Lunes, 7:40 a.m.
Hay alguien sentado en la cama junto a mí. Es joven y viste un traje oscuro. Al principio tardo en reconocerlo. Luego caigo: es mi abuelo.
7:41 a.m.
Mi abuelo se murió hace treinta y seis años con setenta de edad. Yo
nunca lo conocí. Sé que se trata de él porque es idéntico a una de sus
fotos de juventud. Como estoy segura de que sigo soñando, me relajo
y lo escudriño con atención. Se ve un poco deslavado. Me sonríe.
7:43 a.m.
Algo extraño sucede: estornudo.
7:44 a.m.
Es un estornudo líquido y aparatoso. El abuelo me da un pañuelo que
saca oportunamente del ojal de su saco. Mientras me sueno, pienso
que el pañuelo huele a encerrado y que en los sueños no se
estornuda. En cuanto termino de limpiarme la nariz, me pongo a gritar.
7:45 a.m.
El abuelo se pone nervioso. Trata de sujetarme pero yo me escabullo
al otro extremo de la cama. El abuelo busca con la mirada y descubre
mi pastillero. Lo abre y vacía las píldoras encima del buró. Ya me las
revolvió, estaban por días.
-¿Cuál es el ansiolítico? –pregunta.
Entre jadeos de terror alcanzo a responder:
-El rosa. Pero nada más media.
El abuelo me mete una pastilla entera en la boca y me la hace
tragar. Forcejeo hasta que lo hago entender con señas que necesito agua.
7:48 a.m.
Mi abuelo se pone a estudiar el vaso de agua como si fuera un bicho
prehistórico. Tras darle un sorbo experimental se empina el vaso entero
y se pone a reír a carcajadas con el agua escurriéndole por el cuello.
Mi preocupación actual se reduce a que la pastilla rosa me haga
efecto rápido.
7:51 a.m.
-Déjame que te vea –dice el abuelo tomándome de las manos
mientras se pone de pie y me dirige a la orilla de la cama. –Qué guapa estás. ¿Cuántos años tienes ahora, mi amor? ¿Como cuarenta?
-Treinta y cuatro. ¿Estoy muerta?
-Me parece que no.
¿Eso es bueno o malo?
-¿Ya estás más tranquilita?
Hace cinco meses que no tengo trabajo. Tuve que vender mi
coche para pagar la renta. Me alcanzó para tres rentas. Necesito dos vodkas cada noche para dormir. Ayer me tomé cuatro. La cabeza me estalla y tengo a mi abuelo muerto en mi cuarto.
-Creo que sí.
-Muy bien. Porque te tengo una sorpresa.
Creo que voy a necesitar otro bromazepan.
7:55 a.m.
Mi abuelo se acerca a la puerta del balcón y la toca dos veces.
Alcanzo a oír cuchicheos. Uno a uno, van saliendo personajes de los
álbumes familiares: dos tipos altos y bien parecidos en sus veintes, una
chica como de quince, otra mujer en sus treinta y un niño como de
ocho. Sé que son mis tíos y mi primo y que todos están muertos pero
como sus aspectos no corresponden con sus edades finales, no los
distingo bien. Al final sale mi abuela. Ella murió de 85 años pero
aparenta unos cincuenta. La reconozco por el peinado de salón.
Todos emergen de su escondite expectantes y me miran como si la
persona extraña fuera yo. El más pequeño dice hola. Yo me desmayo.
8:08 a.m.
Otra vez estoy en la cama. Mi abuela me pone alcohol debajo de la
nariz. Cuando abro los ojos lo primero que percibo es otro olor además
del alcohol. Es mousse para el pelo. Mi tía la quinceañera se ha
llenado la cabeza de espuma y sigue oprimiendo el difusor del frasco
con fascinación. No recuerdo en qué año murió pero con toda
seguridad el mousse aún no existía.
08:15 a.m.
Los parientes se apoltronan en las sillas del comedor. Mientras se
beben toda el agua de mi garrafón, me interrogan.
-Y bueno, ¿qué ha pasado en este mundo?
Intento darles un breviario ilustrativo.
-Pues... cayó el muro de Berlín. Hubo guerra en Iraq.
Derrumbaron las torres gemelas de Nueva York. Fidel Castro sigue vivo. Hay un presidente negro en Estados Unidos. La tierra se está sobrecalentando y tenemos una cosa que te comunica con todo el mundo que se llama Internet.
-Ya, ya. ¿Y de toros, qué?
-Déjala, Nacho, ella no tiene por qué saber de esas cosas -
interviene mi abuela.
-¿Sabes hasta qué año jugó Chapi Ferrer? -pregunta uno de mis
tíos veinteañeros. -¿Quién?
Todo indica que los he decepcionado porque durante los siguientes minutos no me hacen el menor caso y pasan del fútbol a la Fórmula Uno y se enfrascan en una discusión sobre si fue Ronnie Peterson o Nikki Lauda el que sobrevivió aquel terrible accidente y compitió al año siguiente.
-Dejen de hablar de accidentes terribles -reprime la abuela.
-No importa, mamá –suspira mi tía la quinceañera, fallecida a los veintisiete años contra un muro de contención.
