EN EL VIAJE
Presentación
11 de septiembre / 4 diciembre 2019
A mí siempre me gustó la fiesta.
Desde las tertulias con guitarras flamencas que mis papás organizaban en casa y
las navidades donde correteaba con mis primos mientras los grandes se fumaban
varias copas en el puro chisme. Esperaba tanto mis fiestas de cumpleaños que
lloraba sin consuelo cuando se terminaban. En la adolescencia entré a una
estudiantina. Fue una movida maestra porque hacía algo aparentemente ñoñísimo
pero en realidad implicaba estar de reventón con mis amigas todos los fines de
semana, consumiendo dos de las drogas más duras que existen: Marlboro y Coca
Cola.
Colonias de Vacaciones era un
voluntariado laico donde llevar niños sin recursos de campamento era más bien
el pretexto para echar relajo con otros cuasi adultos. Los retiros católicos en
los que participé, también se trataron de eso más que de transmitir la fe.
Recuerdo mi primera noche de
reventón fuerte. A la batuta iban mi hermana y mi cuñado. Empezamos en el Bar
León y acabamos en el Copa Cabana a las seis de la mañana. Yo tenía diecisiete
años y quedé enganchada al baile de por vida.
Creo que además de la
fiesta, a mí siempre me gustó juntarme con los malos, con la gente que se sale
un poco de la raya a la hora de colorear sus vidas. Mi hermana por ese entonces formaba parte de
los malos de la casa, cosa rara porque ella siempre ha sido muy responsable,
pero creo que era la mala básicamente porque desde muy joven fue dueña de su
vida.
A propósito de
colorear, yo tenía una tía abuela obsesionada con el color verde. Lo
consideraba de pésimo augurio, lo asociaba a una larga lista de tragedias
familiares y lo evitaba a toda costa. Era una tía muy religiosa con la que
pasaba muchas tardes y que me obligaba a rezarle el rosario a unas estampitas
con santos, y creo fue por ello que, inconscientemente, el color verde ha sido
el matiz de mis rebeliones. Todo comenzó el día de la boda de otra de mis
hermanas, que se casó con un gringo y se fue a Estados Unidos para siempre. Yo
tenía seis años y estaba muy enojada. Por la partida de mi hermana y porque
coincidió con que mi papá también había dejado la casa, apenas unos días antes.
Así que la tarde de la boda resolví ponerme a correr por el jardín, y al diez
para salir a la iglesia, caerme de boca y embarrarme todo el vestido de
pajecita con el verde esplendoroso del pasto recién cortado.
Con la partida de mi
hermana y visitándola en Louisiana cada verano, comenzó mi otra afición: los
viajes. Entre fiestas, viajes y malviajes pasaron muchos años, hasta que conocí
al hombre más fiestero de Tizapán. Juntos seguimos en nuestra rebelión verde.
Hasta un coche verde nos conseguimos. Y luego una carriola verde y una pañalera
verde y un huerto clandestino.
Cuando mi chico y yo todavía
enfiestábamos, antes de las carriolas y las pañaleras, corría el año del año
2012 y estábamos bailando junto con otras mil personas a la orilla del mar, en
Tulúm. Era el amanecer del día en que supuestamente se iba a acabar el mundo,
un fiestón donde todos a mi alrededor estaban en un estadazo de tal calibre que
decidí que al regreso, tenía que hacerme unas cuantas preguntas al respecto.
Cuándo, cuánto, con quiénes, cómo, por qué unos sí, por qué a otros no. Y me
sentía compelida a hacerlo porque las sustancias psicoactivas habían marcado mi
historia familiar por diversos frentes.
Ahí se me ocurrió esta novela,
pero cuando decidí que tenía que
escribirla estaba en la cara opuesta del espectro vital. Había tenido a mi bebé
unos meses antes y estaba a punto de ser operada de emergencia de la vesícula.
Y estaba muerta de miedo. No tanto por ser operada como por haberme convertido
en madre. Me costó mucho trabajo reconfigurarme en ese nuevo estado de ser.
