz desde el año 2000, en que se mi primer intento acabó apelmazado en el bote de la basura. Cuando lo probé esta vez lo hice con miedo del fracaso doble, y cuando comprobé que sabía bien y que no estaba crudo ni pegado, me puse a llorar. Literalmente a llorar, de emoción.

A mi hermana Dunia le pasó lo mismo. Como mucha gente optó por hacer,  también despachó a su personal doméstico con goce de sueldo y se puso a lavar y cocinar, cosa que no había hecho jamás. Ella es una psicoterapeuta muy picuda y se me hizo muy loco que ambas seamos profesionistas experimentadas y pueda darnos un orgullo de esa magnitud el preparar un arroz comestible.

Y es que sí. Es increíble que una cosa tan simple como poner comida en la mesa  pueda dar una sensación tan tremenda de independencia y de capacidad. Pero puede.

En los casi cuatro meses que llevamos en confinamiento, hemos pedido comida a domicilio sólo dos veces. Y esas dos veces, la verdad no ha estado tan chido. Mucho plástico, mucho unicel, un sabor industrialoso, las tortillas medio frías, el sushi medio desabrido. 

En cambio he aprendido a hacer hamburguesas, albóndigas, arroz, chiles rellenos, frijoles, consomé y cremas de diversas verduras, lentejas, coliflor al horno, tortilla española, camarones al ajillo, salsas... casi todas comidas caseras, sencillas, como las que preparaba mi madre y también las que comía en las fonditas y que siempre me gustaron. Andrés y Esteban le entran también. Esteban a sus seis años es bastante ducho para rebanar, pelar y es el hacedor oficial del agua de limón; Andrés, entre otras cosas, es el encargado de las palomitas de olla y de la gelatina casera porque es el único al que no se le pega la grenetina. Mi única incursión con los postres ha sido un flan que decidí hacer el día que Esteban terminó su año y su etapa preescolar y que quedó bastante bueno, pero fue tardado y muy accidentado de hacer. (Como tip, tengan cuidado: el azúcar derretida para hacer caramelo quema un chinnnngo).

Además del poderío autonómico, experimenté el cliché de la sensorialidad. Yo nunca había rebanado con mis manos una loncha de atún o unos dientes de ajos tiernos, ni le había echado romero a algo a ver a qué sabe, ni probado cantidades de sal. Y comprobé el sentido pleno de lo que implica alimentar. Porque cabe decir que en todo este tiempo no nos hemos enfermado de nada. Para empezar, no nos hemos enfermado de la panza, que ya es ganancia. 

Aquí debo hacer un paréntesis y agradecerle a una mujer de nombre Gina del Ángel, enviada por la providencia y promotora de la pulpa de sábila, que hace justo un año me salvó de una espiral descendente de años de suplicio y visitas a gastroenterólogos, enseñándonos a comer bien, lo que se dice bien, por primera vez en nuestras vidas. No me enseñó a cocinar, pero sí a marcar las pautas elementales de nuestra dieta. 

A ratos sí me estreso de que se me quemen las tortillas mientras caliento los frijoles, y en esos casos me pongo a respirar profundo y con conciencia. Como lo hago cuando me estreso por cualquier otro motivo. Desde un semáforo que no avanza o un guión que no llega, hasta los pensamientos catastróficos que a veces me asaltan y me rebasan. Y sí funciona. Me permite continuar.

Alguna vez dije, cuando conseguí cumplir un año sin fumar tabaco (el mes que entra cumplo nueve), que me alegraba de haber sido fumadora por la única razón de experimentar la felicidad de haberlo dejado. Lo mismo me pasa en este caso. Si yo hubiera sido una mujer que cocina desde siempre, jamás hubiera experimentado esta dicha.