-¿Dónde fueron las olimpiadas del 80?
¿En qué momento me van a preguntar éstos por sus hijos o por sus mujeres o por sus nietos? ¿O por mí...?
-A ver, dejen acordarme... si en el 80 mataron a Lennon... -¡¿Mataron a Lennon?! –chilla mi tía. -¡¿Cuándo?! ¿Quién? ¿Por
qué?
Algo anda mal. Se supone que las preguntas aquí las debería
estar haciendo yo.
08:26 a.m.
Mi primo el pequeño está aburrido. Da varias vueltas por el
departamento hasta que lo escucho abriendo el refrigerador. Desde
la cocina exclama:
-¡Oye, aquí no hay nada!
-¡Carlos, no seas confianzudo! -le espeta su madre, la treintañera guapa.
-Hay huevos y queso –me defiendo con timidez.
-Yo nada más veo un espárrago con manchas.
De repente me doy cuenta que estoy muerta pero de hambre y
que no les he ofrecido nada de comer a las visitas. Me pongo unos pantalones, los encierro con tres llaves y bajo al café de la esquina. Compro cinco cafés, ocho donas y dos cajetillas de Delicados. Antes de subir, me fumo dos.
08:46 a.m.
Los parientes están como en un trance. No saben si morder la dona o
chupar el cigarro y sorben el café malo de la esquina como si fuera un
elixir. Mi primo el pequeño se bebe el suyo con leche y con la misma
voracidad con la que en vida tomaba ron y anfetaminas. Ahora que
están entretenidos debería aprovechar para hacerles mis propias
preguntas, pero no sé por cuál empezar. ¿Qué hacen aquí? ¿Han
vuelto? ¿De dónde volvieron? ¿Me pueden ver mientras tengo sexo?
¿Por qué me eligieron a mí para aparecerse? ¿Tengo alguna misión?
¿De verdad tienen ellos funciones fisiológicas? ¿Qué hay más allá de
la muerte? ¿Cuál es el sentido de la existencia? ¿Hay un Dios? ¿Hay
más de un Dios? Estoy a punto de formular alguna cuando mi tío Andrés se me adelanta.
-¿Dónde está el baño?
Le indico la puerta con el dedo. Parece que sí tienen funciones fisiológicas.
...
08:50 a.m.
Mi abuelo anuncia:
-Vamos a salir.
No explica para qué. A mí se me erizan todos los pelos del cuerpo. Asumo que quiere arreglar algún asunto pendiente, para eso regresan los muertos en casi todas las películas. Sólo que en las películas suele haber intermediarios. Asumo que en este caso la intermediaria vendría siendo yo. Espero no tener que matar a nadie. Mi primo Carlos se encamina resuelto hacia la puerta:
-Yo también voy.
-Tú de aquí no te mueves, bandido –replica mi tía Rosaura.
Así se lo repitió a Carlos desde los seis años en que salía a
comprar chucherías hasta los treinta y cinco en que salía a comprar piedra y él nunca le hizo caso.
-Un poco de aire no le vendría mal al niño –opina mi abuela.
-Bueno, vamos todos –dice el abuelo.
Pero la tía Cristina está embobada con la televisión, el tío Andrés
lleva rato escudriñando mi computadora, y el tío Antonio se echa en la cama encendiendo su décimo Delicado y dice en tono muy serio que tiene que “pensar”. Así que al final somos mi abuelo, mi abuela, mi tía Rosaura, mi primo Carlos y yo. Vuelvo a echar las tres llaves y salimos del edificio.
08:55 a.m.
En cuanto pisamos la calle, mi primo se echa a correr.
-¡Carlos, dame la mano en este instante!
La tía Rosaura lo pesca justo antes de que pase un Jetta volado frente a ellos.
-¿Estás tonto o qué te pasa?
Por un momento la escena me parece lo más natural del mundo. Luego me pregunto qué pasaría si atropellaran a mi primo. ¿Volvería a morirse? No estaría mal. Se moriría más rápido y menos solo.
08:58 a.m.
Empiezo a sentirme incómoda. Toda la gente que pasa se nos queda
viendo. ¿Sabrán que mis parientes están muertos? Me tranquilizo un
poco cuando dos mujeres jóvenes pasan cuchicheando y una le
guiña un ojo a mi abuelo. Sin embargo el resto de miradas son más bien de grima o de mofa. Finalmente caigo en cuenta de por qué: cada uno de mis parientes lleva puesta la ropa con que fue amortajado. Mi abuela tiene hasta flores en la cabeza, mi tía lleva un rosario que le llega hasta los pies y el pobre de mi primo va pisándose su traje.
-¿Dónde está tu coche? –pregunta el abuelo.
No quiero explicar lo de la renta. Respondo alzando la mano.
-¡Taxi!
09:03 a.m.
Me los llevo a Suburbia. Mi abuela y mi tía eligen rápido un par de
vestidos pero mi abuelo nunca usó otra cosa que no fueran trajes azul
marino. Cuando al fin elige uno, se pasa la siguiente hora y media
quejándose de que no lo haya llevado con un sastre. Mi abuela
intenta robarse un talco “sin querer”. Parece que nunca conoció los
detectores. Después de muchas explicaciones y fotocopias de mi
credencial de elector, por fin salimos con el talco, el traje, tres vestidos,
cuatro pantalones, cuatro camisas, seis pares de calcetines, una gorra
y una mascarilla de pepino.
