Hace ya varias semanas que murió Fidel, pero creo
que para hablar de Cuba nunca es tarde. El problema es que es difícil hablar de
Cuba sin hablar de Fidel, y lo segundo siempre es caminar en terreno resbaloso y
minado. Es caer en un "sí, pero..." eterno, en una espiral inútil y
desgastante enunciando aciertos para tumbarlos de inmediato con increpaciones,
críticas y razones poderosas. Y eso tiene una consecuencia inmediata y grave:
nos deja sin la oportunidad de echarle una mirada a Cuba y a los cubanos, analizar
qué ha pasado ahí los últimos cincuenta y siete años, y con suerte aprenderles
algo. Al fin y al cabo, con dictadura o no, están entre los países mejor
parados de Latinoamérica hoy en día: todos y cada uno de sus habitantes tiene
la salud gratuita garantizada y están alfabetizados; no hay bonanza pero
tampoco miseria, y su mínimo impacto ecológico es algo que, sin ir más lejos,
todos los que habitamos en este planeta deberíamos empezar a imitar, si no es
que agradecer.
Siempre dije, como mucha gente, que quería conocer
Cuba antes de que se muriera Fidel. Antes de hacerlo, como mucha gente, pasé varios
años oscilando entre el escándalo y la idealización. Oyendo a Silvio Rodríguez
y leyendo a Galeano por un lado, y viendo películas anti régimen como Fresa y Chocolate y Antes que anochezca, por otro. Había escuchado historias de que
todos los cubanos querían irse pero nadie podía, que si eras turista y
caminabas por La Habana se te lanzaban a morderte los tobillos, te pedían con
desesperación desodorantes, chicles o pantalones de mezclilla, y te ofrecían su
cuerpo o su madre a cambio.
Fui a Cuba por primera vez en el 2010 y nadie se me
abalanzó para pedirme desodorantes. Lo que sí es que me tomaron el pelo un par
de veces con los pesos convertibles cubanos, porque como turista te puedes confundir
con el tipo de cambio y hay uno que otro vivales que se aprovecha. Esa vez sólo
estuve en La Habana, y fue una experiencia corta pero muy intensa, de pasarme
los días con la cabeza literalmente revolucionada. Fui con mi amigo Oscar y
otro cuate, y además de alucinar con la ciudad atrapada en los años cincuenta,
con sus edificios intocados, algunos derruidos (sólo una parte de la Habana
vieja está restaurada), y los coches antiguos (almendrones) circulando por
doquier, nos llamó muchísimo la atención la ausencia total de publicidad.
Mientras que aquí en el "imperio" uno recibe un promedio de 3000
impactos publicitarios al día, en Cuba eso no existe, y lo cierto es que es
un descanso para los sentidos. Lo que sí hay es mucha frase revolucionaria
exultante de Fidel, Camilo Cienfuegos y de José Martí, repartida en vallas y
carreteras. La ciudad es muy limpia y funcional para el turista, con servicios
no excesivos pero suficientes. Recuerdo
que en aquella vacación todos los días comimos arroz con frijoles y yuca, cerveza
Cristal o Bucanero (sólo hay esas dos marcas); que la heladería más famosa de
la ciudad sólo tiene tres sabores, y que no pude sacar dinero porque no se me
ocurrió que Banamex era banco gringo, así que Oscarín me tuvo que financiar la vacación. Recuerdo
que el café era bueno y que fuimos a bailar a un lugar donde había una negra
espectacular en unos mini shorts blancos cuyas piernas eran tan largas que
parecía que iban a romper la pista, y ni mis amigos siendo gays ni yo siendo buga,
podíamos dejar de mirarla. Recuerdo, sobre todo, una tarde que me caminé sola
por todo el Paseo del Prado (se llama como el de Madrid) suspirando con la
hermosura de las fachadas y los árboles que las enmarcaban, hasta el malecón, en
medio de una luz indescriptible, y recuerdo que como todavía no existían las
selfies con celular, interrumpí a una parejita melosa para que me tomara una
foto con mi cámara. Una foto que ya no conservo, porque se fue en una
computadora que me robaron poco después (en México).