Comprendí que cocinar nada tiene que ver con lavar trastes, aunque sea una consecuencia inmediata. Cocinar es una acto creativo. Pero es más allá de qué ingredientes le pongas y si das un pasito pa'allá y otro pacá o el nivel de complejidad del plato. Es creativo porque estás inmerso en la muerte y en la vida. Atestiguando cómo las cosas que fabricas, que creas (con amor, a veces con un poco de prisa), se consumen (con amor, a veces con un poco de prisa). Y se acaban. Y luego vienen otras, y otras, y así. Y su disfrute depende de la sal que le pongas.

Y es que hablando de prisa, también me doy cuenta de que mi eterno escape de la cocina nunca fue por mala gestión del tiempo o por falta del mismo. En el cautiverio... perdón, en el confinamiento, lo cierto es que tengo menos tiempo que antes, cuando mi niño iba a la escuela y Mati se encargaba de la casa y la cocina y todo eso cubría mis horas de trabajo. En cambio me he ahorrado tiempo en traslados, y los trescientos pendientes tontos que a veces me robaban toda la mañana.

Pero siempre hemos sabido que el tiempo se comprime o se expande con lo que uno lo llene. Porque el tiempo, como dijo Ende en la voz de su Momo, es la vida misma. Y sólo uno puede decidir en qué gastarlo.

Y hablando de gastar, otra cosa loca de la pandemia ha sido la relación con el dinero. Además del ahorro, esto de no estar tocando dinero todo el día; no estar en constante relación con él, ha sido liberador, al menos para mí. Tal y como ha sido liberador no agarrar el coche, no meterse en el tráfico, o algo tan estúpido como no cargar bolsa. Darse cuenta de cuántas, tantísimas cosas cotidianas, no son de vida o muerte. Que NADA es de vida o muerte, más que la vida y la muerte.

Por eso es medio triste que nuestro concepto de "normalidad" tenga que ver, en parte, con volver a salir a gastar en cosas que no necesitamos.

No se me entienda mal. A mí ahorita me encantaría ir al cine y hacer un viaje a la playa. Me haría muy feliz. Pero no lo necesito. Y es cierto que parte de la gracia de ser humano es hacer cosas más allá del instinto o la supervivencia, pero de pronto está bien recordar qué es lo indispensable, y qué es lo que hacemos por placer. El problema es que muchas veces los confundimos, y el resultado de eso es que nada termina siendo verdaderamente placentero.

Yo he encontrado un enorme placer en la autosuficiencia. En recobrar el poder de hacer algo con mis propias manos.

Por circunstancias de la pandemia y sus retenes municipales, tuvimos la fortuna de poder pasar varias semanas en una casa montañesa donde hay una granja con una huerta y varias gallinas, gallos, guajolotes, conejos y borregos. No nos comimos ninguno de ellos (bueno, sólo los huevos que ponían las gallinas), pero le tenemos mucho amor a ese lugar, tanto que ahí nos casamos hace siete años. Pudimos permanecer ahí gracias a que mi hermana cuidó de nuestra gatita, que se quedó en la ciudad. Una cosa fabulosa que tiene esa casa es una cocina muy amigable, con toda clase de cacharros, palas, ollas y receptáculos dispuestos muy a la mano del cocinero. Y otra cos que habita en ella es un libro llamado Guía práctica ilustrada para la vida en el campo, de John Seymour, editado en 1976, cuya introducción dice así:

"Autosuficiencia no es "retroceso" a un pasado idealizado en el que las personas se afanaban por conseguir los alimentos por medios primitivos y se quemaban unos a otros, sospechosos de brujería. Es el progreso hacia una nueva y mejor calidad de vida, hacia una vida más grata que el ciclo super especializado de la oficina o de la fábrica. 

Autoabastecimiento no significa "retroceder" a un nivel de vida más bajo. Al contrario, es la pugna por conseguir un nivel de vida más alto, alimentos frescos, buenos y orgánicamente elaborados, una vida grata en un ambiente agradable, la salud corporal y la paz mental que nacen de un trabajo duro y variado al aire libre, y la satisfacción que proviene de la realización correcta y eficiente de tareas difíciles y complicadas.

