“This is precisely the time when artists go to work. There is no time for despair, no place for self-pity, no need for silence, no room for fear. We speak, we write, we do language. That is how civilizations heal.”
-Toni Morrison

domingo, 22 de enero de 2017

Estrategia para derrotar a Trump y de paso evitar la catástrofe mundial (por una mexicana, blanca, heterosexual, con más preguntas que respuestas)

Sí. Tengo una idea para derrotar a Trump:
No verlo. No oírlo. No vivir pendiente de las aberraciones que está haciendo o diciendo, para entonces enojarme y lamentarme y seguir viendo la computadora hasta las dos de la madrugada e irme a dormir con un nudo, y pasar el día siguiente con algo gris y viscoso flotándome encima, frustrada porque no puedo hacer nada contra ese engranaje inmenso y perverso, pensando que el mundo se va a acabar, que mi hijo va a sufrir por el agua, trabajando y estando con la gente con esa sensación, y buscando las maneras tontas y baratas de ver cómo la evito, cómo me distraigo, desde la chela y los toques hasta las horas frente a cualquier clase de pantalla. Viendo cualquier cosa. Viendo a Trump.
Esto es lo que yo creo: Trump es un fantoche. Un maldito personaje. Está más escrito que los diálogos de una telenovela. Si lo sabré yo, que a eso me dedico. "Las mujeres sangran por los ojos y por otras partes". ¿Neta? "Yo no pago impuestos y por eso soy un genio". "Grab them by the pussy". "Es que hay unos bad hombres que cuidado..." ¡¿Es en serio?! Hay quienes dicen que pues sí, el tipo es así. Yo no dudo que lo sea (¿qué significa ser "auténtico" en un contexto como éste, de todas formas?) ...Pero también es un gran explotador de su propio personaje, que está manipulando y torciendo a la gente estudiada y deliberadamente. No sólo a sus votantes, sino a todo el mundo. Y que sabe que el masoquismo morboso es algo que al consumidor promedio, se le da.
¿Y saben qué es lo único que no aguanta ese tipo de gente? NO SER VISTA.
Trump is a trap. No caigamos.

