Hoy, 10 de febrero, mi madre hubiera cumplido 82 años. Murió un 10 del décimo mes del año 2010, siendo el diez su número de la suerte. Dos semanas antes, alcanzó a conocer a Andrés, e incluso preparó su última fabada para recibirlo en su casa. Fue la única vez que se vieron. (Todos mis novios anteriores le habían caído mal, pero si algo nunca le falló a mi madre, fue la intuición). Escribí esto unos días antes de su partida, para que nunca se me olvidara cómo era. Ni a mí ni a mi descendencia. Lo tuve guardado hasta hoy, en que tuve ganas de compartirlo y de compartirla.
***
Conchi
es la segunda de siete hermanos. Tres mujeres, cuatro hombres.
Tiene
un lunar café claro junto al ojo izquierdo.
Es
medio ludópata. Durante mucho tiempo jugó lotería y cada vez que entra a un
casino se pone como niña chiquita. No apuesta mucho, lo que le gusta es jugar.
Mientras lo hace pone en práctica distintos rituales supersticiosos, como tocar
la pantalla y jugar con sus números de la suerte.
No
es realmente supersticiosa pero sí es muy de fechas, y de atribuirles características
especiales. No se le olvida nunca un santo, ni un aniversario luctuoso. Para
sus trámites usa las cifras de nuestros cumpleaños, o el de la fecha de su
boda.
Es
pambolera selectiva y ocasional. En ciertos partidos (Alemania-México en 1986,
por ejemplo) también ha aplicado lo de la mano en la pantalla, para enviarles
vibras a los jugadores.
Su
nombre completo es María Concepción Pérez Lamero. En algunos documentos aparece
como Pérez y Lamero, y es un relajo.
Por lo menos no se adjudicó el Noriega extinto de su padre, como otros de sus
hermanos. Siempre le han llamado Conchi o Conchina. Algunas personas le dicen
Conchita pero no le gusta. Yo le digo Conchis para molestarla. Su papá le decía
Charal.
Le
gusta mucho compartir. Esto se extiende a muchos ámbitos de su vida:
No
es el tipo de mujer que se la pasa en la cocina, pero tiene un gran sazón. Lo
que prepare le sale bien. Una sopa de fideos, una crema de espinacas, un pollo
como sea. Son famosas sus conchas de marisco en Navidad. No se le da mucho la
repostería.
Durante
largo tiempo recibió y dio asilo a hermanos, cuñados, concuñas y sobrinos.
Enfermos, viajeros, perdidos y separados encontraron cobijo en su casa. También
en su casa se celebraron fiestas de cumpleaños y de compromiso, primeras
comuniones, navidades y bodas. Lo único que nunca se le ha dado muy bien es lo
de recibir, al principio, a los novios de sus hijas.
Se
le complica dar regalos en Navidad y en cumpleaños. La estresa. Lo suyo son los
regalos espontáneos. A veces son detallitos que se encuentra sin buscar y que
compra al vilo. Las más, son cosas que guarda con esmero durante años, como sus
alhajas, que no se ha aguantado las ganas de irnos heredando en vida a las
hijas desde hace ya bastantes años; o prendas de ropa de su juventud que está
segura nos pondremos algún día. Pese a todos sus esfuerzos, temo que nadie se
va a quedar con ese abrigo de aztracán.
(Nombra
las prendas de ropa: la chaqueta de Madonna, el abrigo de pirrín, los suéteres
de Canadá, la blusa de Cristy).
Si
mencionas que te gusta algo suyo, unos aretes, una falda, un perfume, te lo
regala en ese instante y pobre de ti si protestas.
Si
la necesitas, si intuye que la
necesitas, se para de cabeza por ayudarte. Irá a Tepito para conseguir las
plumas para tu disfraz; te esperará en el coche de madrugada para recogerte del
campamento/la fiesta/la presentación; te pondrá las compresas frías y las
inyecciones, te prestará el dinero, hará las llamadas, buscará el conecte,
preparará la comida especial, comprará los vinos, revivirá la planta, te
conseguirá los papeles. Aunque le cueste tenerte lejos, te apoyará en tu viaje
largo y en tu mudanza, y le abrirá las puertas a quien tú decidas recibir.
