Foto de @bamboquiri |
El poder genera miedo en el entorno, amenazas, terror, para luego hacer creer a la gente que sólo el mismo poder puede protegerlos y así mantener el control sobre la población. Es la fórmula que ha repetido el gobierno gringo consistentemente a lo largo de ciento veinte años. Cuando no son los comunistas, son los terroristas; cuando no son los negros son los latinos. Y son tan perversos que ahora crearon al enemigo perfecto y está... ¡dentro de sus propias filas! Mientras Trump se dedica a hacer escándalos aberrantes que tienen a la mitad de la población espantada, el gobierno que actúa detrás se deslinda de todos los acuerdos a favor del cambio climático y destinan todos los recursos al armamento nuclear. Y al mismo tiempo, Trump se reviste para sus votantes como el gobernante fuerte, chingón, que tiene los pantalones bien puestos y que los va a defender a todos… ¿de quién? ...Ya ni se sabe. Sea como sea, la fórmula está funcionando a pedir de boca. Y como siempre, funciona sólo para unos pocos. Porque cualquier estrategia de esta índole funciona a costa de llevarse de calle a los mismos de siempre: a los de abajo.
De todos los avatares de mi vida adulta, creo que de las cosas que me han costado más trabajo es la coordinación del trabajo doméstico. Desde que nos mudamos a un departamento con cuarto de servicio y comenzamos a contratar personas que vivían aquí y que tenían libres los fines de semana, comenzó una racha extraña con una rotación de personal notable y conmigo ostentando un humor del diablo. Con el tiempo comprendí que yo no me sentía cómoda con ese esquema. No me gustaba tener trabajando aquí a mujeres que dejaban hijos en sus casas, cuidados por otras personas, mientras en ésta hay un niño chiquito que probablemente se los recordaba. Hay quien lo llama culpa burguesa, y puede ser, pero saberlo no me servía de nada. Y cada vez que otra chica se iba sin decir agua va, me acordaba de mi madre, hija de sus padres, inmigrantes españoles que por lo visto fueron buenos patrones y queridos por sus empleados, pero que siempre los trataron con un aire de superioridad y condescendencia. Una de las frases que mi madre solía repetir era “así es esta gente”. Lo de esta gente siempre me sacó ronchas, me parecía terrible. Pero entonces empecé a ser empleadora doméstica y entre escapismos, informalidades y escenas dramáticas con llantos y frustraciones propias de un melodrama de Televisa, no hacía más que corroborarlo. Era muy frustrante para mí porque la verdad es que como jefa no soy mala. Pero en esta área de la vida nomás no me hallaba. Me sentía actuando todo el tiempo, como impostada. Me sentía una mala persona y una estúpida al mismo tiempo, todo el tiempo. Hasta que llegó Mati. Con el factor decisivo de que no vive en la casa, viene sólo tres veces por semana. Creo que eso me ha dado paz mental. Mati tiene cinco hijos y cinco nietos, es muy chaparrita, me recuerda mucho a la abuela de las Trillizas de Belleville. No alcanza las estanterías de la cocina ni las repisas altas. Siempre llega tarde y nunca acaba a tiempo “su quehacer”. Vive en Iztapalapa pero es de Oaxaca. Cada vez que va a su pueblo nos trae algo: tortillas, una canasta, un recipiente de barro. El otro día llegó a nuestra casa con un tupper con frijoles que había preparado en la mañana. Es platicadora, cariñosa y además de su trabajo, nos ha dado su amistad. Saca lo mejor de mí, me hace querer quererla, sin temer que un día nos pueda aplicar un Houdini, ni confirmar que así es “esta gente”. Y si lo hiciera, me daría igual. Me doy por bien servida con los meses afables que nos ha dado. Hace dos días la asaltaron. Es la quinta vez en dos años que se suben al transporte en el que viaja y que a punta de pistola, cachazos y majadería, le bajan a los pasajeros sus celulares y lo poco que traen. Pobres robándole a los pobres. Si Mati trabajara de planta aquí posiblemente no la hubieran asaltado en el largo trayecto de vuelta a su casa, pero prefiere volver porque tiene una hija chica y un esposo que cuidar.