Si alguna vez se llega a consumir, del todo o en su mayor parte, el petróleo del planeta, habremos de reconsiderar nuestra actitud hacia el único bien real y duradero que tenemos: la tierra. Algún día tendremos que sacar nuestro sustento de lo que la tierra pueda producir sin la ayuda de los derivados del petróleo. Puede que no deseemos mantener en el futuro un nivel de vida que dependa exclusivamente de complejos y costosos equipos y maquinarias, pero siempre querremos preservar un alto nivel de vida en los aspectos que realmente importan: buena alimentación, vestimenta, alojamiento, salud, felicidad y relaciones cordiales con los demás. La tierra puede sostenernos sin necesidad de aplicar cantidades ingentes de productos químicos y de abonos artificiales, ni de utilizar maquinarias costosas.

El autoabastecimiento no está reservado a quienes poseen en el campo una hectárea de tierra. El morador de un piso urbano que pretende arreglarse los zapatos se está volviendo, hasta cierto punto, autosuficiente: no sólo ahorra dinero, sino que acrecienta su satisfacción personal y su dignidad. No prosperamos si somos como piezas de una máquina. Estamos destinados por naturaleza a ser polifacéticos, a hacer diversas cosas, a poseer diversas habilidades. El ciudadano que compra un saco de trigo a un labrador durante una visita al campo y hace su harina para fabricar pan, elimina un sinnúmero de intermediarios y obtiene pan de mejor calidad. Con un huerto suburbano de regular tamaño se puede sustentar prácticamente a una familia. He conocido a una mujer que cultivaba los tomates más hermosos que he visto en un macetero, en el duodécimo piso de una torre de apartamentos. A esa altura no les afectaban las plagas.

¡Así pues, buena suerte y larga vida a todos los autárquicos!"

Fin de la cita. 

Me encanta esa palabra: autarquía. Mucho mejor que "anarquía", porque no se opone a nada. Simplemente devuelve el poder a nuestras manos.

Somos lo que hacemos. No lo que pensamos, no lo que aparentamos, no lo que otros piensan que pensamos o aparentamos.

Y la situación jodida en la que estamos metidos todos los animales racionales en este planeta, tiene que ver con eso: con lo que hacemos. Y sobre todo con lo que no hacemos. El orden económico colapsado por el que tanto se sufre ahorita es un orden que nos ha vuelto unos inútiles. Que nos ha hecho creer que si tenemos dinero en la bolsa, todo está resuelto. Mientras uno pueda ir al súper y agarrar comida hecha, o ir o pedir a un restaurante, o decirle a la señora del servicio lo que vamos a comer, todo bien. Aunque eso implique una serie de sacrificios: hacer largos traslados, no ver a los hijos, no estar con la pareja más que los fines de semana, trabajar en cosas automatizadas que no involucran meter las manos en la masa, en el lodo de la existencia. ¿Todo para qué? Para seguir comprando cosas hechas por otros, incluida la comida, que la señora que nos ayuda podría estar haciendo, a su vez, para sus propios hijos, que también tienen que quedarse con alguien más, o solos, mientras ella trabaja. Es absurdo. Y sin embargo, es la lógica que rige nuestras "cómodas" vidas.

Otro gran problema de no ser autosuficientes es pretender o esperar que otros nos resuelvan las cosas. Empezando por los gobiernos, que malamente alcanzan a cumplir como administradores, y a veces ni eso.

Finalmente, la grandísima bronca de depender que otros hagan todo por nosotros, es que nos enteramos de lo que implica. Cuando sacamos un jitomate de su empaque de plástico rígido no tenemos idea de todo lo que supone sembrarlo, cosecharlo, transportarlo (quema de combustibles y contaminación del aire), fabricar el empaque de plástico (gasto enorme de agua y de energía y más contaminación del aire); darle nuestro dinero al monstruoso... digamos... Walmart (que hasta hace poco ni pagaba impuestos), y luego dejar que otros desechen ese plástico, que va a tardar siglos en degradarse, si es que antes no lo queman, o acaba en el mar. 