Si
le toca invitar, invita con todo, sin restricciones.
Está
pendiente de tu vida. Pregunta, se interesa. Sabe del primero de tus trabajos
al último de tus achaques. Y también los de algunos de tus amigos. Se preocupa consistentemente por tu salud.
Le
fascina viajar. Como hija de inmigrantes, su vida ha estado marcada por el
cruce de océanos.
Su
primer viaje fue a la casa de su abuelita, donde vivió de los dos a los cuatro
años de edad. Sus padres la visitaban los fines de semana mientras se reponía
del todo, porque “era muy enfermiza”.
Después
su familia se trasladó a Guadalajara. Ahí pasó su infancia y los años más
felices que recuerda. Todo lo escribió hace poco en un cuaderno con varios
tachones y las páginas huelen a flores de naranjo, a helado de limón y a dulces
hechos a mano.
(De
joven fantaseó con ser poeta y escritora. Lo cierto es que narra y describe con
facilidad).
A
los trece años, y en plena postguerra, aterrizó junto con su hermana en un
internado de monjas en España. Lo pasó muy mal, pero aprendió muy buenos
modales y una caligrafía exquisita pero un poco difícil de leer. En los veranos
se desquitaba de la rigidez y el sofoco del internado dando largos paseos a la
playa. Ahí vio por primera vez a un chico que idealizó con tal vehemencia que
hasta hoy le duran los suspiros. Y desde ahí comenzó a viajar en los vehículos
que mejor se le dan: la fantasía y la imaginación.
De
vuelta en la ciudad de México se movió en camiones por una buena temporada. En
camión se iba a la tienda de electrodomésticos donde trabajaba, y a las
vecindades donde daba demostraciones. Era muy buena vendedora. Además lo
prefería a cuidar de los cuatro hermanitos que había entonces en la casa.
En
cuanto pudo, hizo un viaje largo. Esta vez se subió al avión vestida de traje
sastre y guantes, como se estilaba subirse entonces a los aviones. Aterrizó en
París, y lo primero que hizo fue tomarse un café en los Campos Elíseos.
(No
sé si antes o después, tomó un cursillo de francés y todavía le gusta repetir
las tres o cuatro frases que se aprendió. Suele dar las buenas noches diciendo bonsoir petit enfant).
En
ese viaje, que duró un año, tuvo muchas aventuras. Durmió con su amiga Maru,
que era actriz y muy locuaz, en un camarote de cuarta con dos prostitutas rumbo
a Jordania. Luego, de pura suerte, trasnochó en un hotel de lujo en el Cairo.
Sin planearlo, tuvo que instalarse en un pueblo perdido en Zaragoza para
rescatar una herencia. La herencia era de una tía que iba a visitar, y cuyo
cortejo fúnebre la sorprendió llegando al pueblo. Entre otras peripecias, casi
se muere de neumonía.
Cuando
volvió al cabo de un año, se compró un boleto llamado matrimonio. El viaje duró
veintiún años. Entre otras cosas, le dio tiempo de aprender a graduar anteojos,
asistir cirugías y administrar un consultorio, criar tres hijas y mudarse cuatro
veces. También anduvo por diferentes partes de Canadá, México y Estados Unidos.
Desde
que mis hermanas eran pequeñas procuró viajar con ellas. Se encargó de que las
tres conociéramos Europa y nos enamoráramos del lugar más importante y querido
para todos los miembros de esta familia; la meca, el origen: Colombres.
(Aunque
idealiza todo lo español, la escandaliza la laxitud y la depravación actual de
sus habitantes).
Los
últimos años hemos hecho juntas unos cuantos viajes, cercanos y remotos. Pero
nunca se me va a olvidar cómo, con 70 años y el doble de achaques, subió sin
pausas hasta la punta de Janitzio.