Hace seis años salí del período electoral del 2012 muy triste y muy encabronada. Y concluí que no quiero dedicar ni un minuto a discutir con gente que aprecio por defender a ningún personaje de la clase política. Hasta ahora me ha funcionado muy bien. Tanto, que mientras redactaba este texto muchas veces dudé en seguir: veo hashtags del orden de #libranosdelpejeplis y me dan ganas de librarme yo de broncas y mejor ponerme a ver #laseriedeluismi, porque no voy a cambiar las convicciones de nadie y para qué perder el tiempo. Lo cierto es que persuadir es lo que menos me interesa. Pero sí tengo una postura y quiero patentarla. Porque lo que yo hago es escribir las cosas que me importan y me preocupan. Y si no lo hago, mejor me dejo secar al sol hasta morir. Y es que esto es bien cierto: lo personal es político.
Mi postura es la misma desde hace muchos años. Así que con su permiso, me voy a reciclar un poco a mí misma.
Dijo Eduardo Galeano: La caridad es humillante porque se ejerce verticalmente y desde arriba; la solidaridad es horizontal e implica respeto mutuo.
En un país como el nuestro, donde hay una pobreza inaguantable de la que todos estamos conscientes por más que lo eludamos o lo reprimamos, la tendencia tristemente suele ser hacia la caridad. Porque la solidaridad implicaría asumir que todos nos merecemos lo mismo, y hay mucha gente (¡mucha!) que teme que hacer eso, implique perder lo mucho o poco que tiene.
Decía de Mati, que hace trayectos de cinco horas diarias para ir y venir entre su casa y su trabajo. Ella por lo menos tiene un empleo estable y un sueldo predecible. El otro día me metí al metro Zapata a las 8 de la mañana. Es muy fuerte darse cuenta de las multitudes que hay en esta ciudad trasladándose en el transporte público en trayectos igual de largos o más, pero para pararse todo el día en un semáforo para vender linternitas, papas o cualquier cosa; levantándose de madrugada para preparar comida para vender afuera de una escuela o un hospital, para arriesgar el pellejo en una construcción, o para abrir el puesto en la calle o la cortina de un negocio que malamente subsiste con la competencia feroz de las franquicias y lo foráneo, en un país totalmente privatizado cuya venta al mejor postor comenzó desde Salinas (primero fue la telefonía y la banca, luego Luz y Fuerza con Calderrón, perdón, Calderón, y por último, Pemex. Un cagadero que a la mitad de la población de este país, a juzgar por sus tendencias electorales, parece importarle tres kilos de madres). El otro día fuimos a comer a un restaurante de mariscos que está cerca. Mientras veía al mesero, de unos sesenta años, recetando las especialidades del día y las características de los platillos, me lo imaginaba agarrando su transporte igual que Mati, regresando cansado en la noche después de chingarle todo el día, y se me cerró la garganta. Una vez más haciendo gala de mis culpas burguesas. Que también podrían llamarse empatía. También podrían llamarse imaginar por un segundo cómo vive la gente fuera de mi entorno conocido. La misma Mati me dijo que en Iztapalapa andan repartiendo doscientos pesos para que la gente vote por Meade. Ayer, un conductor de Uber me dijo que por su casa, dos mil. Y vender el voto es, en un círculo vicioso como todo lo vicioso y trágico en esta vida, la misma razón por la que un joven acepta dos o tres mil por mover algo de coca o por secuestrar a alguien: por la misma miseria en que nos ha sumido el gobierno neoliberal. Que nos ha vendido como quien vende un hijo. A los gringos, a los bancos, a las grandes corporaciones que arrasan con todo, desde bosques y áreas protegidas, sagradas, hasta dignidades. Y nosotros nos quedamos inmóviles, perplejos, como anestesiados, con las patas abiertas, viendo cómo nos embisten sin hacer nada. Porque mientras yo tenga mi casa y mi patrimonio, para qué le muevo. Y porque el resto de la banda es aguantadora. Y buena. Y con un sentido del humor a prueba de balas. Hasta que se harta y suelta una bala perdida para asaltarte en un camión.
