Todos tenemos historias asociadas a los temblores. Las narramos a la menor oportunidad como medio de elaboración del trauma, no importando su magnitud. Hoy se cumplen 32 años desde aquella mañana de jueves en que la ciudad de México vio su suerte en modo trepidatorio. Yo estaba con mi madre y con mi hermana en casa y mientras nos sosteníamos de los marcos de las puertas (cosa que ahora sé que no se debe hacer), veíamos volar un candil de un lado al otro del pasillo mientras escuchábamos el brincoteo del agua del excusado y el caer y el crujir de todo. Yo tenía diez años y todavía fui a la escuela (aunque me regresaron) y mi hermana Dunia intentó salir para la universidad, sólo que en el camino se encontró con un gigantesco ángel de la cúpula de la iglesia en medio del eje vial. Para las 7 de la tarde del día siguiente, con la réplica y el conocimiento de todos los muertos y los desastres ocurridos, el miedo fue mucho mayor. En ambos terremotos, mientras nos agarrábamos de lo que podíamos, las tres rezábamos. Con fervor, con desesperación y con pánico.
El temblor de hace casi tres semanas también cayó en jueves. Tal es mi recuerdo de los temblores del 85 que a veces, cuando me acuerdo, me voy a la cama pensando "qué bueno que hoy tampoco tembló". Justo acababa de pensarlo cuando sonó la alarma sísmica y por alguna razón pensé que era un simulacro (yo creo que es eso a lo que tengo asociado ese sonido, o quizá fue simple negación). Para cuando me cayó el veinte de lo que estaba pasando y llegué al cuarto de Esteban, ya se estaba tambaleando todo. Me arrodillé junto a su cama y lo vi tan dormido que no quise despertarlo. De todas formas lo indicado es quedarse quieto mientras el temblor transcurre, y buscar un lugar protegido por si algo se cae. Y yo pensé: Ok. Está temblando. La tierra tiembla desde que el mundo es mundo. Y si se nos cae un adorno, un poste o el techo encima, pues ni modo. Cerré los ojos y me puse a respirar. Esta vez no recé.
El temblor pasó y los nervios llegaron cuando empecé a marcarle a Andrés, que estaba en su ensayo de los jueves, y no salía la llamada. Luego entró su whatsap, y luego otros cinco y otros diez. ¿Están bien? Llegó Andrés a casa y durante la siguiente media hora y al día siguiente todo fue una cascada de ¿están bien? ¿Todos bien? Al nonagésimo "están bien" y "estamos bien" en Facebook, el asunto empezó a caerme gordo. Esa es la verdad. Y sé que mucha gente no está bien en Chiapas y en Oaxaca, que perdieron sus casas y sus vidas. Pero tiene algo de extraño el estar preguntando si la gente está bien con tanta vehemencia después de que tiembla la tierra. Hay algo raro en irse a la cama cada noche, como yo, agradeciendo que no tiemble. Como si no viniera sucediendo desde hace 4,800 millones de años, mucho más fuerte y muchísimo antes de que los seres humanos llegáramos y pusiéramos el primer tabique, el primer techo que se nos podía caer encima si esto llegaba a moverse de más.
El temblor de hace casi tres semanas también cayó en jueves. Tal es mi recuerdo de los temblores del 85 que a veces, cuando me acuerdo, me voy a la cama pensando "qué bueno que hoy tampoco tembló". Justo acababa de pensarlo cuando sonó la alarma sísmica y por alguna razón pensé que era un simulacro (yo creo que es eso a lo que tengo asociado ese sonido, o quizá fue simple negación). Para cuando me cayó el veinte de lo que estaba pasando y llegué al cuarto de Esteban, ya se estaba tambaleando todo. Me arrodillé junto a su cama y lo vi tan dormido que no quise despertarlo. De todas formas lo indicado es quedarse quieto mientras el temblor transcurre, y buscar un lugar protegido por si algo se cae. Y yo pensé: Ok. Está temblando. La tierra tiembla desde que el mundo es mundo. Y si se nos cae un adorno, un poste o el techo encima, pues ni modo. Cerré los ojos y me puse a respirar. Esta vez no recé.