Un
recorrido que ha emprendido decenas de veces durante los últimos veinte años ha
sido la línea verde del metro, de arriba abajo, para ir al hospital de
Nutrición.
Viajar
con mi mamá es maravilloso y estresante. Es estresante porque no se le dan los
mapas ni la ubicación, y como ya somos dos, a veces de dos no hacemos una. Es
maravilloso porque le entra a todo. El paseo que sugieras, la comida que se te
antoje, todo se le antoja a ella también. Y es feliz lo mismo sumergida en un
agua termal de Ixtapan de la Sal que sorbiendo vino blanco en una terraza
praguense.
Es
religiosa y creyente. Me enseñó a rezar. Cada noche rezábamos juntas el Padrenuestro,
el Avemaría, angelito de mi guarda, dulce madre no te alejes, y algunas
jaculatorias. Cuando había algo chungo por qué pedir, rezábamos el rosario.
Usábamos el mismo misal de su internado con las monjas ursulinas. Fuimos a misa
juntas por muchos años. A veces a la salida comprábamos un pollo rostizado y
unas papas fritas, que nos comíamos en el jardín.
Le
gustaba mucho ese jardín. Su padre plantó todos los árboles que había en él. Un
hule, tres palmeras, un rosal, una higuera, una vasta enredadera que cubría los
dos frentes de una esquina, una nochebuena, unos alcatraces, más cosas que no
me acuerdo. Cuando se quedó sin jardín, puso plantas en su departamento. Se le
han dado estupendamente bien.
Es
entrona. Vendió seguros, fabricó arreglos florales y comerció con joyería y
cosméticos. Pero nada se le dio tan bien como las lavadoras y los
refrigeradores.
Es
increíblemente independiente y autosuficiente. No le importa estar sola, lo
lleva bien. Pero prefiere no estarlo.
Es
una gran revolvedora de problemas, domésticos o de cualquier otra índole. Tiene
una especial habilidad para resolverlos telefónicamente.
Hay
pocas cosas que le dan miedo. Se enfrenta con igual aplomo a una peste de
cucarachas que a las enfermedades más turbias. Lo único que le da verdadero
pánico son los temblores.
Jamás
la he escuchado decir “no puedo”.
Las
personas que más admira y de las que siempre habla bien: su papá, su abuelita
Mercedes y su prima Covadonga. También quería mucho a su suegro.
Su
chiste favorito es viejísimo. Es uno en que pasa un maricón por una multitud, y
con tono súper ultra maricón pregunta: “¿Qué pasa, qué pasa?” Y alguien le
contesta: “Que han matado a un joto”. Entonces el maricón hace la voz toda
grave y falsa y vuelve a preguntar: “¿Qué pasa, qué pasa?”. Le encanta ese
chiste, no sé por qué.
Tiene
un sentido del humor un poco raro. Es de cómo la agarres. Si está simple se ríe
de todo, si no, se le va hasta el más obvio. De pronto te sorprende con un
sarcasmo agudo. A veces la puedes molestar y se ríe, otras no. En general se
toma muy en serio a sí misma. Pero sacarle una carcajada es siempre un momento
feliz.
Hubo
una foto de Gary Grant en el closet de su cuarto durante años. Él y su papá
son, en su opinión, los dos hombres más guapos del mundo. (Su papá era
grandote, tenía el pelo oscuro y los ojos verdes; no sé por qué le gustó
entonces mi papá, que era flaquísimo, tenía las orejas grandes y los ojos
tristes).
Es
totalmente franca. Si algo no le gusta o la pone nerviosa, se le nota. No puede
fingir. Esto resulta tenso en ciertos contextos sociales, porque cuando se
siente incómoda se pone sangrona sin querer, saca a relucir sin que venga al
caso a la realeza española y comienza a balbucear en mal inglés. En corto, a
veces es tan directa que shockea. Lo bueno es que cuando se trata de pedirle
opinión, siempre puedes confiar en su honestidad.
Es
buena en la matatena, en el golfito y en el ping pong.