Sola en ese cuarto de hospital, con ayuno de 48 horas, fue que decidí que tenía
que hacer ese nuevo libro y que todo él iba a ser una fiesta desenfrenada como
las que seguramente no volvería a tener. Fue la mejor salida que se me ocurrió
para mitigar la nostalgia, la angustia y el temor al cambio.
Casi todos tenemos en
nuestro haber alguna anécdota relacionada con las llamadas "drogas".
Desde una borrachera épica hasta las risas incontrolables del primer porro, o
la simple curiosidad por probar algo diferente. Las sustancias existen en el
mundo desde siempre, y su uso, en el mejor de los casos, responde a la
inquietud humana y su deseo de explorar un poco más allá de sus límites. El
abuso es otra cosa. Las adicciones son un mal de nuestro tiempo y tienen que
ver más bien con nuestras formas complicadas de relacionarnos con el consumo. Y
en este sentido uno puede hacerse dependiente a muchas cosas: a las drogas, al
azúcar, a la tele, a los likes... la lista es tan larga como la complejidad
humana.
Yo quise explorar todo esto en el
contexto de una etapa de la vida, los veintes, en la que uno está
experimentando con todo, no sólo con sustancias, sino con las primeras
relaciones amorosas y los primeros viajes, buscando cómo ejercer nuestras
pasiones, insertándonos en la libertad plena de la adultez, cuando al mismo
tiempo esa adultez nos exige estar "formalizando" más que nunca en
nuestra existencia. Produciendo y reproduciéndonos. Poniendo los pies en la
tierra cuando lo que uno querría es estar volando todo el día.
Yo tuve una adicción muy fuerte a
la nicotina. Han pasado ocho años y hasta hoy no sé bien cómo conseguí librarme
de esa trampa hedionda y espantosa. Sé que el tabaco suena a pecata minuta cuando existen cosas tan
feas y adictivas como la heroína, pero cuando te enteras de que son 70 mil personas las que mueren al año por
sobredosis de opioides, y que el tabaco mata a 7 millones -o sea, cien
veces más-, y que será la primera causa de muerte en el mundo el año próximo,
te das cuenta de que nuestra percepción de ciertas cosas no sólo está fuera de
foco, sino que es muy peligrosa.
Cuando yo era niña y adolescente,
crecí viendo a los adultos fumarse dos cajetillas al día y beber sin moderación
en las sobremesas, pero los "marihuanos" de la cuadra eran unos
indeseables de los que había que cuidarse. Fui creciendo y conociendo diversos
marihuanos muy apreciables, y me fui dando cuenta de que el abuso en el consumo
es solamente un síntoma. Un síntoma de nuestros huecos, de nuestros tiempos frenéticos
donde siempre falta o sobra el dinero y siempre se nos escurre el tiempo y de
pronto no sabemos bien cómo relacionarnos los unos con los otros.
Simón Brailowsky contó en su fabuloso libro "Las
sustancias de los sueños", que a principios de los ochenta en San
Francisco comenzaron a presentarse varios casos de Parkinson en población muy
joven. Curiosamente, todos eran adictos a la morfina. Rascándole, se dieron
cuenta de que a todos les habían vendido una morfina apócrifa que les estaba
friendo las neuronas de la zona negra del cerebro.
Cuando leí este caso investigando
para la novela, el corazón me dio un vuelco. Un primo mío muy querido murió
hace unos años por fumar heroína adulterada. Tres conocidos suyos fallecieron
el mismo fin de semana. Si bien tenía una adicción y una vida muy complicada
desde hacía mucho tiempo, no tendría por qué haber tenido ese desenlace si su
"fix" hubiera sido uno de calidad controlada. Pero no podía serlo
porque es ilegal.
Y el desconocer la proveniencia y
la calidad de las sustancias es sólo uno de los grandes peligros asociados a su
prohibición. Otro es que te metan a la cárcel a los 18 y te destrocen la vida
porque te agarraron con un churro, o ser un tipo desesperado y que te maten
mientras estás sembrando o traficando para sobrevivir. Es precisamente la
prohibición del consumo lo que mantiene este negocio criminal y sangriento en
bonanza. Esa es otra insensatez en la supuesta lógica del mundo, y es el gran
absurdo de esta guerra contra la libertad.