Si queremos sobrevivir, vamos a tener que volvernos autosuficientes de nuevo, en el sentido más llano y práctico posible. Vamos a tener que producir ese tomate, y si no sabemos hacerlo (como es mi caso actualmente), adquirirlo al menos directamente con el productor, usando la menor cantidad de intermediarios posible, y generando la menor cantidad de desechos.

Y es que los intermediarios son tramposos: se comen el pedazo más grande del pastel, tanto la parte del productor como la del vendedor, y les dejan restos a cada uno. A Esteban le gusta mucho un libro que se llama "Dos ratones, una rata y un queso". Se trata de dos ratones famélicos que de pronto se encuentran un suculento trozo de queso en la basura. Se empiezan a pelear por él cuando aparece una rata astuta, que se ofrece a ayudarlos con una balanza y se pone de árbitro para dividir el queso a partes iguales. Pero los pedazos nunca pesan lo mismo y la rata se va comiendo la diferencia. Cuando queda un pedacito y los ratones le piden que se detenga, la rata se lo zampa, alegando que fue su pago por ayudarlos. Es la misma rata astuta que todos conocemos, que está en todas las industrias del mundo, desde las automotrices hasta las artísticas, y que justifica su glotonería alegando darle trabajo a muchos, aunque les pague con migajas. La misma que sigue forzando el trabajo en empacadoras de carne gringas cuando tienen docenas de contagiados de Coronavirus, todos indocumentados. Y es de esas ratas de las que tenemos que empezar a librarnos si de veras queremos sobrevivir como especie. 

Mientras eso sucede, he aquí una buena noticia: los productores independientes de alimentos suelen crecer productos orgánicos, porque otro problema de depender de la producción en serie, es que nunca podemos saber con cuántos pesticidas y mugres se crecieron esos jitomates que compramos en el super. (Yo tengo un contacto buenísimo, proporcionado por la mujer angelical que antes mencionaba, y que en tiempos no pandémicos me surtía de vegetales, semillas, mieles, café e incluso proteínas animales de granjas pequeñas cercanas a la ciudad. Puedo pasarle el contacto a quien esté interesado, para cuando esto se reactive).

Esta pandemia es un aviso. Tan simple como eso. Si seguimos con este ritmo frenético de producción y consumo, cargándonos los recursos no renovables y destruyendo ecosistemas, esto es lo que pasa: los bichos que antes se quedaban en los reinos salvajes, ahora atacan a los humanos (que también somos salvajes, pero dizque conscientes). Y esto va a seguir sucediendo, y las pandemias van a ser más frecuentes y más aparatosas, hasta que no paremos esta maquinaria desquiciada. Lo de menos es que desaparezcamos como especie, que es lo más probable, al paso que vamos. Por morir podría matarnos un meteorito. El pedo es desaparecer así: enfermos, solos y con miedo. 

Pero mejor aquí le paro, porque otra cosa evidente es que la culpa y el temor no ayudan a cambiar conciencias. De esas cosas uno huye como de una tarántula, lo más lejos posible, aplicando todas las paredes evasivas posibles. Intuyo que es por esto que todos los discursos de conciencia ecológica fracasan. Por eso, y porque hay la idea equivocada de que rectificar el camino implicaría volver a las cavernas y a comer bayas.

Yo no sé cultivar más que marihuana. Pero me imagino que unas cebollas o una lechuga no serán tan difíciles de crecer. Esa será la siguiente apuesta. En este hogar planeamos ir ganando todo el terreno que nos sea posible en nuestra autosuficiencia, autoabastecimiento y autogestión. No sé si para ello tengamos que dejar de vivir en la ciudad. Pero iremos dando los pasos necesarios.

En la historia de la humanidad, nunca antes habíamos experimentado algo que tuviera una afectación global como ésta. He platicado mucho con amigos de qué sigue después. Qué nos deja esto, si tendrá consecuencias, si el virus "servirá" de algo. Yo pienso que quizá no será con un efecto global, pero sí individual. Las secuelas, tanto negativas como positivas, serán en función de las experiencias íntimas y personales que hayamos tenido, y de cómo se traduzcan en el cotidiano.  De diferentes maneras, la invitación general es a conseguir más autarquía. 