10:42 a.m.
Subimos a otro taxi. Mi abuelo le da una dirección al taxista, que no
tiene la menor idea de dónde es y yo tampoco. Dando vueltas
pasamos frente a un Sanborn’s. Al ver el letrero mi tía contiene el
aliento.
-¿Todavía hacen esas tostadas de pata...? Paramos en el Sanborn’s.
11:41 a.m.
Subimos a otro taxi. Paramos en una tienda de ultramarinos. Mi abuelo
compra aceitunas, berberechos y un Rioja. No lo dejo comprar jamón.
12:15 p.m.
Subimos a otro taxi. Paramos en un concesionario de Chrysler.
12:43 p.m.
Subimos a otro taxi. Paramos en la heladería Chiandoni.
13:17 p.m.
Subimos a otro taxi. Paramos en la Alameda. Mis abuelos bailan dos
piezas de pasodoble mientras Carlos se come un raspado y mi tía
Rosaura se espanta a dos que la quieren sacar a bailar. Murmura
“canallas” pero noto que sonríe. Se murió con muchos kilos, muchas
canas y mucha depresión; éste debe ser su día.
14:39 p.m.
Subimos al mismo taxi. Paramos en la cantina París.
15:41 p.m.
Paramos en un Bingo.
16:37 p.m.
Paramos en un Juguetibici.
17:16 p.m.
Paramos en un cajero automático.
17:32 p.m.
Paramos en una farmacia por unos Alka Seltzers.
17:56 p.m.
Paramos en el Circuito Interior.
18:22 p.m.
Paramos en un puesto de periódicos y compramos un Guía Roji.
18:45 p.m.
Llegamos a la dirección. No dábamos porque el nombre de la calle
había cambiado. Es un edificio restaurado de la colonia Escandón. Mi
abuelo les dice a mi abuela, a mi tía y a Carlos que esperen en el taxi
y me pide que suba con él.
Entramos al vestíbulo de un despacho. La recepcionista está lista para irse. Tiene las uñas kilométricas decoradas con ositos y me impresiona su agilidad para teclear en el celular. Mi abuelo se acerca resuelto y pega con la mano en el mostrador.
-Quiero ver al licenciado Martín Rosales.
La recepcionista da un saltito en su lugar pero no voltea.
-¿Perdón?
-Soy Ignacio García. Soy amigo de Martín. De la infancia.
La mujer despega la vista del celular para mirar de reojo el
cuadro de un señor gordo, rubicundo y con cejas de aguacero que cuelga de la pared, y luego a mi abuelo alzando una ceja. Decido intervenir. Soy la intermediaria y debo decir algo que suene imponente y categórico.
-Señorita, es bien urgente.
La recepcionista se pone el celular en el pecho y haciendo cara de que lo siente de veras, explica:
-El licenciado Rosales falleció hace como veinte años.
El abuelo se recarga en el escritorio, descompuesto. La recepcionista se le acerca.
-¿Estás bien? ¿Quieres agua?
Mi abuelo se incorpora lentamente, arreglándose el pelo.
-Le ruego que no me tutee.
Me toma del brazo y caminamos hacia el elevador.
19:08 p.m.
El elevador tarda demasiado así que bajamos por las escaleras. En el
trayecto indago:
-¿Por qué querías ver a ese señor, abuelo? ¿Te hizo algo?
El abuelo se pone serio de muerte. Parece dudar en contármelo. Comienzo a imaginar historias de traición, ultraje y venganza. Finalmente detiene el paso, me mira fijamente y con mucha gravedad expone:
-Tenía que decirle a Martín que yo nunca seduje a Rita Mendizábal en la romería del pueblo. Se lo inventé por pura envidia, hija. Por pura envidia.
Hago conciencia de que tengo la boca abierta y la cierro. Luego tengo que detenerme del barandal porque las carcajadas no me dejan tenerme en pie. Al abuelo no parece hacerle ninguna gracia.
-¿Qué? ¿De qué coño te ríes?
Este hombre cruzó el océano en barco y el país en tren, montó negocios, lo estafaron, lo endiosaron, conoció al presidente, dejó hijos, nietos... ¡¿Rita Medizábal en la romería?! El abuelo me mira con ojos de pistola y dice muy serio:
-A ese hombre le destrocé la vida.
Hago un esfuerzo por ponerme seria. Luego pienso que uno nunca sabe las cosas que le importan o le atormentan a la gente en el fondo. Trato de levantarle el ánimo.
-Bueno, pero si ese señor ya está muerto también, le puedes decir lo de esta... muchacha cuando lo veas allá en... -señalo por instinto al cielo pero me arrepiento y bajo la mano.
-¿Pues tú qué te crees que es aquello? ¿Una verbena popular? ¿Tú te crees que yo puedo hablar con Jesucristo o con Manolete así nada más, porque me sale de los cojones?
No nos dirigimos la palabra el resto del camino de vuelta a mi casa. Esta vez no paramos.