El temblor pasó y los nervios llegaron cuando empecé a marcarle a Andrés, que estaba en su ensayo de los jueves, y no salía la llamada. Luego entró su whatsap, y luego otros cinco y otros diez. ¿Están bien? Llegó Andrés a casa y durante la siguiente media hora y al día siguiente todo fue una cascada de ¿están bien? ¿Todos bien? Al nonagésimo "están bien" y "estamos bien" en Facebook, el asunto empezó a caerme gordo. Esa es la verdad. Y sé que mucha gente no está bien en Chiapas y en Oaxaca, que perdieron sus casas y sus vidas. Pero tiene algo de extraño el estar preguntando si la gente está bien con tanta vehemencia después de que tiembla la tierra. Hay algo raro en irse a la cama cada noche, como yo, agradeciendo que no tiemble. Como si no viniera sucediendo desde hace 4,800 millones de años, mucho más fuerte y muchísimo antes de que los seres humanos llegáramos y pusiéramos el primer tabique, el primer techo que se nos podía caer encima si esto llegaba a moverse de más.
Cuando era chiquita, todas las noches, junto con el Padre Nuestro, el Ave María y otras jaculatorias, mi
madre y yo rezábamos: "contra el maligno enemigo y contra las fuerzas de
la naturaleza, protégenos señor". Hoy lo recuerdo y me parece escalofriante.
Como si las fuerzas de la naturaleza fueran algo que conspirara contra los
seres humanos a voluntad. Y poniéndolas junto al "maligno
enemigo" en la misma frase, como para reforzar la idea. Y ahora que lo pienso, además de terrible me parece absurdo: ¿a qué Dios no incluido en la naturaleza podríamos rezarle, en cualquier caso?
Es cierto que la
naturaleza puede ser muy destructora. Pero sólo lo es cuando hay algo que
destruir. No quiero sonar desalmada, pero así es. Hay historias de terror, sin
duda. Recuerdo, recientes, los terremotos de Chile y de Tahití, los tsunamis de
Tailandia y el de Japón. Muchos huracanes, entre ellos Katrina, que destruyó Nueva Orleans.
Siempre es espantoso saber que tanta gente pierde su casa y sus cosas y su vida, y siempre renueva la esperanza en la especie humana ver las reacciones
de solidaridad y ayuda que emergen en estos escenarios desoladores.
Pero no deja de resultarme
llamativa la perplejidad con la que reaccionamos ante estos fenómenos. Y mi conclusión
es que hemos construido, literalmente construido, ciudades de inconsciencia por
encima de lo natural. Lo natural que, paradójicamente, nos da las bases para
todo. Desde el agua y la tierra hasta los materiales que explotamos y
modificamos para edificar nuestra negación. Creo que nunca como ahora habíamos
estado tan radicalmente alejados de la naturaleza.
Es interesante analizar
lo que sucede con los temblores y con los huracanes porque son ejemplos
dispares dentro del mismo caso. Si bien los terremotos existen desde el principio de los tiempos terrenales, los huracanes, no. Los huracanes que estamos viviendo de unos
años a la fecha a finales de cada verano, con esta frecuencia y con esta
intensidad, son el resultado de un fenómeno muy peculiar, y es que las aguas están presentando las temperaturas más altas de la historia. Hay un video interesante al respecto en este link.
Así que el pánico a
resultas de estos dos fenómenos, parten de dos suertes distintas de negación: el
miedo a los terremotos es la negación misma del comportamiento de la
naturaleza, y la desolación ante la devastación de los huracanes parte de lo
mismo pero con un origen mucho más grave: es la misma negación pero
insertada en las raíces del poder, que es incapaz de dejar de hacer lo que sea
que esté haciendo contra el ecosistema para seguir edificando sus emporios. Y
mientras tanto, para poder edificarlos, le vende a la gente (sus esclavos
pagados, sus abejas obreras) la ilusión de que también ellos pueden edificar
los suyos. Y les da créditos para que se endeuden comprando sus casas o les
construye viviendas que se caen con un solo soplido del Lobo Feroz; y les paga
dinero para que consuman como bestias, llenándolo todo de plástico y de gases tóxicos y de basura, porque junto con el dinero, nunca les da información. (Porque no conviene). Contra el maligno enemigo y la codicia humana, protégenos, señor.