Malecón de la Habana |
Paseo del Prado |
Quedé prendada de Cuba, aunque un poco mareada de
tanto impacto (contra)cultural y tanta información. Oscar tuvo suficiente, pero
yo no. Volví dos años después, esta vez con Andrés, familia y amigos. En esta
ocasión sí salimos de La Habana. Estuvimos con nuestros amigos Adriana y Daniel
en Viñales, en el corazón de las plantaciones de tabaco, donde montamos a
caballo, fumamos puros y tomamos mojitos fabricados in situ, y luego nadamos en
el interior de una gruta al pie de los mogotes, unos cerros espectaculares, que
se me antojan un híbrido tepozteco y tailandés. Pasamos el último día del año
en Cayo Jutía, una playa caribeña de revista (aunque sin lujos) con una luna
diurna y bien redonda. La nochevieja fue rara, como lo son muchas veces las
nocheviejas en destinos vacacionales: la rumba se nos escapó, así que
terminamos deambulando por el malecón, que estaba lleno de trasvestis, y luego
en un antro de malísima muerte que olía a tabaco, sudor, rayos y centellas. Al
día siguiente, primer día del año 2011, Andrés, mi cuñado Pablo, Andrea e Inés
(que era entonces una bebé de año y medio) y yo abordamos un almendrón sin
suspensión y sin cinturones de seguridad que nos llevó en un viaje de seis
horas hasta Trinidad, una de las ciudades coloniales más viejas del continente,
de donde salió Cortés hacia México. Ahí también había playas, paseos en bici, y
unos balcones de madera y herrería de piso a techo con unos patios interiores atrapados
en el tiempo, y una plaza antiquísima (la más antigua de América) donde se bailaban
ritmos afro caribeños. Igual que en Viñales, nos quedamos en la casa de una
familia, que nos proveyó con tres comidas al día, ventilador y agua caliente.
En La Habana nos quedamos con un amigo cercano. Gabriel
no vive en Cuba, sino en Nueva York. Su papá es italiano y su madre cubana, y
él decidió hacer su tesis doctoral sobre Cuba, por lo que iba seguido a hacer
investigación. Nos quedamos en la planta baja de la casa de su madre (la parte
que el gobierno no expropió). Nos explicó que su tesis giraba en torno al
término "resolver" ("resolvel" con acento local), verbo
que alude a buscar las maneras de vender, comprar, conseguir, amañar o sortear
cualquier situación en la isla. Por ejemplo, para "resolver" lo del almendrón
que nos llevó a Trinidad, Gabriel se la pasó un buen par de horas tomando ron
en la terraza de la casa con su primo para que nos consiguiera el transporte, y
de paso unos puros para llevar a México. No se trata sólo de comprar o vender,
es una danza parsimoniosa y hay que saberse los pasos. Nunca olvidaré que
cuando pasamos una caseta, el conductor del almendrón, después de ofrecer una
explicación cantinflesca y encantadora de por qué traía a un cuarteto de
turistas y a una bebé de año y medio viajando con él (ya que claramente no tenía
permitido lucrar con ello) se despidió del policía diciéndole "te quiero,
papi".
Valle de Viñales |
¿Qué dicen los cubanos de Fidel y Raúl? Lancé el
anzuelo en varias ocasiones, con taxistas sobre todo, pero nadie lo pescó con
demasiado ímpetu, ni para bien ni para mal. Daban siempre respuestas genéricas,
casi ensayadas. Pero mentiría si dijera que no se respira una tensión constante
respecto a la figura autoritaria, cierta y presente. Gabriel nos contó que hay
una inteligencia central que domina en la isla y conoce cada uno de los
movimientos de sus habitantes. Y no me extrañaría, si Fidel sobrevivió como a 600
atentados de la CIA. Supongo que esto no es muy loable que digamos, pero no
difiere demasiado a lo que Snowden ya denunció en su día sobre la vigilancia
ciudadana en Estados Unidos y posiblemente en el mundo entero.
