“This is precisely the time when artists go to work. There is no time for despair, no place for self-pity, no need for silence, no room for fear. We speak, we write, we do language. That is how civilizations heal.”
-Toni Morrison

martes, 19 de septiembre de 2017

En defensa de la indómita

Todos tenemos historias asociadas a los temblores. Las narramos a la menor oportunidad como medio de elaboración del trauma, no importando su magnitud. Hoy se cumplen 32 años desde aquella mañana de jueves en que la ciudad de México vio su suerte en modo trepidatorio. Yo estaba con mi madre y con mi hermana en casa y mientras nos sosteníamos de los marcos de las puertas (cosa que ahora sé que no se debe hacer), veíamos volar un candil de un lado al otro del pasillo mientras escuchábamos el brincoteo del agua del excusado y el caer y el crujir de todo. Yo tenía diez años y todavía fui a la escuela (aunque me regresaron) y mi hermana Dunia intentó salir para la universidad, sólo que en el camino se encontró con un gigantesco ángel de la cúpula de la iglesia en medio del eje vial. Para las 7 de la tarde del día siguiente, con la réplica y el conocimiento de todos los muertos y los desastres ocurridos, el miedo fue mucho mayor. En ambos terremotos, mientras nos agarrábamos de lo que podíamos, las tres rezábamos. Con fervor, con desesperación y con pánico. 

El temblor de hace casi tres semanas también cayó en jueves. Tal es mi recuerdo de los temblores del 85 que a veces, cuando me acuerdo, me voy a la cama pensando "qué bueno que hoy tampoco tembló". Justo acababa de pensarlo cuando sonó la alarma sísmica y por alguna razón pensé que era un simulacro (yo creo que es eso a lo que tengo asociado ese sonido, o quizá fue simple negación). Para cuando me cayó el veinte de lo que estaba pasando y llegué al cuarto de Esteban, ya se estaba tambaleando todo. Me arrodillé junto a su cama y lo vi tan dormido que no quise despertarlo. De todas formas lo indicado es quedarse quieto mientras el temblor transcurre, y buscar un lugar protegido por si algo se cae. Y yo pensé: Ok. Está temblando. La tierra tiembla desde que el mundo es mundo. Y si se nos cae un adorno, un poste o el techo encima, pues ni modo. Cerré los ojos y me puse a respirar. Esta vez no recé. 

El temblor pasó y los nervios llegaron cuando empecé a marcarle a Andrés, que estaba en su ensayo de los jueves, y no salía la llamada. Luego entró su whatsap, y luego otros cinco y otros diez. ¿Están bien? Llegó Andrés a casa y durante la siguiente media hora y al día siguiente todo fue una cascada de ¿están bien? ¿Todos bien? Al nonagésimo "están bien" y "estamos bien" en Facebook, el asunto empezó a caerme gordo. Esa es la verdad. Y sé que mucha gente no está bien en Chiapas y en Oaxaca, que perdieron sus casas y sus vidas. Pero tiene algo de extraño el estar preguntando si la gente está bien con tanta vehemencia después de que tiembla la tierra. Hay algo raro en irse a la cama cada noche, como yo, agradeciendo que no tiemble. Como si no viniera sucediendo desde hace 4,800 millones de años, mucho más fuerte y muchísimo antes de que los seres humanos llegáramos y pusiéramos el primer tabique, el primer techo que se nos podía caer encima si esto llegaba a moverse de más.

Cuando era chiquita, todas las noches, junto con el Padre Nuestro, el Ave María y otras jaculatorias, mi madre y yo rezábamos: "contra el maligno enemigo y contra las fuerzas de la naturaleza, protégenos señor". Hoy lo recuerdo y me parece escalofriante. Como si las fuerzas de la naturaleza fueran algo que conspirara contra los seres humanos a voluntad.  Y poniéndolas junto al "maligno enemigo" en la misma frase, como para reforzar la idea. Y ahora que lo pienso, además de terrible me parece absurdo: ¿a qué Dios no incluido en la naturaleza podríamos rezarle, en cualquier caso?

Es cierto que la naturaleza puede ser muy destructora. Pero sólo lo es cuando hay algo que destruir. No quiero sonar desalmada, pero así es. Hay historias de terror, sin duda. Recuerdo, recientes, los terremotos de Chile y de Tahití, los tsunamis de Tailandia y el de Japón. Muchos huracanes, entre ellos Katrina, que destruyó Nueva Orleans. Siempre es espantoso saber que tanta gente pierde su casa y sus cosas y su vida, y siempre renueva la esperanza en la especie humana ver las reacciones de solidaridad y ayuda que emergen en estos escenarios desoladores.