Para mí, además de quitarme parcialmente lo inútil, el confinamiento demostró que podemos atender las cosas de lejos, y que el internet nos puede dar más libertades de las que pensamos. Más que decidir qué comprar en línea o qué películas ver en pijama, podemos pensar en ideas tan revolucionarias como prescindir de hacer traslados eternos y ocupar ese tiempo para comer en familia todos los días. Cada quien conoce sus circunstancias y su adaptabilidad. Pero creo que todo esto nos puede dar libertad de acción y de decisión, si estamos dispuestos a tomarla.

Y carajo, la Tierra está dándose un respiro. Después de sesenta años, hay luminiscencia y delfines en las costas de Guerrero. Sí, delfines. Y sí, el precio de esta maravilla para nuestra especie está siendo alto. Ojalá no tuviera que serlo. Pero sobre todo, ojalá que a partir de ahora nos lo pensemos dos veces antes de tomar un avión que despide toneladas de Co2, hospedarnos en un hotel irrespetuoso con el mar, o tomar cualquier decisión de consumo. Esa es la única forma de que ese respiro tan indispensable sea y suceda sin bichos letales de por medio.

Tenemos unas manos maravillosas, increíbles, que traducen nuestra mente en el mundo. Sin ellas seríamos observadores pasivos. Todo lo que podemos hacer en esta estancia transitoria en la existencia es con ellas. Acariciar, cultivar, curar, jugar, cocinar, pintar o estrechar con ellas. Mucho escribí sobre esto aquí. Habrá quien pueda criticarme por este optimismo emergente cuando hay tanta enfermedad y muerte y negocios cerrados y apremio económico y, en general, tantas pérdidas asociadas a este bicho. Pero todo es según el lente con el que se mire.

La mesa es tan sólo una tabla hasta que se le pone un plato con comida encima. Es una tábula rasa, como lo es la existencia hasta que se escribe sobre ella. Todo está por escribirse aún.

Y esta situación está lejos de terminarse. Así que tal parece que seguiré con mi entrenamiento culinario; a este paso capaz que termino aprendiendo a hacer pato al orange, chongos zamoranos, o alguna sofisticación por el estilo. Lo único que espero es poder compartirlo, tarde que temprano, con la gente que amo. Y poder darles un beso y un abrazo, o unos cuantos, antes o después. 

Además de este texto, a lo largo de los últimos meses he rellenado dos cuadernos y un centenar de páginas en la computadora, como parte de mi bitácora personal. Estos son algunos fragmentos aislados entre marzo y junio:

Traigo un rollo con el mezcal, de que rinda y no se acabe. Para la cuarentena compré tres botellas. Eso sí es un poco de loquita, estar tan preocupada de que no alcance el mezcal.

Le encuentro algo positivo a esto y es que gracias al Covid, no podemos huir de nosotros mismos.


Esta situación inescapable en donde a huevo tenemos que ESTAR. Con lo peor y lo mejor que somos. 

En un mundo donde todo es viral, tiene lógica estar sometidos por un virus.

Pero tarde o temprano recuperaremos nuestra osadía. Hoy le dije a Andrés que antes de dejar de ver a su madre para siempre, tomaríamos el riesgo. Los usos políticos de este virus no van a lograr someternos. Los seres humanos hemos sido domados históricamente, pero en el fondo somos indomables. Porque nos mueve el deseo y el instinto de vida-reproducción. 

Esto es una catapulta evolutiva chingona. Hemos comprobado que tenemos facilidad extrema para estar juntos virtualmente, pero valoramos más que nunca la presencia física. Es un grandioso balance para dar un salto. 

Bendito-pinche coronavirus.

Siempre llego tardísimo a todas las cosas.  No es raro que apenas esté aprendiendo a cocinar. 

Hoy pensé que nunca seré más feliz de lo que lo he sido en estos días de pandemia. Estar con los hombres que amo las 24 horas tanto tiempo ha sido un regalo improbable, un golpe de suerte inesperado.