No queremos darnos cuenta. En México son muy pocos los que viven bien. Realmente bien. Con trabajos redituables, con tranquilidad, con planes. Poquísimos. La inmensa mayoría vive con seis mil pesos para mantener a cuatro y se sopla trayectos de cinco horas como Mati, sólo que como algunos lo hacen en coche y ganan para pagar el crédito de la carcacha, sienten que ya la armaron. Esa es la especialidad del capitalismo: hacerte creer que vives bien porque puedes consumir, aunque vivas de la chingada. Y hay mucha gente que no quiere que eso cambie porque teme quedarse ni con seis ni con cinco ni con un peso. No sólo son las clases altas. Nos han hecho creer, desde el año 2006 han tenido el descaro de repetirnos hasta el cansancio, entre comerciales de detergente, en charlas familiares, en declaraciones de intelectuales y de gente “seria” y “respetable”, que vamos a perderlo todo si nos arriesgamos a apostarle a otra cosa, sepultándonos en un conformismo disfrazado de comodidad, y de pánico disfrazado de sensatez.
A mí me han robado muchas veces. Pero muchas. Una de ellas fue precisamente una de las chicas que trabajaron en mi casa. Se llevó mis anillos de compromiso y de casada y otros recuerdos de mucho valor sentimental. Nunca me había dolido tanto un robo, lloré como no lloré cuando perdí todos mis ahorros en un falso remate bancario. (Prueba fehaciente de que las cosas nunca valen por lo que cuestan, sino por lo que simbolizan). Y pese a la rabia que me dio esa vez y que me da cada vez que me bajan algo, tengo dos dedos de frente para saber que el robo suele ser producto del hambre. Y del resentimiento y de la ambición y de otros factores mezclados. Desprecio a esos cabrones que asustaron y asaltaron a Mati, pero tampoco puedo culparlos. Son producto de un sistema podrido que no los voltea a ver, que no los procura. Que pretende tapar el sol con un dedo y con ese mismo dedo dar atole rebajado; que engaña, que despoja, que saquea. Yo ya no quiero a esa gente ahí. Dándose la gran vida con el producto de mi trabajo. Desviando los recursos que deberían ser para los más fregados, con una codicia sin límites. Dando agua a niños con cáncer. Matando estudiantes para ocultar sus nexos evidentes con el narco. Abriéndose paso a empujones y pisoteando a la gente de su propio partido como si esto fuera Juego de Tronos y no el destino y los recursos de un montón de personas chiquitas, medianas y grandes. Listos para chuparnos la sangre. Y me gustaría decirle a la gente que cree que estamos “muy bien”, que ojalá el resentimiento y el hambre no se les cuelen por las ventanas y les rompan sus burbujas. Porque tienen depositado el miedo en el lugar equivocado: el enemigo existe, pero está en casa.
Hace poco más de un sexenio aprendí la lección fundamental que ha marcado todas las decisiones de mi vida desde entonces, y que me ha permitido levantarme de unas pruebas muy cabronas y conservar el espíritu en alto pese a las circunstancias. Esa lección es decidir siempre por ganas, no por miedo. Cuando uno elige por miedo no elige, en realidad. Se protege. Se cubre. Elegir por miedo es quedarse inmóvil, paralizado. Y el movimiento y el cambio son las cualidades más intrínsecas de la vida.
Hace seis años lloré con desconsuelo cuando ganó Peña. Fue uno de los días más tristes del sexenio, y eso que tuvo muchos días tristes. La mayoría sabíamos que era una tragedia. Sabíamos que Peña no iba a restaurar la pax mafiosa con el narco, que fue la razón por la que muchos indecisos votaron por él. La violencia se exacerbó, y le dijimos adiós a nuestra soberanía. Peña se jodió el sistema educativo que de por sí estaba para llorar, entregó nuestro petróleo y ahora el agua, permitió que sus gobernadores vaciaran el plato de los más pobres lamiéndolo como bestias voraces. En lo que va de esta jornada electoral, son 113 los candidatos a gobernadores asesinados. Si esa no es una métrica del desastre en el que se encuentra este país, yo no sé qué más necesita la gente para decidirse a echarse un volado.