No quiero decir que los
psicotrópicos sean para todo el mundo ni pretendo promover su consumo. Sólo
digo que es uno mismo quien debería determinarlo. Y que la base para hacerlo
debería ser la regulación, porque la criminalización a todas luces ha
fracasado.
Hay otro factor de muy mal pronóstico a la hora de acercarse a las
sustancias: hacerlo no por ganas, sino por miedo.
Yo empecé a fumar tabaco por miedo. Siempre
detesté el olor del humo y de niña conminé a mis padres a dejarlo cientos de
veces. Pero a mis trece años compré una cajetlla de Viceroy en la papelería de
la esquina porque fumar anteponía algo entre mí y el mundo en días en que yo
adolecía de muchas cosas, pero sobre todo de aplomo. Con el tiempo comprendí
que la historia de adicción de cuarenta años que sufrió mi padre, también se gestó
en el terreno del miedo, concretamente en el terreno del deber ser, sin hacer
una sola parada por lo recreativo ni lo lúdico.
Dediqué tres novelas previas a
ésta para explorar la adolescencia pero sobre todo, la construcción de la
autonomía. "En el viaje" sigue siendo un viaje hacia el interior, y
por los complicados caminos a través de los cuales vamos configurando nuestra
libertad.
Mi hijo Esteban tiene cinco años y
tenía tres cuando empecé a escribir este libro. Fue muy raro estar sumergida en
temas de libre albedrío cuando su papá y yo nos pasamos todo el día poniendo
altos y reglas y subrayando nuestra autoridad. Pero creo que la clave está en
el fraseo. No es lo mismo decir "te puedes caer" a decir "te vas a caer". No es lo mismo una
advertencia que una sentencia. La advertencia conlleva una posibilidad de
elección. Y la única manera de pintar una raya entre el uso y el abuso de
cualquier cosa, es conocer nuestros propios límites.
Este libro se trata de un grupo de buenos amigos, de cómo lidian con su
deseo y con sus fronteras, y cómo se las arreglan con lo prohibido. La historia
se cuenta a través de las fiestas donde van escribiendo su
historia en común. Y es que la fiesta es un espacio en donde, justamente, se
puede ser un poco “malo". Pero por sobre todo, es un espacio donde uno se
va narrando. Elaborando las experiencias propias y generándolas con tus amigos.
Esa familia elegida que se va haciendo tu referente de vida, tu mapa. Mi cuñado lo dijo con una frase
bellísima y precisa:
Nuestras vidas son finalmente una geografía emocional labrada con el
punzón de nuestros encuentros.
Hay otra frase que me encanta y
que le escuché por primera vez a mi mejor amiga: "Crecer es
desdecirse".
Lo que los personajes de esta
novela están haciendo es justamente desdecirse de todo. No dar nada por hecho.
Y en mi experiencia, se trata de un proceso que se repite contínuamente en la
vida. Cuando estaba por tener a mi hijo, llevaba varios lustros en
psicoanálisis, había pasado por muchos obstáculos y pérdidas y pensaba que ya
lo sabía todo de mí. Con la maternidad se presentaron visicitudes completamente
inesperadas y lo que me salvó no fue la firmeza en mis estructuras sino lo
contrario: la capacidad de ser maleable y permeable. El abandono a la
incertidumbre y por única brújula, el deseo ferviente de que ese ser continuara
vivo y yo pudiera cuidarlo.
Por esos días, recuerdo haber
leído en alguna parte que las cosas que valen la pena, cuestan trabajo. Eso me
reconfortó. Esta novela me costó más trabajo que nada de lo que he escrito y a
la vez nunca escribí algo con tanta necesidad y con tanta urgencia. Mi
compañero estuvo ahí, y mientras me ayudaba a desenredar los hilos de esta
historia, estábamos en la otra difícil narrativa de convertirnos en padres. No teníamos idea de
cómo se hacía eso. Y descubrimos juntos que se hace sobre la marcha, igual que
se escribe e igual que se vive. Haciéndolo mucho, todos los días. Dejando que
los misterios se vayan revelando por sí solos y dejándonos asombrar por cada
uno.