...Pero aquí me detengo.
No voy a gastar un minuto en tratar de defender ni justificar
a Fidel, porque no es mi interés ni el objetivo de este texto. Una sola cosa
tengo yo muy clara: Fidel no hubiera logrado NADA sin los cubanos. Fidel no
hubiera podido pintarle dedo al imperio más poderoso del mundo y aguantado un
bloqueo de esa magnitud si no hubiera tenido a ese pueblo pequeño, recio, noble
y valeroso a su lado. Gabriel nos
contaba que en los noventa, cuando cayó el comunismo en Europa, se quedaron sin
apoyo, y casi se mueren de hambre. Primero se comieron a los gatos y cuentan
que después hasta las alfombras. Aprendieron a autosustentarse, a autoabastecerse,
a sobrevivir... a "resolver". Nunca en mi vida había visto semejante
economía de recursos. En Cuba nada se desperdicia. Todos los cubanos son
expertos mecánicos porque han tenido que arreglar los mismos coches desde 1959.
Todo el mundo sabe componer electrodomésticos. En el campo hay lo necesario. En
la costa, también. Quizás en la Habana se puede decir que el turista es
privilegiado y que los lugareños viven mal, pero en el campo no hay truco. Yo
lo vi con estos ojos. En el campo la gente tiene sus casitas y rentan sus
cuartos, organizan paseos, la van llevando bien con el turismo. Se siente
pobreza pero no miseria. Tienen lo necesario. Y yo soy una creyente férrea de
la frase de que no es rico el que más tiene, sino el que menos necesita. Si
tienes poco, te preocupas por poco. Te liberas. "Things you own end up
owning you" dijo Tyler Durden en The
Fight Club. Yo estoy con él. Daría algo por no sentir los ovarios en el
cuello cada vez que no encuentro mi pinche iPhone, pero más de una vez me he
dado cuenta de que no soy capaz de desprenderme de él. Ese aparato me requiere,
me tiene sometida. Es terrible pero cierto.
En Cuba un médico especializado gana veinte dólares
al mes. Sí, veinte. Y eso ya es muchísimo. Suena escandaloso, por supuesto. Comida
y techo no le faltan, aunque obviamente no habrá salmón en su refri ni Crusli
en su despensa ni tendrá Fox Sports ni Wifi. Recuerdo que en Coppelia, la
heladería de tres sabores que mencioné antes, estábamos perplejos porque la
gente llevaba bolsas de plástico donde echaban, por debajito de la mesa, el
helado que pedían para supuestamente comérselo ahí. Como si compraran ahí el
helado para toda la familia y sus veinte
primos. Y uno podría llevarse la mano al pecho con un suspiro paternalista y
decir "pobre gente que no puede ir al súper, agarrar un carrito, y elegir
entre cuarenta marcas de helados exquisitos". Pero en serio, bien en
serio: ¿Eso es lo peor que le puede
pasar a alguien? El capitalismo se ha encargado de asegurarnos que sí. Pero yo
tengo mis dudas...
No sé ustedes, pero yo no sé qué prefiero. Que me
racionen el arroz, o vivir cuatro horas al día metida en un coche y ocho en una
oficina haciendo un trabajo que aborrezco, correteando los días hasta que llega
el fin de semana para cuando por fin llega, aplastarme frente a la tele o ir al
centro comercial y comprarme unos jeans que no me voy a poder poner hasta el siguiente fin de semana (porque entre
semana tengo que andar de traje) y una pantalla plana que firmé con la tarjeta
y que voy a estar pagando los siguientes dos años, tal vez con intereses
asfixiantes, porque si me quedo sin trabajo (que puede suceder en cualquier
momento) por tener que seguir pagando renta y gasolina para buscar otro
trabajo, me voy a ahorcar y no voy a tener cómo pagar. Y eso, sin contemplar niños.