Este año espero festejar. No porque gane mi gallo, sino por poder celebrar una ruptura indispensable. Voy a ser honesta: No tengo idea de cómo nos puede ir con López Obrador. Pero no pienso votar por los que pretenden atemorizarme haciéndome creer que lo voy a perder todo, para que puedan seguir embolsándoselo. Yo estoy consciente de que votar por ese señor es un riesgo, pero estoy dispuesta a correrlo. Porque si estoy resuelta a que las cosas sigan igual, con este saqueo, con estos muertos, con esta miseria que gesta migrantes como células de cáncer, la que debería irse de este país soy yo. Pero auto exiliada y muerta de vergüenza. Entonces podré ver a México de lejitos, como Anaya, que quiere el poder sobre un país cuando vive en otro. No. No me importa lo complejo que resulte. No me importa que duela. De todas formas ya duele, y no cunde el dolor. Más que lo que López Obrador haga o deje de hacer, importa lo que REPRESENTA. A lo que le apostamos es a la ruptura de una estructura, a que comience a escribirse otra versión de la historia. No a que todo se resuelva automáticamente. Pero la fisura es indispensable para gestar un cambio de rumbo. Como sea, para donde sea. ¿Cómo pretenden cambiar quedándose igual? No entiendo. La única forma de cambiar es apostándole, arriesgando. La misma fórmula de siempre va a dar los mismos resultados, aunque la escribas en un papel diferente.
De entre todo lo que ha circulado en redes sobre las elecciones, se me hizo especialmente atinado un meme que decía: “Tu miedo a AMLO es especulativo, mi miedo al PRIAN es empírico”. Es absolutamente cierto. Estamos paralizados a punta de pura especulación, no hay ningún dato claro de que vaya a suceder ninguno de los horrores que dicen. Cuando presagian y crepitan por la subida del dólar, me dan ganas de reírme en su cara. ¡El dólar estaba a doce pesos cuando entró Peña Nieto! Y la gasolina, ya ni me quiero acordar. Es increíble cómo se puede propagar un incendio de esta magnitud cuando se tiene el apoyo de codiciosos con verbo y con alcance. No hay nada que me encabrone más que los intelectuales al servicio del poder, al servicio del miedo, como Krauze. Difamando, propagando un odio sin fundamento. La guerra sucia es la estrategia más baja, más ruin y más antidemocrática. Si quieres ganar una elección, gánala con tus méritos, no tirándole mierda a los demás. Hacer eso es como ganar una carrera metiendo el pie. Lo mismo.
Llegada a este punto tengo que dejar algo bien claro: Yo no soy ninguna fanática del Peje. En lo que va de la campaña electoral, no he hecho un solo acto de proselitismo a su favor, ni siquiera en mis redes. (Burlarme de Anaya sí que lo he hecho, pero por puro placer). No doy la vida por las ideas de Andrés Manuel ni creo que vaya a salvarnos de absolutamente nada. Es un político y, como tal, despierta todas y cada una de mis suspicacias. Pero tiene tres cosas que me instan a darle el beneficio de la duda:
Ha escrito dieciséis libros. Escribir obliga a pensar desde sí, a sentir y argumentar desde uno mismo y no desde un publicista o un coordinador de campaña. Este hombre lleva muchos años pensando a México y recorriéndolo. El que no tenga la mejor elocuencia y habilidad verbal, para mí es lo de menos. Yo no quiero un representante que hable, sino que actúe. Y además no sólo va a hacer él solo toda la chamba. ¿O sí?
Digan lo que digan, no tiene transas comprobables. Tal vez las esconde muy bien, en cuyo caso es un mago.
Me parece que en la administración del D.F. no lo hizo nada mal. Hay muchos matices y decisiones cuestionables, pero hablando de mí, sólo desde mí, la verdad es que sin segundo piso y sin Metrobús, me hubiera vuelto directamente loca. Y yo no vi que el Peje se aferrara a su puesto con uñas y dientes y se negara a entregarlo y alternar, como los pejes, digo, los pijos, temen que haga con la presidencia.
Hay un peligro para México. Sí que lo hay. Mucho peor que AMLO e incluso que los ladrones y asesinos de los otros partidos. El mismo que nos tiene hundidos en la miseria desde hace 500 años, sin terminar de levantar cabeza: el clasismo. Dándose un quien vive con su primo hermano el racismo.