"Not all those who wander
are lost", escribió Tolkien. No todos los que vagan, están perdidos.
Lo malo es que en el camino me he
ido haciendo amiga de puros vagos, lo cual es problemático porque la mayoría se
han movido y están dispersos por el mundo. Lo bueno es que casi todos nuestros
viajes consisten en visitarlos.
Mi rebelión verde llevó a los
siete personajes de esta novela a ir en busca de un cacto que crece en el
desierto mexicano. Contrario a otros libros que hablan sobre el peyote y
que parten de lo místico y lo mágico, yo quise acercarme desde lo mundano. Se trata de una planta
psicodélica, es decir, que ayuda a viajar por otras esferas de la conciencia y
la percepción. En el caso del peyote, la principal sustancia activa es la
mescalina. Cabe aclarar que no todas las sustancias se relacionan con la
conciencia y con la percepción. Algunas sirven solamente como estimulantes, por
ejemplo; o para dormir mejor. Esta planta hace precisamente lo contrario:
despierta.
Escribió Octavio Paz sobre los psicodélicos:
Son un desafío a
las nociones que justifican nuestro diario ir y venir. El alcoholismo es una
infracción a las reglas sociales; todos la toleran porque es una violación que
las confirma. En cambio, el recurso a los alucinógenos implica una negación de
los valores sociales y es una tentativa por escapar de este mundo y colocarse
al margen de la sociedad. [...] Puede entenderse ahora la verdadera razón de la
condenación y su severidad: la autoridad no obra como si reprimiese una
práctica reprobable o un delito sino una disidencia. La autoridad manifiesta un
celo ideológico: persigue una herejía, no un crimen.
¿Cuál es la heregía del peyote? No
puedo hablar por otros, porque la experiencia del viaje siempre es subjetiva.
A mí me recuerda que nuestras
vidas no dependen tanto del trabajo, del dinero, de la estabilidad ni de la
productividad. Dependen más del olor a café, del tacto del amado, de la palabra
que nos empaña los ojos. De cosas que no se pueden explicar.
Me confirma que lo sagrado no
tiene que ver con credos ni con dogmas porque no tiene que ver con nada a lo
que se pueda acceder con la razón o con la conciencia. Y que como dijo Wilde,
el verdadero misterio está en lo visible, no en lo invisible.
Que el amor es quien nos mueve. El
amor que sigue y sigue y se transforma, en silencio y sin adjetivos. El amor por
los nuestros. Los de antes y los que vendrán.
Esa es la heregía. Recordar que
dentro de ciento diez años,
ninguno vamos a estar aquí. Van a estar otros. Pero ahorita estamos los que
estamos, trenzados al mismo tiempo, en ésta, nuestra única fiesta. Ésta es la
época dorada del mundo. Ésta y ninguna otra. Estamos vivos y mientras lo
estemos, somos invencibles ante la muerte.
Así que por nostalgia,
por mis hermanas, por mi padre, por mi primo, por el verde, por mis amigos, con
mi compañero y por mi hijo, y por otras cosas que seguro no sé que sé, fue que
escribí este libro. Pero sobre todo, lo escribí porque hay días en que estoy
segura de que vamos a desaparecer como especie y que además nos lo merecemos; y
otros en que confío en que prevaleceremos y un día sabremos qué diablos hacer
con esta bendita y maldita conciencia de nosotros mismos. En esa tensión
constante vivo y escribo. Pero al menos en la ficción uno puede contarse el
mundo que le gustaría.
Pierre Teilhard de
Chardin, un hombre espiritual que nunca encajó en los moldes institucionales, lo
describió muy bien:
"Llegará
el día en que después de aprovechar el espacio, los vientos, las mareas y la
gravedad, aprovecharemos la energía del amor. Y ese día, por segunda vez en la
historia del mundo, habremos descubierto el fuego."
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