No dejemos que nos jalen hacia allá. A la tele. A la computadora. Al horror, a lo oscuro. Mejor vámonos al cine, al parque. A plantar cosas ricas y divertidas en nuestro balcón, a tomar cafés, a hablar con la gente con la que queremos estar, de frente. Sobre las cosas importantes. Vayámonos a tener a nuestros hijos y a ver a nuestros papás si aún los tenemos. Alejémonos de tanta muerte y vámonos a la vida. Pongámonos a hacer todo lo que dicen en esa lista tan bonita que salió al día siguiente de las elecciones: a sentarse junto a la de la burka, a defender al niño negro del camión, a hacernos el paro los unos a los otros. Pero sin que sea por Trump o para contestarle a Trump. No hagamos a ese tipo el centro de nuestro discurso. No lo tengamos tan presente entre nuestras palabras.
Voy a lanzar una hipótesis osada. Nunca había escuchado tanto las palabras "misoginia, racismo, homofobia, odio," juntas, todo el tiempo. Es como cuando hace trece años nos la pasábamos repitiendo la palabra "terrorismo", y hace cuarenta, "comunistas". Hay que tener cuidado. Estos tipos son muy listos. Son los mismos de siempre y son expertos en inventarse enemigos comunes para que nos agarremos a madrazos entre nosotros y mientras apañarse ellos todos los dulces de la piñata. Como lo hacen con las guerras "justificadas", y como lo quieren hacer ahora haciéndonos creer que media nación norteamericana odia a la otra mitad. Y sí, hay actitudes que lo evidencian. Y a mí también se me erizaron todos los pelos del lomo cuando vi salir a la calle a los del kukuks klan para festejar el triunfo del pelos de elote ese. Pero estos tipos lo hiperbolizan, lo exageran. Saben exactamente qué cosa "soltarnos" a los changuitos para que nos pongamos a olerlo y a mordisquearlo. (Sin ánimo de ofender a los changos). Desde la Rosa de Guadalupe y las pechugas de Salma Hayek hasta la jeta de Trump. De todas estas palabras repetidas y espantosas que escuchamos tanto por estos días, creo que la única cierta y universalmente aplicable, es ignorancia. Bueno, hay otra: miedo.
Y cuando hay ignorancia y miedo, y hay hambre, todo cuela.
Ahora nos están haciendo creer que el enemigo está en casa. Y no es así, se los aseguro. Todos los red necks del universo están preocupados exactamente por lo mismo que el resto. Se levantan en las madrugadas a bajarle la fiebre y a dar el biberón a sus cachorros, aunque queramos pensar que sólo se dedican a torturar gatitos. Y aunque cuiden a sus cachorros al tiempo que maldicen a los mexicanos, porque les han hecho creer que son ellos los que le quitan el pan de la boca a sus hijos.
Pero no son los mexicanos. Eso cualquier persona sensata lo sabe. Y hay otra cosa cierta, aunque nos cueste verla: cuando le quitan el pan de la boca a tus hijos, da igual si lo hacen escupiendo sapos por la boca, o escupiendo rosas.
Vencemos a Trump si lo ignoramos. Si le damos la espalda.
Y no se me entienda mal. No estoy sugiriendo que nos metamos en una burbuja e ignoremos lo que está pasando. Que dejemos de pronunciar el nombre "Voldemort" y de llamar a las cosas feas por su nombre, cuando hay que llamarlas por su nombre. Al contrario. Se trata de estar más alertas que nunca. Pero no obsesionados, no consumidos por la información al grado de que nos confunda y nos genere impotencia.
Son los mismos tipos. Con otra estrategia. Si no nos la cambiaran, no serían tan listos. Por eso nos agarraron en curva la semana pasada y no entendíamos qué estaba pasando. Pero el objetivo es el mismo, y es burdo y es simple: tenernos consumiendo como unos estúpidos. Hamburguesas, medicamentos, gasolina, coches, drogas, películas, palomitas, televisión, Coca Cola, revistas de modas, pendejadas. ¿Por qué? Porque quieren MÁS. Porque siempre quieren más y no quieren compartirlo con nadie. Son como el niño que no quiere dar de sus dulces (sin ofender a ningún niño, pero tengo uno de dos años y medio y he visto lo locos que se ponen cuando no quieren compartir).
Son los mismos que nos jalan a la diabetes. Al enfisema. A los accidentes alcohólicos. Los que nos están llevando a la ruina, al eterno endeudamiento crediticio, al insomnio, a la cárcel por nada, a la vida metidos en un coche. Nos están llevando entre las patas. Pero nos lo venden en empaques bonitos. Nos llevan a la anorexia y a la bulimia y a la obesidad mórbida. A las adicciones. A la guerra. Nos la venden con discursos carismáticos, sabor chocolate. Pero nos están haciendo de a poco ciegos. Ante la desgracia, ante las estadísticas de muertos y pobres. Nos hacen tragarnos el alquitrán, el transgénico, el azúcar. Y sí. También es nuestra responsabilidad lo que consumimos y lo que hacemos. Tenemos poder de decisión. Pero... ¿en serio la tenemos? Con esos empaques, con esos discursos... nos lo preparan todo como foto de hamburguesa de restaurante de cadena, lo hacen lucir todo tan positivo, tan inofensivo en sus comerciales... Hay que estar medio ciego para no caer en sus garras. (Y justo por eso es que a veces es mejor cerrar los ojos).
Mi amigo Juan Luis escribe en su libro Pensar la nada: "El malestar en la cultura toma distintas formas para cada cultura, y la adicción es una respuesta para un malestar característico de esta época. La clave para entender la adicción no está en las sustancias, sino en la relación que establecemos con ellas, determinada por coordenadas culturales e históricas muy particulares."
Pienso que en este momento histórico, en este tiempo, la economía, el gran mercado mundial, funcionan con adictos. Y Donald Trump no es más que otro producto adictivo.
Pero hay quien me argumentará: Trump es un síntoma de la decadencia de nuestros tiempos. Está ganando la derecha en el mundo. Hay un nuevo fascismo extendido y la gente está VOTANDO por él. Estamos jodidos.