Está cabrona la fantasía. No me arrepiento de haber decidido que no Santa Claus y esas vainas porque no comulgo con lo que hay detrás de ellas. ¿Pero cómo podría transitar el paso por esta casa sin hablarle a mi hijo de seis años de los duendes?

Todo lo que necesitamos es internet, salud y amor. Y a Gatumba, por supuesto.

"La ira de los homus, es la ira de la madre Tierra.
No tiene caso vivir si nuestra vida depende de un monstruo."

Todo el tiempo me pregunto qué va a ser de nosotros, y todo el tiempo me respondo que no debería preguntármelo. Porque no importa, porque aquí estamos.


APÉNDICE

"Podemos hacer las cosas nosotros mismos o pagar a otras personas para que nos las hagan. Son dos sistemas de abastecimiento que podríamos denominar "sistema de autarquía" y "sistema de organización", respectivamente. El primero tiende a crear hombres y mujeres independientes; el segundo supone hombres y mujeres integrados en una organización. Todas las comunidades existentes se basan en una mezcla de ambos sistemas, pero la proporción de uno y de otro son diversas.

En el mundo moderno, durante los últimos cien años aproximadamente, se ha producido un cambio enorme y único en la historia: de la autarquía a la organización. A consecuencia de esto, las personas se vuelven cada vez menos autosuficientes y más dependientes. Pueden afirmar que tienen niveles de educación más altos que cualquier generación pasada; pero lo cierto es que no pueden hacer nada sin ayuda de otros. Dependen completamente de vastas y complejas organizaciones, de máquinas fabulosas, de ingresos monetarios cada vez mayores. ¿Qué ocurre cuando sobreviene el paro, la avería mecánica, las huelgas, el desempleo? ¿Proporciona el Estado todo lo necesario? En unos casos, sí; en otros, no. Muchas personas quedan atrapadas en la red de seguridad, ¿y qué ocurre entono¡ces? Pues que sufren, se desaniman y hasta se desesperan. ¿Por qué no pueden ayudarse a sí mismas? En general, la respuesta es evidente: no saben cómo, nunca lo han intentado, no sabrían siquiera por dónde empezar.

¿Debemos autoabastecernos por completo? Desde luego que no. El autoabastecimiento absoluto es algo tan desequilibrado y, en última instancia, tan absurdo, como la organización absoluta. Los precursores nos indican lo que se puede hacer; pero a cada uno de nosotros nos corresponde decidir lo que se debe hacer, esto es, lo que debemos hacer para devolver un cierto equilibrio a nuestra existencia.

¿Debe uno tratar de cultivar todas las plantas alimenticias para sí y su familia? Si intentase hacer tal cosa, probablemente haría poco más. ¿Y todas las demás cosas que hacen falta? ¿Hay que ser aprendiz de todo y maestro de nada? En la mayoría de los oficios resultaría uno totalmente inepto, sumamente ineficaz. Ahora bien, si se intentan hacer algunas cosas por sí mismo y en provecho propio, ¡qué diversión, qué alegría, qué liberación de toda sensación de dependencia absoluta de la organización! Y algo acaso más importante: ¡qué formación tan genuina de la personalidad! Hay que estar al corriente de los procesos reales de creación. La innata actividad del hombre no es algo trivial o accidental; si la olvidamos o subestimamos se vuelve fuente de angustia que puede destruir a la persona y todas sus relaciones humanas, y que, a escala colectiva, puede destruir -o, mejor dicho, destruye inevitablemente -la sociedad. Y a la inversa, no hay nada capaz de detener el florecimiento de una sociedad que consiga dar rienda suelta a la creatividad de sus miembros. No puede ordenarse y organizarse esto desde la cima del poder; no podemos encomendar al gobierno, sino a nosotros mismos, el establecimiento de tal estado de cosas. Ninguno de nosotros debería, seguir "esperando a Godot", porque Godot nunca llega."

Dr. Ernest Friederich. Schumacher