Solía
gustarle cantar y cuando se pone contenta, es lo primero que hace. Tocaba la
guitarra cuando mis hermanas eran chicas, pero a mí ya no me tocó.
Se
sabe muchas canciones. Sobre todo boleros. Se sabe decenas. Pero las canciones
que mejor recuerdo son las que me cantaba (y les cantaba a mis hermanas) para
dormir: Cachito mío, Muñequita Linda y una que nos da un poco de roña y que
comienza “astro de brillante luz, lleva al puerto mi barquilla, que aquí lejos
de la orilla temo perder a Jesús…”
Le
gusta la música clásica. Sobre todo Mozart, Vivaldi y Chopin. Cuando yo era
niña recuerdo que tenía estos discos en la casa: María Dolores Pradera,
Emmanuel, Serrat, Perales, Marisol, María Conchita Alonso y varios de los
Beatles. Su ídolo durante toda la década de los ochenta fue Julio Iglesias.
No
ve demasiada televisión, pero siempre tiene algún programa favorito. Los de la
última época son Saber y ganar y Mira quién baila. También le gusta cuando
pesca una buena película o un documental interesante. Si las ve acompañada,
comenta en voz alta todo el rato. Si te la platica al día siguiente, te la
cuenta entera.
Es
una lectora ávida, le gustan las historias fuertes, buenas. También le gustan
las telenovelas. Solía verlas de noche, nunca por la tarde. Durante años vimos
al menos una telenovela juntas. Recuerdo Juan del Diablo, Café con aroma de
mujer y la primera que me dejó ver completa: Topacio. Ahora lleva más de un año
picada con una de TV Española que se llama “Amar en tiempos revueltos”. Si la
pescas tarde o no la has visto nunca, te lo explica todo aunque protestes. (Y
por lo general te terminas picando).
Es
una de las personas más golosas que conozco. Se come un pan completo frente a
ti sin que te des cuenta. El pan es su pasión. Con queso, mejor. También le
gusta el pastel de hojaldre, la paella, la tortilla de patatas, el chorizo, los
chocolates, los caramelos de anís, los tamales, el pan dulce, las suavicremas
de vainilla y los frijoles. Tiene buen paladar para el picante y a casi todo le
pone rajas. Desde que era niña, adora el helado de limón. Sus bebidas favoritas
son la Coca Cola y el Ginger Ale. También le gusta la sidra en Navidad, la
champaña cuando la hay, y cuando se trataba de tomarse algo fuerte, era whisky.
Le
encanta pasear y sentarse a echar chisme. Una tarde de cine y cafecito
prolongado es el mejor plan que puedes proponerle. El disfrute con que lo vive
es increíble.
Si
hay algo que no soporta, es que le restrinjas el tiempo. La pone de pésimo
humor que le limites la tarde o que estés viendo el reloj para irte. Tampoco le
gusta compartir espacios. Si estás con ella, te quiere toda para ti.
Como
todos los miembros de su familia, es rencorosa. A quien la hiere de veras, le
cuesta sangre perdonar.
Ha
tenido que aprender a lidiar con la nostalgia. Su familia siempre estuvo
marcada por los adioses y las distancias. Sus padres volvieron a España cuando
ella era ya madre de dos hijas; los hermanos que no se fueron también a España,
se instalaron en otras ciudades. Cuatro han muerto. Su hija mayor tiene más de
veinticinco años viviendo en el extranjero.
No
conozco persona más recta, más organizada y más puntual. Su historial
crediticio es impecable.
La
verdad es que no le encantan los niños. A sus nietos los quiere pero no les
halla mucho el modo. Con el que ha convivido más de cerca y por quien siente un
afecto especial es por Pete, el pequeño de Thaida.
Tiene
una serie de expresiones médico-corporales como: voy a descargar las piernas,
hoy no he evacuado, estoy distendida, estoy desguanzada, me voy a hacer un
aseo, tengo llenura postprandial, me desfasé, me dio un shock de calor, me voy
a tumbar un rato. Siempre repite que el sueño que se pierde, nunca se recupera.