Hace poco escuché dos comentarios que me dejaron helada. Una mujer me contó, como si cualquier cosa, que recomendó a la administración de su club deportivo subir las cuotas para que entrara gente más “selecta” y no las nacas que se pelean por las regaderas y los lockers acabando sus niños la clase de natación. Por otro lado, un conductor de Uber que por treinta años fue taxista, me contaba que le convino el cambio de giro, pero que extrañaba a los usuarios de taxi porque eran gente “más agradecida”. Ninguna de las dos posturas contiene una verdad absoluta. Seguramente hay mujeres muy nacas en clubes muy caros, y gente muy poco agradecida abordando taxis. En todo hay matices y contradicciones. Pero eso parece ser justamente lo que los mexicanos somos incapaces de ver. Somos ideáticos, nos encanta generalizar, y aplicamos el clasismo con una frialdad pasmosa, tanto para arriba como para abajo.
Divide y vencerás, dijo Julio César. Nada más cierto y más trágico. La lucha en México no es entre candidatos ni partidos, nunca lo ha sido. La lucha es la misma de siempre: entre mexicanos. Entre niveles y clases. Y eso es histórico y contra ello hay poco que hacer, en especial cuando hay una campaña monstruosa desde el poder que se dedica a subrayar esa división para que el abismo siga produciendo huevos de oro. (Aunque los gallinas son esos cabrones, y lo que menos tienen son huevos). Para que nos sigamos agarrando a madrazos y discutiendo entre ricos y pobres (o más bien entre burgueses y clasemedieros con diferentes opiniones sobre la pobreza), mientras ellos aprovechan la distracción para robarse hasta la última migaja del último arcón de nuestros impuestos trabajados y nuestros recursos no renovables. Y no sólo se lo roban, sino que lo hacen en medio de un festín de cinismo y un reguero de sangre. La única esperanza, que no es mucha pero es todo lo que tenemos, es espabilar los que estemos dispuestos. Y cruzar los dedos porque los tiempos que vengan, sean de justicia para los más amolados. Y eso no va a suceder si los que tenemos un poquito más no estamos dispuestos a bajarle dos rayas a nuestras comodidades. ¿Por qué? Porque así, como estamos, no alcanza para todos. Si treinta familias amasan el 90% de la riqueza del país, no alcanza. Ni a patadas. ¿Es tan difícil de entender?
Lo malo es que la diferencia de clases es muy romántica. Es la trama que ha alimentado las ficciones de Televisa por décadas, y también mucha de la literatura y el cine universal. Pero la Dama y el Vagabundo pertenecen a una escena clásica delante de un plato de espagueti y ahí se tienen que quedar. En la vida real la cosa está del carajo, y tenemos que echarnos hombro. Todos. Porque si no, nos va a cargar la chingada. No como mexicanos, como especie.
El gobierno neoliberal no va a acabar con el abismo. Vaya, ni siquiera lo va a mitigar. Porque la política económica bajo la cual opera es exactamente la misma que tiene no sólo a México, sino al mundo sumido en la ruina. El discurso capitalista, de economía de mercado, en la cual los números suenan muy impresionantes en lo macro, es el mismo discurso bajo el cual el 90% de los habitantes de esta ciudad andan a pie y los demás ganan una mierda y le deben al banco; bajo el cual los europeos y los gringos se espantan de los migrantes y los refugiados, cuando ellos mismos los generan con sus guerras y despojando de recursos naturales a los países pobres (que es precisamente lo que están haciendo con nosotros). Pero no lo queremos ver. Y de esa clase de ceguera se desprenden todos los males y los lastres sociales que se nos ocurran. Desde el desempleo y la migración hasta la deserción escolar y el que haya chavitos de catorce años convirtiéndose en sicarios. Es el mismo régimen que tiene los mares y la atmósfera hechos una porquería. El mismo que nos va a dejar sin agua que beber. Pero en serio. Porque en este juego de tronos, ya sabemos quién es el rey: las corporaciones, las empresas, las marcas. Y los gobiernos son sus lacayos.
Necesitamos apostarle a una tendencia política que esté dispuesta a ponerles un estáte quieto a esos cabrones y a regular y proteger nuestros recursos. México pide a gritos una política social. Tenemos, al menos, que intentarlo.