20:03 p.m.
Cuando llegamos al departamento la puerta está entreabierta. Todo
está revuelto y huele a marihuana a cinco calles. Hay latas de cerveza
y mi botella de reserva de vodka está vacía. Mi tía Cristina está sola.
Sigue viendo la tele. En cuanto me ve entrar, exclama:
-¡¿Qué pasa después en Rebelde?!
Mi abuela adelanta un paso.
-¿Dónde están tus hermanos?
-No sé. Seguro se fueron de putas.
-¡Yo también quiero irme de putas! –salta Carlos.
-Tú te callas la boca, bribón –su madre le da un manotazo en la
boca.
-¿Cómo salieron?
-Vino un cerrajero.
Hasta ese momento reparo en la cerradura forzada de la
puerta. Pero eso deja de preocuparme en cuanto recuerdo otra cosa. Corro al baño. Saco la caja de cosméticos. Saco los paquetes de kotex. Abro la caja de las medicinas. Saco todas las medicinas. Volteo la caja. Mi chequera no está.
...
20:07 p.m.
Sobre la mesa hay hojas garrapateadas con mi firma. Me abalanzo
sobre mi tía Cristina. Le hablo tan cerca que sin querer le escupo en el
ojo.
-¡¿Dónde está mi chequera?!
-No sé. ¿Quién es “Pompi”?
Noto que la tía tiene mi celular en la mano. Se lo arrebato.
-¡Nadie!
-Pues ha estado hablando todo el día.
-¿Le contestaste?
Cristina pone cara de ofendida.
-Yo no sé usar esas cosas.
Sí le contestó.
-¿Qué le dijiste?
-Nada. Que habías salido. No es muy platicador, ¿verdad?
Corro a mi computadora. Checo las últimas páginas visitadas.
Porno, porno, porno, Hipódromo de las Américas, porno, Superama.
-¿Qué pasa con la chequera, hija? ¿No que no tenías dinero?
Esto es inaudito. Me va a dar gastritis, la siento venir.
-¡Eran mis ahorros!
Mi abuelo levanta una ceja.
-¿Tú tienes ahorros?
-¡Sí! ¡Para mi operación!
En cuanto lo digo me tapo la boca.
-¿Qué operación?
Todos volteamos. El que pregunta es mi tío Andrés. Lo sigue mi tío Antonio. Entran con muchas bolsas del súper y con dos güeras.
20:17 p.m.
-¿Y éstas? –respinga mi tía Rosaura.
Andrés presenta con formalidad.
-Inga, Gertrude, la familia.
-¡Mucho gusto! –dice Carlos, y corre a besar a las visitas en
ambas mejillas. También intenta besarlas en la boca pero Rosaura lo aparta tirándole del cuello de la camisa. Me pregunto en qué momento va a intervenir mi abuelo para poner un poco de orden.
Pero parece haberse picado con la telenovela que está viendo Cristina en la televisión.
-Etwas zu trinken? –pregunta Andrés.
-Ja, danke –responden a coro las alemanas.
Mi tío Andrés era políglota, o de eso presumía. En realidad se
sabía cuatro frases en cada idioma y con eso y su sonrisa de millón de dólares conquistaba al mundo y el perdón de todos los compadres, socios y compinches que se embarcaron con él en sus numerosos negocios inviables.
-Bier? wein?
Observo patidifusa cómo en segundos todos tienen vasos servidos y cigarros en la mano; las güeras se instalan en mi sala, y de las bolsas van saliendo latas, embutidos, quesos, botellas de vino y de whisky, helados de los buenos, puros de los caros, y en las bocinas empieza a sonar Camilo Sesto. Carlitos está como fuera de sí.
-Tío, ¿cómo se dice “estás muy bonita” en alemán?
-Dass tits.
Mi primo se emociona y se pone a gritar la frase brincando en la
mesa. Las güeras se despatarran de la risa.
-¡A ver, ya estuvo bueno!
Mi grito no parece amedrentarlos, pero al menos se callan.
-Me traen de chofer todo el día, les cumplo todos sus caprichos,
me explotan, me roban...
-Es que, sobrina, tu despensa estaba pa’ llorar... -dice Antonio.
Rosaura comenta bajito con mi abuela:
-Estaba ahorrando para su operación...
-Sí, ¿pero operación de qué? –le contesta la otra en susurros.
-¡Les importa un cacahuate mi operación y mi despensa!
Mi abuelo se pone de pie y engrosa la voz.
-Óyeme, un respeto para los muertos.
-¡Muertos los patines de cuatro ruedas! ¡Ustedes son una bola de
aprovechados!
Las alemanas miran la escena con el entusiasmo de quien
asume que la hostilidad familiar es parte del folklore local. Para su deleite, llevo el melodrama al límite.
-¡Se me largan de aquí todos! ¡Ahorita mismo! ¡Pero ya!
Nadie se mueve.
-¿Ah, no? Está bueno. Me largo yo.
20:55 p.m.