Pero no deja de resultarme llamativa la perplejidad con la que reaccionamos ante estos fenómenos. Y mi conclusión es que hemos construido, literalmente construido, ciudades de inconsciencia por encima de lo natural. Lo natural que, paradójicamente, nos da las bases para todo. Desde el agua y la tierra hasta los materiales que explotamos y modificamos para edificar nuestra negación. Creo que nunca como ahora habíamos estado tan radicalmente alejados de la naturaleza.


Es interesante analizar lo que sucede con los temblores y con los huracanes porque son ejemplos dispares dentro del mismo caso. Si bien los terremotos existen desde el principio de los tiempos terrenales, los huracanes, no. Los huracanes que estamos viviendo de unos años a la fecha a finales de cada verano, con esta frecuencia y con esta intensidad, son el resultado de un fenómeno muy peculiar, y es que las aguas están presentando las temperaturas más altas de la historia. Hay un video interesante al respecto en este link.

Así que el pánico a resultas de estos dos fenómenos, parten de dos suertes distintas de negación: el miedo a los terremotos es la negación misma del comportamiento de la naturaleza, y la desolación ante la devastación de los huracanes parte de lo mismo pero con un origen mucho más grave: es la misma negación pero insertada en las raíces del poder, que es incapaz de dejar de hacer lo que sea que esté haciendo contra el ecosistema para seguir edificando sus emporios. Y mientras tanto, para poder edificarlos, le vende a la gente (sus esclavos pagados, sus abejas obreras) la ilusión de que también ellos pueden edificar los suyos. Y les da créditos para que se endeuden comprando sus casas o les construye viviendas que se caen con un solo soplido del Lobo Feroz; y les paga dinero para que consuman como bestias, llenándolo todo de plástico y de gases tóxicos y de basura, porque junto con el dinero, nunca les da información. (Porque no conviene). Contra el maligno enemigo y la codicia humana, protégenos, señor. 

Hace unos días fui al Costco. La señora que estaba formada delante de mí para pagar, llevaba sus paquetes gigantes de papel de baño, con cada rollo envuelto en su empaque individual de plástico; su tambo gigante de Cloralex, sus paquetes de kiwis traídos desde Nueva Zelanda (veinte horas de emisión de CO2 para traer esos kiwis a México), varios paquetes de carne molida de res empacados en unicel. ¿Y qué hacía yo en el Costco? Paradójicamente es el único supermercado cercano donde encuentro pollo, cereal y pan que no traigan hormonas o transgénicos, y un vino bueno, bonito y barato que me gusta mucho comprar. (No cabe duda que la gente que sabe vender, te vende de todo). La cosa es que esta señora del carrito de adelante se veía instruida, llevaba unos anteojos colgando (lo cual no necesariamente significa nada) pero vamos: se veía el tipo de persona que tiene acceso a la información. Y sin embargo, casi todos los productos que estaba llevando eran un atentado contra las nociones de ecología más básica y elemental. Lo peor es que esta sensación la tengo constantemente con gente cercana, en mi núcleo. Cuando veo llegar el súper a sus casas en treinta bolsas de plástico o cuando los veo lanzar colillas a la calle. Y no quiero sonar criticona ni regañona. Pero me preocupa porque siento que estas cosas deberían estar más que interiorizadas a estas alturas, al menos entre gente claramente consciente y a todas luces preocupada por el destino de la especie, y no lo están. ¿Por qué no lo están? A lo mejor yo estoy mal y no deberíamos preocuparnos tanto. Como dice George Carlin: es presuntuoso y soberbio pensar que podemos salvar a la Tierra. No nos toca. La Tierra ha estado aquí y va a seguir aquí y los que nos vamos a ir a la chingada somos nosotros. Pero, ¿no es justo eso lo que debería preocuparnos y ocuparnos?

¿Cuándo pasó? ¿Cuándo nos escindimos de la naturaleza a este grado? Desde luego, vivir en la ciudad no ayuda. Que nuestra relación cotidiana sea con coches y concreto y puertas y pisos y productos de fábrica en lugar de con árboles y montañas y cuerpos de agua, no ayuda a sensibilizarnos. (Aunque los pisos y los coches y las puertas hayan sido fabricados con materiales provenientes de la naturaleza, porque si no, tendrían que haber venido de Saturno, y no es el caso). Pero ustedes saben a lo que me refiero.

¿Ha sido así siempre?