Cuando hay niños, hay que multiplicar la angustia económica por el número de
miembros de la familia. Y empezar a contar otro tipo de historias de terror,
como madres y padres que están lejos de sus hijos doce horas al día para poder trabajar
y darle de comer a los hijos y a las nanas que se los cuidan.
Y muchos me responderán: pero los trabajadores del
mundo "libre" al menos tienen la libertad de elegir. ¿En serio la
tienen? Estamos en un sistema que no perdona no tener dinero. Si no tienes dinero,
además del famoso "estátus", no puedes acceder a las cosas más
básicas. Punto. No nos engañemos. Aquí no hay salud ni educación públicas, mis
cojones. Sin dinero no te operas un cáncer ni te haces una diálisis a tiempo; no
estudias ni te montas una carrera ni un oficio.
Te pudres. Y si a balseros escapando a Miami vamos, echemos números a
ver cuántos mexicanos se largan de aquí a la semana para tener una vida
digna.
Hay quien me dirá: se te hace fácil ensalzar e idealizar a Cuba porque fuiste de turista. Báncate una semana como ellos. Formados media hora para subirse a una guagua, con una canasta básica raquítica, teniendo que recursearse cualquier cosa, un poco de aceite, una barra de chocolate, una tele. La verdad es que lo haría, por lo menos para adquirir habilidades y no ser una inútil como lo soy, que no sé ni plantar un jitomate.
Hay quien me dirá: se te hace fácil ensalzar e idealizar a Cuba porque fuiste de turista. Báncate una semana como ellos. Formados media hora para subirse a una guagua, con una canasta básica raquítica, teniendo que recursearse cualquier cosa, un poco de aceite, una barra de chocolate, una tele. La verdad es que lo haría, por lo menos para adquirir habilidades y no ser una inútil como lo soy, que no sé ni plantar un jitomate.
¿Saben qué vi en Cuba? Música. Por todos lados hay
música. Por todos lados hay niños con uniforme de escuela, caminando en las calles. Viejos en mecedoras al sol,
aunque sea afuera de portales desvencijados. Señores discutiendo acaloradamente
en las plazas, hablando de béisbol. En Cuba hay dos marcas de cerveza y dos de refresco. Negros y mulatos. Tabaco. Ron. Café. ¿Quién puede
pedir más? Los imperialistas codiciosos y envidiosos se encargaron de decirle a
todo el mundo que los cubanos necesitaban más, que vivían fatal y había que
salvarlos de las garras la miseria. Pero no eran los cubanos los que
necesitaban más. Era y es el resto del mundo, somos nosotros, los que
necesitamos más y más y más. Más canales en la tele. Más marcas. Más zapatos.
Más juguetes. Más pasillos en el súper. Otro sabor exótico. Otra cualidad
sobrenatural en el shampoo. Otra etiqueta de "nuevo" en un producto gastado.
Con hambre de algo que ni siquiera podemos nombrar.
En Cuba no hay ni yonquis en las esquinas, ni niños
hambrientos en los camellones, ni vagabundos ni locos ni esa clase de miseria
que existe en los países capitalistas. Esa miseria desposeída, desoladora y solitaria.