Hace unos días fui al
Costco. La señora que estaba formada delante de mí para pagar, llevaba sus paquetes gigantes de papel de baño, con cada rollo envuelto en su empaque individual de
plástico; su tambo gigante de Cloralex, sus paquetes de kiwis traídos desde
Nueva Zelanda (veinte horas de emisión de CO2 para traer esos kiwis a México), varios paquetes
de carne molida de res empacados en unicel. ¿Y qué hacía yo en el Costco? Paradójicamente
es el único supermercado cercano donde encuentro pollo, cereal y pan que no
traigan hormonas o transgénicos, y un vino
bueno, bonito y barato que me gusta mucho comprar. (No cabe duda que la gente que sabe vender, te vende de todo). La cosa es que esta señora
del carrito de adelante se veía instruida, llevaba unos anteojos colgando (lo
cual no necesariamente significa nada) pero vamos: se veía el tipo de persona
que tiene acceso a la información. Y sin embargo, casi
todos los productos que estaba llevando eran un atentado contra las nociones de
ecología más básica y elemental. Lo peor es que esta sensación la tengo
constantemente con gente cercana, en mi núcleo. Cuando veo llegar el súper a sus casas
en treinta bolsas de plástico o cuando los veo lanzar colillas a la calle. Y no quiero sonar criticona ni
regañona. Pero me preocupa porque siento que estas cosas deberían estar más que
interiorizadas a estas alturas, al menos entre gente claramente consciente y a
todas luces preocupada por el destino de la especie, y no lo están. ¿Por qué no
lo están? A lo mejor yo estoy mal y no deberíamos preocuparnos tanto. Como dice
George Carlin: es presuntuoso y soberbio pensar que podemos salvar a la Tierra.
No nos toca. La Tierra ha estado aquí y va a seguir aquí y los que nos vamos a
ir a la chingada somos nosotros. Pero, ¿no es justo eso lo que debería preocuparnos y ocuparnos?
¿Cuándo pasó? ¿Cuándo nos
escindimos de la naturaleza a este grado? Desde luego, vivir en la ciudad no
ayuda. Que nuestra relación cotidiana sea con coches y concreto y puertas y
pisos y productos de fábrica en lugar de con árboles y montañas y cuerpos de
agua, no ayuda a sensibilizarnos. (Aunque los pisos y los coches y
las puertas hayan sido fabricados con materiales provenientes de la naturaleza,
porque si no, tendrían que haber venido de Saturno, y no es el caso). Pero ustedes saben a lo que
me refiero.
¿Ha sido así siempre?
Creo que un momento clave
de la escisión fue cuando nos dijeron y nos creímos que Dios estaba en otra
parte. En el cielo, en el más allá, en un Reino Inasible. Que lo que ocurriera aquí no importaba porque finalmente lo importante se cocía en otro lado. (Contra el
maligno enemigo y las fuerzas de la naturaleza defiéndenos, Señor).
Cuando le dimos rasgos humanas a la tierra (igual que hacemos con Dios y con todo) y la llenamos de adjetivos. Y decidimos que la naturaleza era cruel. O inclemente. O misericordiosa. Cuando en realidad no es ninguna de esas cosas: sencillamente ES. Y desde luego no está pendiente de nuestras súplicas ni atiende nuestros reclamos. Nos regala maíz y frutas y agua, sí; y al mismo tiempo puede abrir una grieta que se traga a los dinosaurios o se lleva a doscientas personas con una ola. Sí, eso hace. Ni modo.