Creo que un momento clave de la escisión fue cuando nos dijeron y nos creímos que Dios estaba en otra parte. En el cielo, en el más allá, en un Reino Inasible. Que lo que ocurriera aquí no importaba porque finalmente lo importante se cocía en otro lado. (Contra el maligno enemigo y las fuerzas de la naturaleza defiéndenos, Señor).

Cuando le dimos rasgos humanas a la tierra (igual que hacemos con Dios y con todo) y la llenamos de adjetivos. Y decidimos que la naturaleza era cruel. O inclemente. O misericordiosa. Cuando en realidad no es ninguna de esas cosas: sencillamente ES. Y desde luego no está pendiente de nuestras súplicas ni atiende nuestros reclamos. Nos regala maíz y frutas y agua, sí; y al mismo tiempo puede abrir una grieta que se traga a los dinosaurios o se lleva a doscientas personas con una ola. Sí, eso hace. Ni modo. 

Nos separamos de ella cuando quisimos tenerlo todo.

Cuando decidimos que la naturaleza podía poseerse y los territorios dividirse. Pero la tierra no es que sea de unos cuantos y no es que sea de todos: es que no es de nadie.

Cuando nos hicieron venerar un pedazo de tela diciéndonos que eso éramos. Que somos un país y que hay que amarlo y morir por él. ¿Pero qué es un país? Que le pregunten a Yugoslavia, por ejemplo, que ha cambiado de límites, fronteras y nomenclaturas decenas de veces, qué es un país.

Cuando aceptamos la guerra como algo normal (porque claro, ¡hay que defender nuestro país!) 

Cuando los homo sapiens se escabecharon a todos los demás homo que había en el planeta y por eso somos los únicos animales que no tienen otras familias de su especie, como explica la escalofriante teoría de Yuval Noah Harari.

A lo mejor somos extraterrestres, y ya. No venimos de aquí, y eso lo explica todo. (A veces en serio lo he pensado).

Y he pensado cosas más extremas.

En la conversación reciente sobre el maltrato a las mujeres y los ultrajes y asesinatos y el uso de las mujeres, a veces siento que así tratamos a la naturaleza, a la Tierra. Como una mujer que mientras sea linda y bonita y generosa, todo bien. Pero en cuanto nos muestra su lado bravo, no nos gusta. Entonces queremos domarla, amordazarla, que haga lo que esperamos pero que no la arme de tos. Que se esté quietecita, que no se mueva.   

Y esto lo hacemos tanto los hombres como las mujeres. Porque en este mundo utilitario, plastificado y enajenado que nos hemos inventado, creo que tampoco nosotras tenemos muy claro de qué se trata eso de ser mujer. 

Ahora, la pregunta que de veras importa: ¿Qué diablos hacemos?

Creo que desde el pináculo de la razón, va a ser poco lo que vamos a conseguir. Porque es justo desde ese lugar de razón y supuesta consciencia que hemos hecho todos estos destrozos. A punta de argumentos no vamos a convencer a nadie de nada, eso me está quedando más claro que nunca.

Creo que lo mejor que podemos hacer es bien simple: ir hacia ella. Abrazarla, sumergirnos en ella. Tan cursi como pueda sonar. Me vale tres kilos de madres sonar cursi. Sólo ella nos puede regresar a ella. Hay que ir a caminar descalzos en el pasto. Hay que ir a abrazar unos cuantos árboles. (Los pinches gringos se encargaron de acuñar el término peyorativo "tree hugger" para aludir a la fauna hippie, new agy, como del hombre Nutrioli pelirrojo que ahora sale en Facebook, y que sí está muy chistoso pero no debemos dejar que reprima nuestros ímpetus naturalistas, yoguis y ecologistas). ¿Han abrazado un árbol últimamente? Háganlo. Es de veras reconfortante. Hay que abrazar también a los perros y a los gatos y a los bichos que se dejen, incluida la gente. Hay que ir a acampar y a brincar en las olas antes de que sea tarde. Antes de que el mar sea radioactivo, como dicen los Joao en la canción de "Vamos a la playa", que es una canción distópica aunque parezca otra cosa.

Y no sé qué más. La naturaleza es vasta y cada quien tiene sus muy personales formas de aproximación a ella. Hay que procurarlas. Hay que repetirlas. Creo que es usando los sentidos y respirando hondo que vamos a ir recibiendo las instrucciones. Porque de ahí somos, de ahí venimos. Y sobrevivimos: eso hacemos. Para eso estamos programados: para seguir. Quiero confiar en que a la larga, y a punta de amor, eso es lo que vamos a hacer.