Los cubanos no saben lo que es eso. Están juntos. Tienen un profundo sentido de
identidad. Son listos, echados pa'lante, guapos, sabrosos, sensuales,
musicales. A veces pueden ser medio azotados, como si el mundo se las debiera,
y las cosas se hacen a su manera. Son dignos. El "servicio a cliente"
no está en su vocabulario ni en su sistema. Son recurseros, envolventes,
endulza orejas. Y no podían ser de otro modo: cada cubano es su propio
publicista. Lo que sí es que no tienen mucha imaginación culinaria. Tina, la
señora octogenaria que ayudaba en la casa de Gabriel, y que es santera en sus
ratos libres, estaba escandalizada de que mezcláramos los frijoles con el huevo
revuelto. Pero son gente candorosa y directa a la que dan ganas de aprenderle
algo, todo el tiempo, en cualquier intercambio. Un paso de baile, un ritmo o un
acorde, un conjuro, una ocurrencia, un movimiento del cuerpo. Todo lo que
recuerdo de Cuba es, en fin, tierno, orgulloso y estimulante. Tengo por ahí
arrumbado un buen trozo de corazón.
La revolución y el régimen de Castro no funcionaron
para todos los cubanos, desde luego. Hubo muchos que no se la compraron y que
no soportaron vivir así, y se largaron. Está bien. Otros se quedaron. Esos son los que despidieron a Fidel como lo
hicieron: a raudales (a menos que Peña Nieto les haya mandado camiones de
acarreados o que los cubanos tengan una vena masoquista del terror, cosa que dudo).
"Cargue con su pesao", reza la leyenda de la Bodeguita del Medio. Y
yo intuyo que el del cubano no es un "pesao" como nos lo imaginamos,
o como nos lo contaron. Quizá para algunos sí, pero no para la mayoría.
El mundo critica la revolución. Si el día de hoy
tenemos derechos laborales, y nos pueden echar del trabajo al menos con una
liquidación, es gracias a revoluciones como la cubana, que tanto nos entripan;
si las mujeres podemos votar es gracias a que nuestras abuelas, en su día,
obstruyeron los congresos y las avenidas. A Cristo lo crucificó el imperio de
su tiempo. Cuba es una obra inacabada, inconclusa. Hay que pensarlo un minuto
antes de ponernos defensivos y empezar a despotricar sin ver lo positivo en
cualquier intento de lucha social, por el terror de perder nuestra ridícula
parcelita de privilegios. Si no apoyar, cuando menos hay que tratar de entender
las revoluciones, viendo tanto lo positivo como lo negativo que generan (como
hay que verlo en todo), porque por
fallidas que sean, gracias a ellas hemos ganado derechos y vamos caminando un
poco para adelante. Hasta la revolución industrial, de la que se ha desprendido
esta borrachera colectiva que nos tiene viviendo entre ríos de cosas, de basura
y de chatarra, le ha dado sus cosas positivas a los habitantes de este globo
oxigenado, perdido en la inmensidad del universo.
En el avión de regreso del segundo viaje a Cuba
lloré un buen rato. Sabía que a esa Cuba, exactamente así, no la iba a volver a
ver. Y es que esa isla es una perla en este mundo. El último resabio contra la
embestida del neoliberalismo rapaz, el único rincón que logró resistir al
saqueo del que todos los países capitalistas hemos sido víctimas, anestesiados
con la falsa ilusión del consumo. A diferencia de otros territorios marcados
arbitrariamente por fronteras inventadas, Cuba está aislada, contenida en sí
misma. Y son fuertes porque su gente sabe que sólo se tienen los unos a los
otros para sobrevivir. Dicen que el cambio siempre es bueno. Lo único que me reconforta
ante la apertura de la isla (que no es más que abrirle la puerta al monstruo,
aunque lo digamos con eufemismos), es saber que esa gente está educada,
alfabetizada. Y su idealismo fraguado en acero les va a servir para no dejarse
tan fácil y para transmitir su legado de resistencia, trabajo, amor a la tierra
y dignidad. Quizás así se logre conservar un bastión heredable para el resto de
la humanidad, cuando las cosas se pongan realmente difíciles. (Y se van a poner. Eso todos lo sabemos aunque
tratemos de ignorarlo).
Por lo pronto, hay algo que sí me queda muy claro y
es que es indispensable que los latinoamericanos nos busquemos otra vez, nos escuchemos
y nos reconozcamos. Creo que en México eso nos urge: dejar de ver tanto hacia
el norte, y empezar a ver más hacia el sur. Allá arriba no hay mucho más qué
mirar ya.