La primera y segunda cuadras voy muy envalentonada, gritándole
insultos a un par de automovilistas y a una moto del Sushi Itto que no
me quieren ceder el paso, pero a la mitad de la tercera calle empiezo
a sentirme culpable. Maltraté a mi familia por dinero. Por sucio y
pichicato dinero. Soy una tacaña, miserable, pobre de espíritu. Luego
empiezo a pensar algo terrible: ¿qué tal que de veras se van? ¿Qué
tal que no vuelvo a verlos nunca?
21:32 p.m.
Huele a comida en todo el edificio. Ajo, chorizo, aceite de oliva.
Cuando entro a la casa suena Raphael y todos están hablando de
toros. Es la sobremesa de un banquete. Me pregunto cómo hicieron
todo esto con la olla rota y el sartén chamuscado que tengo por toda
batería de cocina. Mi abuela me pone enfrente un plato de fabada,
queso y pan. A la segunda cucharada sucede algo muy raro. Jalo a
mi abuela del vestido, me prenso de su cintura, y me pongo a llorar
hasta que la fabada se enfría. La abuela logra zafarse con el pretexto
de volverla a calentar.
22:09 p.m.
Estamos haciendo café cuando un grito irrumpe desde la calle:
-¡Gallo!
La primera vez nadie pone mucha atención. La segunda mi tío pausa el I Tunes.
-¡Gallo, ya sé que estás ahí, cabrón! ¡Sal, desgraciado!
Mis tíos se miran. Antonio va a la ventana y se asoma. Voltea estupefacto hacia mi tío Andrés.
-¡Es el Kevin!
22:11 p.m.
De repente tenemos en la puerta a un personaje de entre cincuenta y
noventa años de edad, mezcla de Los Olvidados con Mario Almada
versión engomado-con-el-propio-cebo-capilar. No deja de besar y
abrazar a mi tío Antonio.
-Te vi hace rato saliendo del banco y dije no puede ser, brother, no puede ser, tengo que seguir a este infeliz. ¡El Gallo García! Yo te hacía muerto, cabrón. ¿Cómo estás, caracho? Te ves re bien.
-¿Te acuerdas de mi hermano?
Al ver a mi tío Andrés a Kevin se le desorbitan sus inyectados ojos y sonríe tanto que parece que se le van a salir sus cinco dientes.
-¡No te pases! ¡El Andru!
Vuelven los abrazos, los besos y los piquetes de costilla. Al cabo de un rato el Kevin repara en la concurrencia.
-No chingues, carnal. Está aquí toda la familia. Qué suave. Sólo las alemanas, muy educadas, se dejan abrazar.
22:58 p.m.
Luego de media botella de vino y tres platos de potaje, el Kevin está
pletórico.
-Estábamos dándonos unos ácidos ahí en la libre a Cuernavaca con el Andru y el Gallo y el Pit, ¿no? ¿Sí te acuerdas del Pit? Y entonces que llega la trulla, y yo digo chale. Y este cabrón dice no, son emisarios de la cuarta dimensión, ¡emisarios de la cuarta dimensión, no mames!
-Yo también los vi una vez -interviene Carlos.
-Pus entonces que nos cae la tira, mano. ¿Y sabes qué hizo tu tío Antonio, mejor conocido como el Gallo García?
Carlos y yo respondemos al unísono, muy intrigados:
-¿Qué?
-Pinche Gallo, te pasas de lanza. Agarra y mete reversa, cabrón.
¡Reversa!
Antonio, Andrés, Cristina y Carlos se mueren de risa. Las
alemanas corean las carcajadas por contagio.
-Pinche Valiant chillando como su madre, y yo viendo todo
pasar en sentido contrario así ¡za, za, za! Por ésta que esa vez sí la vi bien cerca a la tuerta.
-¿A quién? –Cristina arruga la nariz.
-La flaca, la pelona, la parca, la tía de las muchachas, la Catrina... ¿Pues en qué mundo vives tú, chamaca? –El Kevin hace una pausa para terminarse su vino. -Como a ochenta, noventa íbamos... ¡pa’ su mecha! Y en eso, que se nos poncha una llanta.
-¡La pinche llanta, sí es cierto! –se ríe Andrés.
-¿A poco ya no te acordabas? Si eso nos salvó la vida, carnal.
-¿Y luego qué pasó? –quiero saber.
Mi abuelo se levanta, bufando.
-Luego se voltearon, los detuvo la policía, se los llevaron a una
delegación inmunda en Yautepec, y yo tuve que irlos a sacar. Y no era un Valiant, era un Cadillac del año y era mío. Carmen, sírveme un whisky, coño.
23:41 p.m.
Donna Summer rompe las bocinas. Cristina y Carlos bailan encima de
la cama y los tíos se pelean la “consola” para bajar canciones y se
quejan de lo lento de mi conexión; Rosaura y los abuelos están muy
entretenidos actualizándose con las fotos recientes de los vivos de la
familia, y yo llevo como diez minutos afuera del baño esperando a
que el Kevin y las alemanas terminen de meterse rayas. De repente
Rosaura me dice:
-Ahí te buscan.
Volteo tan rápido que casi me caigo de lo mareada que estoy. José Adrián está parado en la puerta.
-¿Qué haces aquí?
-¿Por qué no contestas el teléfono?
-¿Qué hora es?