En algún lugar leí que las sociedades en crisis tienden a "derechizarse". Y sí, es cierto, pero no por las razones que creemos. No me cuadra que de repente salieron del clóset todos los odiadores del arco iris y de las mujeres y los negros y los musulmanes. Mi teoría es que el conservadurismo -y digo conservadurismo con tiento porque no quiero implicar ninguna creencia religiosa, sino referirme a estos mismos desgraciados que quieren CONSERVAR las cosas como están, a toda costa, para mantener sus privilegios, y que son capaces de manipular a quien sea para que los apoye en aras de mantener esos privilegios- ...el conservadurismo codicioso (así le voy a llamar) destroza países pobres, los exprime, los despoja de todos los recursos, y luego, cuando la gente de esos países pobres se lanza a buscarse una vida en algún país "fresa", los conservadores codiciosos le hacen creer a la población de los países fresas que los ojetes son los pobres porque les roban lo que es suyo. (Pero hasta donde sé, el mundo no surgió con fronteras dibujadas...) Esa es la crisis que está viviendo Europa, agudizada ahora por la guerra en Siria y en otros países. Esa es la crisis que se vive en Estados Unidos también, a resultas de los muchos tratos y tratados desventajosos para la gente que han urdido las corporaciones y los títeres, digo... los gobiernos. Pero son tan listos, son tan convincentes estos malditos, que incluso logran que tanto a los europeos como a los gringos se les olvide que todos sus antepasados fueron inmigrantes. Así se las gastan. Aprovechándose de la necesidad de la gente, de su hambre, de su fe; haciéndoles creer cosas horribles como que los mexicanos van a violar y los gays se van a comer a sus hijos, o que la guerra es preferible a la paz si la paz involucra el "pecado", como en Colombia. De ahí sacan montón, de ahí sacan paleros y se salen con la suya. Del miedo. Son unos cobardes y unos rastreros que avientan la piedra y esconden la mano. Y cuando logran su objetivo, cuando se quedan arriba, ¿saben quiénes salen perdiendo? Los mismos. Jodidos. De siempre. ...Los de abajo.
Y aquí quiero subrayar algo: quien se diga liberal y no esté dispuesto a soltar uno solo de sus privilegios para que las cosas cambien a favor de la mayoría, no sólo es un conservador codicioso, sino un hipócrita.
¿Cómo luchar? ¿Cómo resistir? Volviendo a la idea de que Trump encarna el patrón adictivo mórbido y consumista al que nos tienen sometidos, lo único que se me ocurre es resistir todo esto como si fuera una adicción. Es decir, enfrentándola. Y enfrentarla no quiere decir cortar, prohibir, abstenerse. Eso casi siempre se traduce en una recaída. Al contrario: hay que ver, analizar, hacer consciente. Hace tiempo mi amiga Hebe me compartió una plática TED interesante sobre eso. A lo que sea que uno sea adicto, conviene observarse. Ver en qué momentos fuma uno, cómo se siente cuando se come la tercera rebanada de pastel, por qué  se clava con el iPad hasta las cuatro de la mañana. Sólo entendiendo nuestro comportamiento, nuestros patrones, podemos hacer algo al respecto. Aquí nuestro peor enemigo es la inconsciencia, el automatismo. Eso es lo que nos lleva al atasque, y luego a la cruda, y así en un ciclo infinito.
Hay que hacernos conscientes de nuestros hábitos cotidianos de consumo. Los últimos días he estado pensando en llevar una bitácora. Enterarme de una vez por todas de cuánto plástico utilizo y cuánta agua gasto. Pero en serio. Cuántas vaquitas me trago al mes. Y luego actuar en consecuencia, en actos cotidianos que sean fáciles de repetir. Somos criaturas de hábitos. Hay quienes pueden bajarle cinco minutos a la regadera cada mañana pero no al pollito. Ni modo. Tengo amigos que se mueven en bicicleta, yo soy una cobarde y jamás podría moverme en bici en esta ciudad. Mucho menos en moto, como Andrés. Pero conscientemente elegí mudarme a un barrio céntrico donde tuviera que usar poco el coche. No es el tibio "granito de arena". Es empezar. Con lo que sea. Empezamos a transformar algo cuando lo hacemos consistente, cotidiano.
Y esto va más allá de la ecología. Se trata de poner atención para detectar los patrones adictivos a los que estos desgraciados nos meten. Es entender cómo jugamos su juego para ya no jugar. ¿Netflix es malo o no? Depende. ¿Cuántas horas lo ves, te entretiene o te embrutece? ¿Es una compañía que trata bien a sus trabajadores? Entonces decide. Lo mismo con la ropa que compramos, con los gadgets, con los cosméticos... creo que ya me di a entender.
Me parece que hemos cometido el gran error de pretender que para cambiar el mundo, todos tenemos que ponernos de acuerdo. Tomarnos de la mano para ir a repoblar el Amazonas con una canción de John Lennon de fondo, o salir todos con el fusil. Y eso nos paraliza, porque lo vemos cada vez más imposible y lejano. Estos malditos codiciosos lo saben, y es otra cosa a su favor. Pero es cierto: NO se puede plantear una estrategia general porque nada puede generalizarse. Los seres humanos somos inabarcablemente diferentes, bipolares, tiernos y abominables, llenos de inseguridades y traumas, y lo que está claro es que no nos gusta lo mismo ni tenemos el mismo concepto de "mundo feliz". No podemos pretender entonces que todos tomemos las mismas medidas a favor de la salvación de nuestra especie, y no podemos confiar en que los gobiernos se encarguen porque son parte del mismo engranaje corrupto y retorcido que sólo ve por sus intereses. Si estamos dispuestos a hacer algo para que la generación que nos sigue tenga agua, tiene que ser desde una consciencia individual, consistente y firme, que poco a poco vaya conectando con otras consciencias hasta volverse colectiva. Pero TIENE que volverse colectiva. Eso de que "el cambio está en uno" es cierto, pero sólo parcialmente. Estamos juntos en esto. Es hora de observar y analizar. Mucho, profundo. Y de ahí, uno a uno, cambiar los hábitos. Esto tiene que ser primero desde cada uno, o no va a ser. Es como sumarte a un coro cuando no te sabes la canción. Primero tienes que sabértela.
Me temo que no, amigos míos. Bernie Sanders no nos va a salvar, Martin Luther King no podría salvarnos si reencarnara, y Jesús todavía no sabemos en qué vuelo llega o si va a llegar. Empecemos a hacernos las pinches preguntas, ya basta de que esperar que nos estén dando las respuestas.
Por lo pronto, para sobrevivir cada día, hay dos cosas en las confío plenamente: El complemento de los opuestos, su misterioso y confiable equilibrio, y la dialéctica. Todo tiene sus tres momentos... o lo que viene siendo su tesis, su antítesis y su síntesis. Y esto tiene un asegún, porque también implica que si algún día alcanzamos la justicia y la paz, vendrá otra vez el desbarajuste. Igual que lo acabamos de atestiguar en Estados Unidos: hace ocho años creíamos que el mundo estaba resuelto porque un negro había llegado a la Casa Blanca, y miren ahora. Pero al menos podemos confiar en esto: las cosas siempre se mueven, nunca se quedan en el mismo lugar. ¿Creo en el espíritu humano? No lo sé. A fin de cuentas es igual de contradictorio y dialéctico que todo lo demás, lo que lo vuelve errático y poco confiable. ¿Vale la pena el dolor de la consciencia para que otros seres humanos y otros bichos que no conocemos ni conoceremos jamás, experimenten esta existencia?
Es responsabilidad de cada uno responderse a esa pregunta. Sincera, cabalmente y cuanto antes.