Porque SÍ es el gobierno, sí han sido el PRI y el PAN, con su alternancia de pacotilla, los que nos joden y nos saquean sistemáticamente. Porque pueden. Porque lo hacen y no les pasa nada. Nada. Porque como pueblo podemos ser medio pendejos y medio ideáticos y mochos pero los de arriba son y han sido unos hijos de la chingada. Porque no tenemos el gobierno que “nos merecemos”. Ese lo hemos elegido, ya lo hemos elegido, y nos ha sido arrebatado.
¿Es que nadie se da cuenta? Por decir, se puede decir lo que sea. Lo que sea. Pueden decir que habrá paz, que habrá empleo, que habrá educación, que habrá celulares para todos, que dejará de haber pobreza. Dicen lo mismo siempre, con diferentes palabras. Y lo dicen porque saben que NO TIENEN QUE CUMPLIRLO. Que una vez llegados al poder, no tienen obligación alguna con el pueblo que los eligió. ¿Cumplió algo Calderón, que era el candidato de la educación antes de transformarse sospechosamente en el presidente de la guerra contra el crimen? ¿Cumplió algo Peña, que entre otras cosas prometió no subir el precio de la gasolina y defender el petróleo mexicano? Desde luego que le puedes dar el beneficio de la duda a tu gallo. Claro que sí. Estás en tu derecho. Yo, francamente, me decanto por darle mi confianza a alguien que YA ha ocupado puestos administrativos y de elección popular y los ha sorteado con eficiencia. Las promesas que me haga, francamente no son lo más importante para mí.
Me preocupa mucho con qué desdén se aplica últimamente el término populismo. ¿Desde cuándo pensar en el bien de la mayoría está mal? Y además me perplejiza que lo dicen simpatizantes de un mequetrefe como Anaya que literalmente está ofreciendo pagar una suma mensual de dinero a la gente como parte de su campaña. “Sólo por ser mexicanos”. Eso, en mi pueblo y en China, se llama comprar el voto. Y eso es algo peor que populismo: es demagogia.
A ver. Yo no creo que una sola persona nos vaya a salvar de nada. Es absurdo pensar así. De hecho creo que el sistema gubernamental (aquí y en el resto del mundo) es una institución arcaica (como la religión, como el patriarcado) que tiene que ser sustituida por un anarquismo bien fraguado. No necesitamos a un gobernante ni a un Tlatoani, con su investidura y su ser inalcanzable. Necesitamos a alguien que administre nuestras cosas, que las gestione con honradez. Tan tan. La verdad es que tampoco creo en el concepto de país y de nación. Creo que las fronteras son una convención artificial y un invento humano hecho muy a conveniencia, muy sobre la marcha y muy frágil. No creo en banderas, pienso que lo más estúpido que alguien puede hacer es morir por una “patria”, y lo más cruel es matar o dejar morir por traspasar una frontera. Pero aún con esa idea, yo me pasaré el primero de julio fungiendo como secretaria de casilla porque en medio de mi escepticismo sigo creyendo, como una necia, no tanto en la democracia (ese es otro concepto que me parece sospechoso); pero sí en la libertad. Y la libertad siempre, siempre es libertad de decisión.
El miedo nos quita esa cualidad: no nos deja elegir. Nos paraliza. Porque nos hace pensar que si nos movemos de donde estamos, nos va a cargar la chingada. Pero la chingada nos puede cargar siempre y en cualquier momento, por más que intentemos mantener el control. El control no existe. Existe la vida. Eso es todo lo que tenemos, por más que nos esmeremos en creer que tenemos otras cosas.
Ixtacamaxtitlán, Puebla |
Por ganas. No por miedo. Sin miedo y con ganas le di mi confianza y mis llaves a Matilde, después de mis malas experiencias previas. Porque la esperanza es cosa buena y recomendable. Y porque estoy convencida de que no hay tal cosa como “esta gente”. Cada persona es completamente distinta. Pero si no las conocemos, no nos enteramos. Y entonces generalizamos. Y la cagamos en grande. Porque al generalizar, los pobres se vuelven automáticamente ignorantes y ladrones todos, y entonces no hay pedo de tener más que ellos. Y de aplastarlos con nuestro miedo. De ahogarlos como alguien con una crisis de pánico puede ahogar a quien trata de asistirlo en el mar.