-¿Estás borracha?
-¿Él es Pompi? –interviene Cristina.
A falta de respuestas, mi abuelo ordena:
-Siéntese y tómese algo, joven.
23:48 p.m.
José Adrián se sienta pero no toma nada. Tampoco acepta cigarros ni
puros ni lo que sobró de helado de cajeta. -Gracias, ya cené.
José Adrián y tenemos queveres hace cuatro años. No sabe gran cosa de mi familia pero sabe que no suelo tener visitas, menos multitudinarias, y mucho menos en lunes. Mi abuela le empieza a pasar fotos.
-Este es Santi, mira qué ricura.
Santiago es mi sobrino. Tiene cinco años. No sé qué es más raro: que mi abuela sepa quién es, o que José Adrián no lo sepa. La tensión parece aminorar, pero en eso Kevin sale del baño dándose puñetazos en el pecho.
-¡Chinguen a su reputisisisisisisísima madre!
Él y las güeras están chorreando de pies a cabeza. Por lo menos el tipo se dio un baño. Se las arrima por la cintura y creo que nunca he visto a un ser humano en dicha tal.
-A ver, mis reinas, ¿quién es su papá? ¿eh? ¿quién es su papá?
00:17 a.m.
José Adrián aprovecha para escabullirse hacia la puerta. No se
despide de nadie y cuando intento darle un beso aprieta la
mandíbula y dice:
-Tienes que controlar tu manera de beber.
Y se da la vuelta para empezar a irse. De repente siento unas ganas incontrolables de darle una patada y derribarlo por las escaleras. Me pregunto qué haríamos aquí con un muerto de verdad.
00:22 a.m.
Escucho que José Adrián le detiene a alguien la puerta de la calle. Es
una señora vestida de gris, con anteojos de fondo de botella y un olor
a naftalina que trepa hasta la puerta de la casa. Mi madre solía decir,
refiriéndose a una situación difícil que se ponía todavía peor, “éramos
pocos, y parió mi abuela”. Pues aquí éramos pocos... y llegó mi
bisabuela.
...
00:23 a.m.
La bisabuela es otro personaje mítico que yo nunca conocí. Me
agarra la cara y me truena cuatro besos en cada cachete, me
apretuja y remata con unas bofetaditas. “Ayyyy pero qué rica estás”.
Al entrar hace lo mismo con todos los demás, salvo con mi abuelo. A
él sólo le da las bofetaditas y le pide una cuba.
00:35 a.m.
Kevin y las güeras salen del baño por quinta vez en el lapso de una
hora, anunciando que se van a Cancún. Carlos quiere irse con ellos.
Rosaura no lucha, directamente se troncha de risa. El niño arremete con un berrinche colosal.
-¡Nunca me dejas hacer nada! ¡Te odio! ¡Tú no eres mi madre!
Y se tira en el piso, y agarra la olla con restos de fabada y se la echa encima, llora y se retuerce. Todos los que deciden intervenir salen lesionados. A Cristina le toca una patada en la oreja, a Antonio le cae un trozo de morcilla en el ojo, mi abuela acaba con una mordida en el codo. Todo se arregla cuando mi abuelo le cruza la cara al niño, le mete un cigarro en la boca y lo enciende. Carlos tiene que dejar de llorar para ponerse a toser.
-A ver si así te calmas, mequetrefe.
Aprovechando el caos, el Kevin y las alemanas se escabullen. Mi bisa no se entera de gran cosa, está muy entretenida sopeando un bolillo en su cuba y viendo el box.
00:51 a.m.
Durante unos instantes la casa queda sumida en un extraño silencio,
sólo se escucha el partido de box en la tele y a mi bisa diciendo
quedito “dale, pringao”. Parece que la fiesta ha terminado. Pero
entonces mi abuelo se arrellana en el sofá, da dos palmadas en el
asiento llamando a la abuela, y se dirige con autoridad al DJ.
-Andrés, quiero oír “Cielo rojo”.
Andrés tiene que hacer patente su rebeldía así que no pone “Cielo rojo” sino una de Mocedades, pero el abuelo no refunfuña. Vuelven a correr el whisky y el ron y Carlos empieza a aventarle restos de sopa a todo el mundo, muerto de risa. La fiesta no ha terminado, sólo ha entrado en su categoría sentimental.
01:24 a.m.
En cuanto termina el box la bisa me llama abriendo los brazos.
-Ven aquí, cariño.
Me da un poco de miedo su amor salvaje, así que me mantengo a una distancia prudente.
-Cuéntame, ¿cómo has estado?
Noto que la abuela, Rosaura y Cristina se van sentando junto a nosotras en la cama. Pronto sé que la pregunta es retórica; la buena llega a continuación.
-Ese muchacho tan serio que me abrió la puerta... es casado, ¿verdad?
Me enderezo como payaso de caja. Cristina, Rosaura y la abuela me miran en actitud de pijamada trágica. Otra vez sé que no hace falta que responda.
-No te operes nada –dice Rosaura.
-Tienes un busto muy bonito –refuerza la abuela.
No es el busto, es una gluteoplastia, pero no quiero dar
explicaciones. En lugar de eso, aventuro: -Nunca la va a dejar, ¿verdad?