Hace unos días platicando de todo esto con Linda, mi analista (canadiense de setenta y pico años) dijo que a ella se le cayó por completo el ideal de la revolución Cubana y el "hasta la victoria siempre" que en su día cimbró al mundo entero, cuando se enteró de que Fidel albergaba misiles rusos. Lo decidió él solo, sin consultar a su pueblo. Y educó a su pueblo sin que ninguno pudiera siquiera apelar a gobernar en su lugar. Me parece tristísimo que por la torpe ejecución de un solo hombre y sus cuestionables decisiones, ese resplandor de esperanza que la revolución cubana inyectó al mundo, se pierda. Porque esa esperanza es lo único que puede salvarnos. Bajo la forma y las condiciones renovadas que decidamos darle. Pero nunca debemos volvernos cínicos y abandonar la idea de que podamos vivir con más justicia y con más libertad.
¿Y qué carajos es la libertad? Lo he estado pensando
mucho. Creo que la libertad siempre es libertad de elección. De poder decidir
si uno se queda donde está o abre la puerta y se sale. La cualidad intrínseca
de la libertad es elegir. A mí me encanta ir a un restaurante, abrir la carta y
elegir un plato. Elegir unos zapatos. Elegir a dónde viajar. Pero la
libertad no puede ser sólo libertad de consumo. Así lo hemos entendido con
el capitalismo y eso ha implicado que muchos empeñen su vida entera y sus días
sean una miseria hueca y automatizada, con tal de poder "elegir" qué
"TENER". (Hay otros a los que les va peor, y se suicidan porque se la
pasan jornadas eternas fabricando teléfonos y piezas de ropa que nunca se van a
poder comprar).
Creo que si tuviéramos que enfocar esfuerzos para
una nueva revolución, tendría que ser buscando que todas las personas tengan la
libertad no de tener, sino de HACER lo que amen hacer, cada día de sus vidas. Pienso
que tanto el socialismo como el capitalismo han fracasado porque son esquemas
cuyos objetivos siempre van enfocados a que la gente "tenga". Mucho o
lo justo, como sea. Pero eso siempre va a terminar siendo inequitativo. Cuando
hablo de hacer lo que cada quien ame, es fácil pensar en aplastarse en un
sillón a tragar y a enajenarse con series y videojuegos. Ese sería el escenario
ideal del "hacer" que nos pintaría el capitalismo. Pero el verdadero
hacer humano siempre es un hacer por y para el otro. Pintar, actuar, curar,
construir cosas, fabricarlas, cultivarlas. Trabajar con nuestras manos, usarlas
no sólo para cobrar cosas y pagarlas. Y es que el dinero puede ser un asset huevón. Puedes trabajar un montón
por ello o puedes no trabajar nada, si tuviste la mala suerte de nacer rico. Y
digo la mala suerte porque no he conocido gente más jodida y más infeliz que la
que no ha tenido que mover un dedo por nada en toda su vida. Lo que nos
recuerda Cuba es que las cosas no las resolvemos nunca solos, aislados. Nos
recuerda que si salimos adelante, es siempre junto con el otro. En comunidad. Y
la comprensión profunda de que el bienestar del otro también es el de uno. Si
la gente recobrara ese sentido de hacer con sus manos y de buen ánimo para los
demás, tal vez voy a sonar naive,
pero creo que muchos de los problemas que nos aquejan se resolverían por
añadidura. Pienso que la ecología ha fallado porque ha estado muy basada en la
culpa. Y no puede ser de otra manera: SÍ nos estamos cargando al planeta y no
hay manera de hacerlo sonar bonito ni atractivo. Pero el cuidarnos los unos a
los otros nos pondría en la sintonía de cuidar lo que nos rodea, y no nada más
a nosotros mismos, con lo cual sería más natural tomar las medidas cotidianas
para durar más en esta Tierra. Al amar lo que hacemos, no nos sería tan necesario
consumir cosas para sentirnos completos, lo cual se traduciría en envidiar menos
lo que tienen los demás, en codiciar menos (codiciar es el verbo clave y
central de todos nuestros males) y eso reduciría el crimen. Y a nivel personal
(aunque todo lo anterior lo atañe), al vivir con un propósito y con un sentido
claro e inmediato, no tendríamos que estar filosofando en torno al sentido de
nuestra existencia, ni buscando consuelo en fármacos ni en terapias express. (Estoy
enunciando en tres patadas un tema que requiere muchísimo más desarrollo, pero
la idea por lo pronto es plantearlo, a partir de lo que Cuba inspira a bote
pronto). Michel Domit dijo que vivimos entre el hacer y el tener, que nos falta
el ser. Yo pienso que en realidad no hay ser sin hacer. Y si yo tuviera que
emprender una causa, hoy por hoy, lucharía por eso: porque todos puedan hacer
lo que elijan. Todos y cada uno de los días de sus vidas. Estoy convencida de
que esa es la única vía de salida que tenemos.