Sobre mi propia libertad de elección en esta jornada en concreto, tengo otras cosas que decir:
No estoy tan idiota como para darle mi voto a un tipo que amenace con quitarme el pequeño patrimonio que poco a poco he construido; ni loca votaría por un tipo que se cree el Mesías (aunque Calderón pensó que podía chingarse casi que él solito a los narcos… con armas de Estados Unidos, claro, dejándonos el país hecho un cementerio… y contando). ¿Se escandalizan de que Trump separa familias? 250 mil muertos entre el 2006 y el 2018 significan por fuerza un número similar de huérfanos y familias destrozadas. Cada uno de esos muertos es una familia. ¿Votaría por un candidato que descarta tajantemente la legalización de las drogas, el aborto y la unión y adopción de niños entre personas del mismo sexo? Jamás. Por uno que considera dar voz a todas las voces, incluyendo a las más conservadoras, en un país eminentemente conservador, lo haría. ¿Votaría por un tipo enojado, indignado, que pataleó y paralizó una avenida principal porque no estuvo de acuerdo con que arrollaran y arrasaran con la voluntad de millones de personas? Sin duda. Porque sólo con indignación profunda se remueven las aguas con suficiente fuerza como para volverse correoso, y decidido a no permitir que la gente de este país viva en un perpetuo despojo. ¿Votaría por un necio? Sí. ¿Votaría por un loco? Antes que por un fariseo, mil veces. ¿Votaría por un tipo que se junta con quien sea con tal de ganar? No me encanta la idea. Para nada. Pero mientras nomás se junte y no chingue a nadie, todavía me es tolerable. ¿Votaría por un tipo que habla lento, comiéndose las eses? Sí. Porque es el único entre esos gañanes que no habla desde un discurso prefabricado y envuelto en celofán y pirotecnia oportunista, robándose ideas de otros. Y sí, podría ser un candidato mucho más virtuoso, guapo como Thoreau, bailarín como Obama. Pero en este país tan dividido, encontrar a alguien que le caiga bien a todos, está cabrón. Y aquel que sea perfecto, que siga aventando piedras. Adelante.
Las últimas semanas he visto desesperación en las redes sociales (“sí se puede estar peor, MUCHO peor”) y en estos días, amenazas directas (“Cuando estemos todos en la ruina y tengas que emigrar a otro país, acuérdate por quién votaste”). Andrés Manuel se las va a ver negras, sin duda. Este país está profundamente herido y raspado y él va a ser criticado y desacreditado a cada paso que dé. Pero tenemos que tener en cuenta algo fundamental: sea lo que sea, será un proceso. El cambio no será inmediato. Pero habrá, carajo, un México esperanzado. Al menos en un buen porcentaje. Y eso es invaluable. Habrá menos gente encabronada, y mucha con ganas de echarle pilas, a ver qué pasa. Eso por fuerza se refleja en el ánimo general, yo casi puedo apostar que va a bajar la inseguridad. Así de plano. Yo sí me aviento un poco de incomodidad a cambio de eso, si es que toca. Andrés (mi esposo, no López), dice que sería un triunfo anímico que haría una mella profunda en el país. Yo estoy de acuerdo. Hace falta urgentemente que se renueve el pacto social, y eso tiene que ser a través de la democracia, que es el único escenario en donde somos capaces de demostrar que nos respetamos como ciudadanos. Si aquí vuelve a haber un fraude, lo que se va a destruir es el espíritu de la gente. No se dan cuenta de cuánto necesita este pueblo ese solo triunfo, esa confianza. Independientemente de lo que suceda después.
¿Y qué va a pasar después? Ya lo dije: No creo en todos los horrores que dicen si gana AMLO. Porque nada lo patenta. No hay un solo indicio ni una prueba concreta. Y no, no tenemos certezas. Sólo la esperanza de que al menos un puñado de cosas se vayan moviendo de lugar:
No puede continuar esta guerra de muerte contra el crimen y al mismo tiempo la alianza flagrante con los criminales “oficiales” tras bambalinas.
No pueden seguir saliéndose con la suya las élites, acaparándolo todo y saliendo impunes de todo, y yéndose a la cárcel y a la tumba gente que siembra o transporta marihuana o amapola para sobrevivir, o que trata de cruzar un río nada más para poder darle de comer a los suyos.