Ninguna me responde pero las cuatro me miran con un silencio que me jala las pestañas hacia el colchón. Luego la bisa me empieza a dar palmaditas joviales en la pierna.
-Mejor para ti, hijita. Mejor para ti.
01:50 a.m.
Los tíos ponen “Bésame mucho” y todos cantamos. Yo lo hago parada
en la mesa de la sala.
01:56 a.m.
Cantamos “Algo contigo”.
02:02: a.m.
Cantamos “Toda una vida”. Mi abuela llora.
02:10 a.m.
Cantamos “Mediterráneo”. Lloran mis tíos.
02:19 a.m.
Cantamos “Si nos dejan”.
02:25 a.m.
Cantamos “Volver, volver”, “No volveré” y “Volver”. Devuelvo la
fabada en una maceta.
02:51 a.m.
Cantamos “Un mundo raro”.
02:59 a.m.
Cantamos “México lindo y querido”. Lloramos todos.
03:14 a.m.
De repente el tío Antonio se levanta, camina tambaleándose hacia el
teléfono y anuncia:
-Voy a llamar a mi hija.
Se hace un silencio como si mi tío se hubiera echado un pedo y luego dicho “Cristo es el Señor” en una sinagoga. Mi abuela se pone de pie.
-¿Estás seguro?
-Tranquis, Gallo –dice Andrés.
-Sabes que no tienes que hacerlo –refuerza Rosaura.
Me pregunto por qué tantas advertencias y se me ocurre que
quizá los parientes tengan restringido el contacto con los vivos cercanos, como en las películas de viajes en el tiempo, donde no se puede cambiar ni un pelo de lugar porque se despatarra todo el orden cósmico.
-¿Hola? ¿Cariño? –Antonio le sonríe al auricular.
Todos nos engarrotamos. La tensión se corta con espátula. Mi abuela se muerde las uñas y Cristina me pellizca el brazo.
-Óyeme bien, hijita, la vida puede parecer muy complicada, pero no es para tanto –continúa Antonio al teléfono. -Tú no confíes en nadie, pero sé amiga de todos. ¿Sí me entendiste, cielo?
Tras unos segundos, inesperadamente, Antonio cuelga. Se queda mirando a un punto en la pared, circunspecto.
-¿Qué te dijo? –suplica la abuela.
Antonio se prende un cigarro al revés. Lo apaga en un vaso de cuba sin gas. Enciende otro.
-Que me vaya a decirle guarradas a una de mi edad.
Andrés levanta los brazos, triunfal.
-Pues claro.
-¿Cómo que “pues claro”? –intervengo. Le acerco el teléfono a
Antonio. –Vuelve a llamarla.
-¿Qué no has oído? La niña cree que es un pervertido –gruñe el
abuelo.
-¡Porque son las tres y media de la mañana de un lunes y éste se
murió hace diez años!
-Vale. ¿Qué sugieres? –sonríe Antonio.
-Pues no sé. Explícale. Ve a su casa. ¡Tiene que saber que su
padre está en México! Digo, en el mundo... o lo que sea. ¡Y tu mujer! ¿No le piensas decir a tu mujer que estás aquí?
-¿Para qué? ¿Para que a la media hora se ponga con rollos igual que tú? –corta el abuelo.
Me quedo muda y me colapso en una silla, sin argumentos. El abuelo se va a la cocina y los demás también rompen filas con repentinas ganas de lavar trastes. Sólo mi abuela se queda junto a mí, y con infinita paciencia me dice:
-¿Has oído una frase que dice “dejen que los muertos entierren a sus muertos?”
-Sí.
-¿Has oído otra frase que dice “descanse en paz?”
Asiento.
-Pues ya está, chata. Es el único privilegio que nos queda.
03:46 a.m.
Saco una baraja para echar un continental. Mis tíos quieren apostar.
Me doblo de risa.
-¿Qué van a apostar si no traen un clavo?
-¡De prendas! –aplaude Cristina.
-Te me calmas, ¿eh? En mi casa no van a empezar los incestos,
para eso se van a otro lado.
-Se pueden apostar otras cosas –sonríe Andrés, enigmático.
-¿Cómo qué?
Andrés va por su chaqueta de entierro. Saca sus arras de
matrimonio del bolsillo derecho y las pone sobre la mesa. Esto puede
ponerse interesante.
04:22 a.m.
Antonio gana la primera ronda con una flor imperial. Se queda con las
arras de mi tío, el anillo de compromiso de Cristina, el reloj de mi
abuelo, mi Ipod, el dije de la Virgen de Covadonga de mi bisa, y se
arma una disputa por la pulsera de oro de mi tía Rosaura.
-Ah, no. Esa pulsera no se va a ningún lado. Esa pulsera es mía, ¿te enteras? –gruñe la abuela.
-No es tuya. Tú me la regalaste, mamá. Lo que se da no se quita.
-Haz lo que quieras.
-Pero no te pongas así.
-¿Y cómo quieres que me ponga? Las cosas que te he dado no
son para que las andes perdiendo en apuestas –finaliza mi abuela. -Exacto. Son para pudrirse en una tumba –digo riendo. Nadie
celebra mi humor negro.