Su
mesa de noche ha sido un arsenal de medicinas desde que tengo memoria. Tiene un
remedio para todo y en auto-conocimiento corporal le da veinte vueltas a sus
doctores. Pero cuando le da gastritis, siempre me llama para que le recuerde
qué no puede comer. Pese a su
definida tendencia alópata, cuando de curarse de algo se trata, hace de todo.
Se toma el té de boldo y el de cuachalalate; se echa la pastilla de cola de
serpiente, se unta la pomada de quién sabe qué, y se lee cuanto libro venga al
caso. Durante un tiempo fue muy fan de Deepak Chopra.
Otra
frase que le gusta repetir es “mujer enferma, mujer eterna”. Siempre odié esa
frase.
No
he conocido a nadie que exista en una contradicción tan fuerte, en una danza
tan arrebatada entre la constante enfermedad y las enormes ganas de vivir.
Le
encantan los refranes. Repite mucho los siguientes:
Bástele
a cada día lo suyo, que mañana traerá su propio afán.
No
hay mejor pensamiento que el primero.
No
dejes para mañana lo que puedas hacer hoy. (Esa siempre se me complica).
No
hay mayor placer que la dicha del deber cumplido.
Obras
son amores, y no buenas razones.
También
usa ciertas expresiones que mis hermanas y yo hemos denominado como
“conchicismos”. A saber:
Fue
la locura del inglés. (Fue escandaloso).
No
es puñalada de pícaro. (No es a fuerzas).
Chécate.
(¿Cómo ves lo que te cuento?)
Cállate.
(No vas a creer esto).
Fue
una odisea burbujas. (Fue un quilombo, un desmadre).
Estaba
todo titirimundi. (Estaba todo el mundo).
Fue
mejor idea que la de ir a Guanajuato. (Respecto a una iniciativa que tiene muy
buenos resultados).
Ni
hablar del peluquín. (Ni modo).
Es
totalmente férrea en sus ideas. De convicciones firmes, tendientes a lo
conservador. Siempre tiene una opinión sobre las cosas, por lo general
inamovible. Esto puede derivar en terribles discusiones o en buenos
consejos.
Es
experta en modas, modismos y expresiones. “Ahora se lleva la falda arriba de la
rodilla con estampado gatuno en amarillos”. “Está súper de moda decir pirulí”. Tal vez estuvo de moda hace
veinte años o nunca, pero ella lo afirma con un convencimiento total.
Siempre
está bastante al tanto, eso sí, de las noticias. Durante años recibió el
periódico Excélsior en casa y se lo devoraba cada mañana, con su bata, su café
y unos cuantos cigarros. A últimas fechas se entera por televisión.
Mis
hermanas y yo intuimos que le hubiera gustado ser de la realeza. Los personajes
de la revista Hola le causan una extraña fascinación. Igual que se la causan
las fortunas inesperadas o las que no considera dignas de sus acreedores.
Es
experta en llevar regalitos a las secretarias de los médicos para que la pasen
antes o le den consultas por teléfono.
Es
un poquito torpe.
Siempre
ha sido muy enamoradiza.
Es
apasionada y febril. Sólo sufrió un verdadero golpe de amor y nunca se
recuperó.
Dos
de sus partos fueron complicados. Con Thaida tuvo que guardar reposo absoluto
durante casi todo el embarazo, y cuando nací yo, tuvo una infección. Tenía
cuarenta y un años, no me había visto todavía, y le preocupaba que hubiera
salido deforme. Así que en la madrugada bajó arrastrándose por las escaleras
hasta el cunero para verme. Con Dunia el parto no fue complejo. Dunia siempre
ha hecho lo posible por hacerle las cosas simples a mi mamá.
Es
muy vanidosa.
Siempre
ha tenido una piel delgada y suave. Limpiarse la cara sigue siendo un ritual.