Y esta idea, igual que la revolución Cubana, es una
utopía. Pero esa es la naturaleza de las utopías: uno no las
"alcanza": avanza hacia ellas. Como dijo Galeano, sirven para
caminar. Lo más grave de una utopía, es no tenerla. Lo creo en lo más hondo de
mi corazón.
Y para terminar, un regalito:
....
Los padres habían huido al norte. En aquél tiempo, la
revolución y él estaban recien nacidos. Un cuarto de siglo después, Nelson
Valdés viajó de Los Angeles a La Habana, para conocer su país. Cada
mediodía, Nelson tomaba el ómnibus, la guagua 68, en la puerta del hotel, y se
iba a leer libros sobre Cuba. Leyendo pasaba las tardes en la biblioteca José
Martí, hasta que caía la noche. Aquel mediodía, la guagua 68 pegó un
frenazo en una bocacalle. Hubo gritos de protesta, por el tremendo sacudón,
hasta que los pasajeros vieron el motivo del frenazo:
Una mujer muy rumbosa, que había cruzado la
calle. —Me disculpan, caballeros —dijo el conductor de la guagua 68, y se
bajó. Entonces todos los pasajeros aplaudieron y le desearon buena suerte.
El conductor caminó balanceándose, sin apuro, y los
pasajeros lo vieron acercarse a la muy salsosa, que estaba en la esquina,
recostada a la pared, lamiendo un helado. Desde la guagua 68, los
pasajeros seguían el ir y venir de aquella lengüita que besaba el helado
mientras el conductor hablaba y hablaba sin respuesta, hasta que de pronto
ella se rió, y le regaló una mirada. El conductor alzó el pulgar y todos
los pasajeros le dedicaron una cerrada ovación.
Pero cuando el conductor entró en la heladería, produjo
cierta inquietud general. Y cuando al rato salió con un helado en cada
mano, cundió el pánico en las masas. Le tocaron la bocina. Alguien se
afirmó en la bocina con alma y vida, y sonó la bocina como alarma de robos
o sirena de incendios; pero el conductor, sordo, como si nada, seguía
pegado a la muy sabrosa.
Entonces avanzó, desde los asientos de atrás de la guagua
68, una mujer que parecía una gran bala de cañón y tenía cara de mandar.
Sin decir palabra, se sentó en el asiento del conductor y puso el motor en
marcha. La guagua 68 continuó su recorrido, parando en sus paradas
habituales, hasta que la mujer llegó a su propia parada y se bajó. Otro
pasajero ocupó su lugar, durante un buen tramo, de parada en parada, y
después otro, y otro, y así siguió la guagua 68 hasta el final.
Nelson Valdés fue el último en bajar. Se había olvidado de la
biblioteca.
Eduardo Galeano
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