04:37 a.m.
Al cabo de un rato el juego se pone un poco aburrido porque ya
nadie tiene nada qué apostar y sólo se trata de recuperar sus cosas. Al
tercer intento fallido por recuperar mi Ipod sugiero que juguemos a
otra cosa que no sean naipes.
-¿Cómo qué?
04:58 a.m.
Jugamos pintamonos. Termina pronto porque Cristina hace trampa y
Carlos se pone loco, rompe los plumones y raya la pared.
05:16 a.m.
Jugamos dígalo con mímica. Es un fracaso. Nadie conoce las mismas
películas.
05:38 a.m.
Jugamos periodicazo. Se pone demasiado violento.
05:45 a.m.
Recalentamos la cena y hacemos café.
06:10 a.m.
Me estoy cayendo de sueño. Quiero despertar pero entre el café y el
alcohol ahora sí me va a dar gastritis y el Kevin se llevó todas las
medicinas de la casa. ¿Habrá quedado algo de coca en el baño? Me
asomo. Hay unos restos de polvito blanco en el borde de la tina. Lo
junto todo con el dedo y lo chupo, pero me sabe a jabón.
06:14 a.m.
Al salir del baño me topo con mi abuelo, que va a entrar. Decido que
este es el momento de interrogarlo de una vez por todas, antes de que se me olvide cómo me llamo. Ahí mismo, junto al lavabo, disparo.
-Bueno, pero ya dime, ¿ustedes dónde viven?
Mi abuelo me mira con gravedad.
-¿Es un chiste, o qué?
No sé cómo reformular la pregunta.
-Está bien. ¿Existe Dios? Sólo dime eso.
-¿Y yo cómo voy a saberlo?
-¿Cómo que cómo? ¡Estás muerto!
-¿Y eso, qué?
Lo dice con una seriedad que me pone guangas las piernas. Si las respuestas no llegan con la muerte, ¿entonces cuándo?
-A ver, bonita, ¿tú qué pensarías de un Dios que un día se te aparece y te dice “ya está, llegó el momento, ahora mismo te lo voy a revelar todo”?
No tardo mucho en responder.
-Pensaría que me está tomando el pelo.
El abuelo alza las cejas, suspicaz, y con un educado empujón
me saca del baño.
06:33 a.m. Despotrico en la sala.
-¿Entonces qué? ¿No hay más que misterio? ¿Ya está? ¿Es eso lo que mueve a la humanidad? ¿Todo este pensar, discernir, descubrir, inventar, conquistar, querer, sufrir, destruir, crear, todo para tratar de desentrañar un misterio que nunca vamos a desentrañar? ¿El único sentido es el sinsentido? ¡¿Por toda la eternidad?!
Carlos me responde muy seguro: -Tienes polvito blanco en la boca.
06:45 a.m.
Hablan y hablan y hablan. Trato de seguirles el hilo y de vez en
cuando digo sí o no con la cabeza apoyada en el regazo de mi bisa,
pero el piojito que me está haciendo es hipnótico. En treinta y ocho
años bajo tierra ha crecido unas uñas formidables. Carlos ronca y
babea con un pie sobre mi pantorrilla, abrazado de su madre.
Alcanzo a escuchar nombres de futbolistas, de toreros, de presidentes,
de bailarinas exóticas, de cantantes, de gente con mi apellido. Huele
a tabaco, a naftalina, a comida, a humedad y a café. Lo último que
bordea mi conciencia son sus voces, francas y dulces, cada vez más y
más lejos.
07:40 a.m.
Despierto con la campana del camión de la basura. Mi primer
pensamiento entre el sueño y la vigilia es si me pongo los pants y bajo
la basura o dejo que se me junte otros tres días.
07:41 a.m.
Despierto del todo y se me encoge el corazón: no están los parientes.
07:42 a.m. ¿Dónde están?
07:43 a.m. ¿Lo soñé?
07:44 a.m.
No lo soñé. Hay indicios claros de su presencia. Primer indicio: han
dejado la casa limpia.
07:45 a.m.
Segundo indicio: En el refrigerador hay tuppers con sobras de la cena.
También hay una botella de Chivas a la mitad y unas tres cucharadas
de helado de cajeta.
07:46 a.m.
Tercer indicio: A mi chequera le faltan tres cheques.
07:47 a.m.
Sé que no van a volver. Me meto en la cama y me pongo a llorar.
08:13 a.m.
Estoy mareada y la cabeza me explota. Bajo por un café y me
desayuno lo que quedó de helado y un plato de arroz negro con
ensalada rusa.
08:48 a.m.
Entro al baño. En el espejo encuentro un dibujo de Carlos. Es una
bicicleta y abajo dice “nos vemos pronto”. Leo la frase unas diez
veces, dejando que la nostalgia por sus vidas vividas y por la vida sin
ellos me desguace.
08:59 a.m.
Leo la frase tres veces más, hasta comprenderla del todo. Después
despego el dibujo, lo doblo y lo guardo hasta el fondo de un cajón,
donde un día me dé mucha alegría encontrarlo, pero no tenga que
acordarme todo el tiempo que está ahí.