No se pueden seguir pisoteando los derechos humanos de la gente vulnerable. De nadie. Pero sobre todo los de la gente vulnerable.
No pueden seguir las muertes y desapariciones de periodistas, de mujeres, de campesinos, de militares, de NADIE.
No puede continuar la jodidez que genera migrantes. No podemos darnos el lujo de seguir produciendo migrantes. En mi opinión debería ser esa, y no el producto interno bruto, la medida de bienestar en este país. Y en cualquiera. ¿Cuánta gente se tiene que ir de su propia tierra para estar mejor? La respuesta es el termómetro más claro de la abundancia o la carencia de un país.
Es inaceptable que no haya servicios públicos universales dignos para la gente. La educación y la salud tendrían que estar garantizadas. Habemos muchos pagando por ello, coño.
Es inaceptable que se vendan los recursos naturales y que se arrase con ellos. No podemos permitir eso bajo ninguna circunstancia. El petróleo vale madres. Nos importa la tierra, el agua. Las plantas sagradas. Lo que necesitamos para alimentarnos y para vivir.
Y todo esto va a seguir igual, exactamente igual, si dejamos que siga ahí esa maldita mafia.
Y nosotros, como habitantes de este país, no podemos seguir acaparando los recursos, alegando que nuestros padres se partieron el lomo trabajando para darnos bienestar. Está muy bien partirse el lomo, un chingo de gente se parte el lomo. Lo que no se vale es que partiéndoselo igual, unos tengan muy poco y otros un chingo, nada más por el contexto en el que nacieron.
Porque pensar así genera violencia. Y genera miseria. No queremos darnos cuenta, pero es así. Decir que el jodido lo está porque quiere, es querer que siga jodido para nosotros seguir no tan jodidos. Y mientras sigamos pensando así, este país nunca va a salir del hoyo. Jamás. El hoyo nada más se va a a hacer más grande, y tarde o temprano nos va a tragar a todos.
Superar nuestro racismo y nuestro clasismo y subirnos a un tren común sería histórico, de verdad. Sería más chingón que ganar el mundial. Ser el pueblo que hizo eso, que logró traspasar sus miedos milenarios y obtusos a favor del amor por sus hermanos y del bien común, sería increíble. Sería inspirador. A veces creo que seríamos capaces. Es tan hermoso este país, lo amamos tanto todos, tenemos un pinche corazón colectivo tan grande… es una tragedia que el miedo sea capaz de dividirnos de esa manera.
No es qué partido contra qué candidato. Es ponernos todos la tuerca mental para pensar en los demás. Políticamente, socialmente. Es dejar de ser caritativos y volvernos solidarios. Porque en esta Tierra, no es que todo sea de todos, como propuso el comunismo. Es que nada es de nadie. Sólo nos tenemos los unos a los otros. El día que entendamos esto, quizá podamos “comprarnos” unos cuantos años... unas cuantas generaciones más… para que nuestros hijos y sus hijos puedan disfrutar de este extraño y prodigioso hogar amado.
San Luis Potosí, México |
Ame to post, amiga. Da gusto oir que alguien le esta poniendo un poco de seso a esto. Lo digo viendo todo desde lejos, donde puedo mirar sin compromiso. Pero Mexico me preocupa y ni Meade ni Anaya me gustan. Muchos besos. Mich
ResponderEliminarGracias Mich! Ya te extrañaba, siempre me ponías comentarios en el otro blog... A mí también me preocupa un montón. Pero entre preocuparse y ocuparse, mejor ponerse a escribir... Muchos besos!
ResponderEliminarGracias por compartir lo que piensas y sientes. Me lo eché todo y está buenísimo.
ResponderEliminarTe felicito!!
Anaí. Me encantó tu escrito. Sensible, elocuente, apasionado y de una realidad ineludible. Mil gracias por compartir.
ResponderEliminarAmé tu escrito, en verdad tocas tantos temas valiosos... Y hoy feliz, celebramos: lo logramos Anaí, vencimos el miedo, ganó el Amor, la solidaridad, la esperanza!! Yo también quiero un México más equitativo, en paz y próspero.
ResponderEliminarA siete días, sigo con la sonrisa pegada en la cara.
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