Cuando le dimos rasgos humanas a la tierra (igual que hacemos con Dios y con todo) y la llenamos de adjetivos. Y decidimos que la naturaleza era cruel. O inclemente. O misericordiosa. Cuando en realidad no es ninguna de esas cosas: sencillamente ES. Y desde luego no está pendiente de nuestras súplicas ni atiende nuestros reclamos. Nos regala maíz y frutas y agua, sí; y al mismo tiempo puede abrir una grieta que se traga a los dinosaurios o se lleva a doscientas personas con una ola. Sí, eso hace. Ni modo.
Nos separamos de ella cuando
quisimos tenerlo todo.
Cuando decidimos que la
naturaleza podía poseerse y los territorios dividirse. Pero la tierra no es que sea de unos cuantos y no es que sea de todos: es que no es
de nadie.
Cuando nos hicieron
venerar un pedazo de tela diciéndonos que eso éramos. Que somos un país y que
hay que amarlo y morir por él. ¿Pero qué es un país? Que le pregunten a Yugoslavia, por
ejemplo, que ha cambiado de límites, fronteras y nomenclaturas decenas de veces,
qué es un país.
Cuando aceptamos la
guerra como algo normal (porque claro, ¡hay que defender nuestro país!)
Cuando los homo sapiens
se escabecharon a todos los demás homo que había en el planeta y por eso somos
los únicos animales que no tienen otras familias de su especie, como
explica la escalofriante teoría de Yuval Noah Harari.
A lo mejor somos
extraterrestres, y ya. No venimos de aquí, y eso lo explica todo. (A veces en
serio lo he pensado).
Y he pensado cosas más
extremas.
En la conversación
reciente sobre el maltrato a las mujeres y los ultrajes y asesinatos y el uso
de las mujeres, a veces siento que así tratamos a la naturaleza, a la Tierra.
Como una mujer que mientras sea linda y bonita y generosa, todo bien. Pero en
cuanto nos muestra su lado bravo, no nos gusta. Entonces queremos domarla, amordazarla,
que haga lo que esperamos pero que no la arme de tos. Que se esté quietecita, que
no se mueva.
Y esto lo hacemos tanto los hombres como las mujeres. Porque en este mundo utilitario, plastificado y enajenado que nos
hemos inventado, creo que tampoco nosotras tenemos muy claro de qué se trata
eso de ser mujer.
Ahora, la pregunta
que de veras importa: ¿Qué diablos hacemos?
Creo que desde el
pináculo de la razón, va a ser poco lo que vamos a conseguir. Porque es justo
desde ese lugar de razón y supuesta consciencia que hemos hecho todos estos
destrozos. A punta de argumentos no vamos a convencer a nadie de nada, eso me
está quedando más claro que nunca.
Creo que lo mejor que
podemos hacer es bien simple: ir hacia ella. Abrazarla, sumergirnos en ella. Tan
cursi como pueda sonar. Me vale tres kilos de madres sonar cursi. Sólo ella nos
puede regresar a ella. Hay que ir a caminar descalzos en el pasto. Hay que ir a
abrazar unos cuantos árboles. (Los pinches gringos se encargaron de acuñar el
término peyorativo "tree hugger" para aludir a la fauna hippie,
new agy, como del hombre Nutrioli pelirrojo que ahora sale en Facebook, y que
sí está muy chistoso pero no debemos dejar que reprima nuestros ímpetus
naturalistas, yoguis y ecologistas). ¿Han abrazado un árbol últimamente?
Háganlo. Es de veras reconfortante. Hay que abrazar también a los perros y a los gatos y a los bichos que se dejen, incluida la gente. Hay que ir a acampar y a brincar en las
olas antes de que sea tarde. Antes de que el mar sea radioactivo, como dicen
los Joao en la canción de "Vamos a la playa", que es una canción
distópica aunque parezca otra cosa.
Y no sé qué más. La
naturaleza es vasta y cada quien tiene sus muy personales formas de
aproximación a ella. Hay que procurarlas. Hay que repetirlas. Creo que es usando los sentidos y respirando hondo que vamos a ir recibiendo las
instrucciones. Porque de ahí somos, de ahí venimos. Y sobrevivimos: eso hacemos.
Para eso estamos programados: para seguir. Quiero confiar en que a la larga, y
a punta de amor, eso es lo que vamos a hacer.
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