Cuba forever


Hace ya varias semanas que murió Fidel, pero creo que para hablar de Cuba nunca es tarde. El problema es que es difícil hablar de Cuba sin hablar de Fidel, y lo segundo siempre es caminar en terreno resbaloso y minado. Es caer en un "sí, pero..." eterno, en una espiral inútil y desgastante enunciando aciertos para tumbarlos de inmediato con increpaciones, críticas y razones poderosas. Y eso tiene una consecuencia inmediata y grave: nos deja sin la oportunidad de echarle una mirada a Cuba y a los cubanos, analizar qué ha pasado ahí los últimos cincuenta y siete años, y con suerte aprenderles algo. Al fin y al cabo, con dictadura o no, están entre los países mejor parados de Latinoamérica hoy en día: todos y cada uno de sus habitantes tiene la salud gratuita garantizada y están alfabetizados; no hay bonanza pero tampoco miseria, y su mínimo impacto ecológico es algo que, sin ir más lejos, todos los que habitamos en este planeta deberíamos empezar a imitar, si no es que agradecer.

Siempre dije, como mucha gente, que quería conocer Cuba antes de que se muriera Fidel. Antes de hacerlo, como mucha gente, pasé varios años oscilando entre el escándalo y la idealización. Oyendo a Silvio Rodríguez y leyendo a Galeano por un lado, y viendo películas anti régimen como Fresa y Chocolate y Antes que anochezca, por otro. Había escuchado historias de que todos los cubanos querían irse pero nadie podía, que si eras turista y caminabas por La Habana se te lanzaban a morderte los tobillos, te pedían con desesperación desodorantes, chicles o pantalones de mezclilla, y te ofrecían su cuerpo o su madre a cambio.