Se toma un buen rato para untarse la crema limpiadora y quitársela con un
algodón empapado en agua potable o suero. Por más que me insiste en que la
imite, sigo lavándome la cara en cinco segundos y en el lavabo.
De
joven paraban el tráfico la forma de sus labios y la curva de sus piernas.
Todavía conserva unas hermosas manos, con dedos largos y delgados. Siempre las
tiene suaves y siempre las tiene frías.
El
color de su pelo es castaño oscuro, pero se lo tiñe de rubio hace al menos
treinta años. Durante un tiempo fue pelirroja. En la mayoría de mis dibujos de
niña, aparece así. Sigue poniéndose tubos de plástico con pasadores en el pelo,
y una red para que no se le deshagan.
Siempre
que sale, así sea a hacer un trámite bancario, se arregla y se maquilla. No es
quisquillosa con el resto de productos cosméticos, pero prefiere el rimel de
marca Lancome. Con poco que se esmere, se ve muy guapa. Hace pocos años íbamos
caminando por la plaza del Sol, y un borrachito que pasó le dijo: “Tú eres
guapa por que lo eres, así tengas noventa y tres”.
No
se pone perfume muy seguido porque dice que no le dura. Tarda en ponerse los
aretes porque tiene un agujero chueco, mal hecho desde su niñez.
De
joven era audaz en su vestir. Su suegra la regañaba en ocasiones por llegar a
las reuniones familiares con el pelo suelto y pantalones. Durante un tiempo iba
a un saloncito de belleza por la Villa para que le tiñeran un mechón rubio en
el frente. También usaba sandalias de tira, alpargatas, pañoletas, gabardinas y
lentes de sol.
Todavía
usa pañoletas, gabardinas y lentes de sol. Conserva y se pone unos lentes
enormes, redondos, setenteros, que hoy en día podrían pasar por retro. (Se
sigue poniendo alguna ropa “vintage” de su propio armario: nunca tira algo que
realmente le gusta y se le ve bien). (Y si ya no se le ve bien, te insiste
durante lustros para que te lo quedes).
Jamás
se ha vestido como “señora”. Cuando le regalamos ropa sabemos que le gusta lo
colorido, lo moderno y lo “hippioso” (otro conchicismo).
Los
zapatos los redujo hace mucho tiempo a tres palabras: Reebock. Walking. Shoes.
Los tiene en blanco y en negro y los va cambiando cuando se le gastan mucho.
Alfredo mi cuñado se burla un poco de su caminadito flotante con esos
tenis.
Siempre
ha sido una mujer de ejercicio. Nunca de alto impacto, pero sí constante.
Cuando yo era niña, por las mañanas iba a caminar al parque deportivo de la
colonia, o hacía yoga en una colchoneta verde con rayas amarillas en la
alfombra del cuarto de televisión. Hasta hace unas semanas, se subía a la
caminadora o salía a caminar al parque. Es un hábito que comparte con mi padre
y que ni a mí ni a mis hermanas se dignaron heredarnos.
Usa
anteojos desde que tengo memoria. Unos para ver de lejos y otros para ver de
cerca. Otra cosa que le da mucha lata es su dentadura.
También
usa una “carterita negra” para guardar sus tarjetas de crédito y sus
identificaciones cuando sale, desde que me acuerdo.
Fumó
durante cuarenta años. Era una fumadora recia, empedernida. Intentó dejarlo mil
veces. Usó pipas y artilugios. Fue a cursos donde le hacían rellenar un frasco
de agua con colillas. Era asqueroso. Cuando finalmente lo dejó, hace unos ocho
años, no le costó ningún trabajo. Dice que el único chiste es “quererlo
verdaderamente”. Yo espero no tardarme mucho en quererlo verdaderamente.
Tiene
muy mal inglés, pero cuando tiene que usarlo, lo hace sin vergüenza y se da a
entender.
No
es muy buena enseñando. Recuerdo un tarde en que se desesperó intentando
explicarme los quebrados, y otras cuantas enseñándome a manejar en el Poli (donde
también me llevaba a patinar y a andar en bicicleta). Pero su peor fracaso
didacta conmigo fue en la cocina. Hasta el día de hoy, no sé hacer una sopa de
verduras.
Tampoco
es muy ducha en las nuevas tecnologías, y han sido incontables sus pugnas con
el control remoto de la tele, el aparato de música, el fax, etcétera. A la
computadora nada más no le hace. Pero cuando me fui a vivir a Madrid, estaba en
un café Internet al día siguiente. Lo usó tres años. Siempre escribiendo en
mayúsculas y repitiendo cartas que a cada rato se le borraban.
Tiene
una impresionante y envidiable habilidad para el convencimiento, la negociación
y el regateo.
Se
le da con mucha facilidad ganarse el respeto y la admiración de la gente.
Tiene
cinco cirugías en su haber. Un par de fracturas. Dos prótesis. De niña le
tuvieron que poner cuarenta inyecciones en la barriga porque una rata la
mordió. Eso siempre me impactó mucho.
Tiene
cuatro amigas del alma. Isaura, Chelo, Luchi y Cristina. Todas son amigas de muchos años, a todas las ve poco y por
todas se preocupa. Tiene una idea muy clara de cómo deberían resolver sus
problemas y llevar sus vidas. Supongo que eso a veces debe resultarles
irritante. Pero todas saben, no me cabe duda, que no encontrarían amiga más
fiel.
Ama
profunda e incondicionalmente a sus hijas.
Es
apoyadora. Siempre demostró entusiasmo por las cosas que he hecho o querido
emprender. Miró con paciencia mis dibujos, mis escritos, mis bailes, mis coreografías.
Siempre me hizo sentir inteligente y guapa. Cree que canto bien. También cree
que soy buena conductora pero cuando se sube a mi coche se la pasa pisando un
freno imaginario, detesta que diga groserías y que toque el cláxon, y si nos
perdemos me quiere decir por dónde aunque no tenga idea y siempre terminamos
peleándonos.
Tiene
una sabiduría práctica de la vida, lanza frases lapidarias creadas al vuelo que
te matan de risa y que generalmente llevan razón.
Se
le pierden con frecuencia las llaves y nunca le duran los celulares. Todos se
le descomponen o los pierde.
Le
cuesta trabajo mirar a la cámara y sonreír en las fotos.
Tiene
una voz muy dulce. Como buena asturiana, es muy de cariños y diminutivos. A mis
hermanas las llama Dunina y Thaidina. A mí me llama Anaína y también Anaíta,
Nani, muñeco, bruja y cielo. La cosa más fea que me ha llamado ha sido “niña
estúpida”, en medio de alguna de nuestros batallas campales durante mi
adolescencia.
A
veces es como una niña chiquita. Le gusta que la mimen y que la consientan, y
en esos momentos parece increíblemente frágil y vulnerable. De pronto tengo la
clara impresión de tener enfrente a una niña de cinco años. Otras siento que
estoy hablando con una pitonisa de 230, un roble inquebrantable. Y ambas cosas
son ciertas.
Todo
este recuento es desde mi punto de vista, y estoy segura de que otros que la
conocen podrían agregar mucho más. Lo que sí debo decir desde mi lugar es que
nadie me conoce tan bien como ella (y a veces tan mal); que con ninguna otra
persona de este mundo soy tan enteramente yo, para lo bueno y para lo malo. Con
nadie me enojo igual, ni lloro con tanta libertad.
Confío
en ella ciega y completamente. Y sé que no soy la única.
Creo
en pocas cosas con la misma firmeza con que ella cree. Pero una de las cosas
que sí creo es que el tiempo es una entelequia, y está compuesto de eternos
presentes, que siempre están ahí. De eso estamos hechos. Conchi está ahora
mismo en todos los momentos de su existencia, de alguna inexplicable manera. La
vida sigue mientras sigue, y aún cuando no siga. Por eso no hay modo de
terminar esta lista. Creo, quiero confiar, en que continuará por siempre. Más
allá del tiempo verbal. Mucho más allá.