Fui a Cuba por primera vez en el 2010 y nadie se me abalanzó para pedirme desodorantes. Lo que sí es que me tomaron el pelo un par de veces con los pesos convertibles cubanos, porque como turista te puedes confundir con el tipo de cambio y hay uno que otro vivales que se aprovecha. Esa vez sólo estuve en La Habana, y fue una experiencia corta pero muy intensa, de pasarme los días con la cabeza literalmente revolucionada. Fui con mi amigo Oscar y otro cuate, y además de alucinar con la ciudad atrapada en los años cincuenta, con sus edificios intocados, algunos derruidos (sólo una parte de la Habana vieja está restaurada), y los coches antiguos (almendrones) circulando por doquier, nos llamó muchísimo la atención la ausencia total de publicidad. Mientras que aquí en el "imperio" uno recibe un promedio de 3000 impactos publicitarios al día, en Cuba eso no existe, y lo cierto es que es un descanso para los sentidos. Lo que sí hay es mucha frase revolucionaria exultante de Fidel, Camilo Cienfuegos y de José Martí, repartida en vallas y carreteras. La ciudad es muy limpia y funcional para el turista, con servicios no excesivos pero suficientes.  Recuerdo que en aquella vacación todos los días comimos arroz con frijoles y yuca, cerveza Cristal o Bucanero (sólo hay esas dos marcas); que la heladería más famosa de la ciudad sólo tiene tres sabores, y que no pude sacar dinero porque no se me ocurrió que Banamex era banco gringo, así que Oscarín me tuvo que financiar la vacación. Recuerdo que el café era bueno y que fuimos a bailar a un lugar donde había una negra espectacular en unos mini shorts blancos cuyas piernas eran tan largas que parecía que iban a romper la pista, y ni mis amigos siendo gays ni yo siendo buga, podíamos dejar de mirarla. Recuerdo, sobre todo, una tarde que me caminé sola por todo el Paseo del Prado (se llama como el de Madrid) suspirando con la hermosura de las fachadas y los árboles que las enmarcaban, hasta el malecón, en medio de una luz indescriptible, y recuerdo que como todavía no existían las selfies con celular, interrumpí a una parejita melosa para que me tomara una foto con mi cámara. Una foto que ya no conservo, porque se fue en una computadora que me robaron poco después (en México).  

Malecón de  la Habana


Paseo del Prado
Quedé prendada de Cuba, aunque un poco mareada de tanto impacto (contra)cultural y tanta información. Oscar tuvo suficiente, pero yo no. Volví dos años después, esta vez con Andrés, familia y amigos. En esta ocasión sí salimos de La Habana. Estuvimos con nuestros amigos Adriana y Daniel en Viñales, en el corazón de las plantaciones de tabaco, donde montamos a caballo, fumamos puros y tomamos mojitos fabricados in situ, y luego nadamos en el interior de una gruta al pie de los mogotes, unos cerros espectaculares, que se me antojan un híbrido tepozteco y tailandés. Pasamos el último día del año en Cayo Jutía, una playa caribeña de revista (aunque sin lujos) con una luna diurna y bien redonda. La nochevieja fue rara, como lo son muchas veces las nocheviejas en destinos vacacionales: la rumba se nos escapó, así que terminamos deambulando por el malecón, que estaba lleno de trasvestis, y luego en un antro de malísima muerte que olía a tabaco, sudor, rayos y centellas. Al día siguiente, primer día del año 2011, Andrés, mi cuñado Pablo, Andrea e Inés (que era entonces una bebé de año y medio) y yo abordamos un almendrón sin suspensión y sin cinturones de seguridad que nos llevó en un viaje de seis horas hasta Trinidad, una de las ciudades coloniales más viejas del continente, de donde salió Cortés hacia México. Ahí también había playas, paseos en bici, y unos balcones de madera y herrería de piso a techo con unos patios interiores atrapados en el tiempo, y una plaza antiquísima (la más antigua de América) donde se bailaban ritmos afro caribeños. Igual que en Viñales, nos quedamos en la casa de una familia, que nos proveyó con tres comidas al día, ventilador y agua caliente.

En La Habana nos quedamos con un amigo cercano. Gabriel no vive en Cuba, sino en Nueva York. Su papá es italiano y su madre cubana, y él decidió hacer su tesis doctoral sobre Cuba, por lo que iba seguido a hacer investigación. Nos quedamos en la planta baja de la casa de su madre (la parte que el gobierno no expropió). Nos explicó que su tesis giraba en torno al término "resolver" ("resolvel" con acento local), verbo que alude a buscar las maneras de vender, comprar, conseguir, amañar o sortear cualquier situación en la isla. Por ejemplo, para "resolver" lo del almendrón que nos llevó a Trinidad, Gabriel se la pasó un buen par de horas tomando ron en la terraza de la casa con su primo para que nos consiguiera el transporte, y de paso unos puros para llevar a México. No se trata sólo de comprar o vender, es una danza parsimoniosa y hay que saberse los pasos. Nunca olvidaré que cuando pasamos una caseta, el conductor del almendrón, después de ofrecer una explicación cantinflesca y encantadora de por qué traía a un cuarteto de turistas y a una bebé de año y medio viajando con él (ya que claramente no tenía permitido lucrar con ello) se despidió del policía diciéndole "te quiero, papi".



Valle de Viñales
¿Qué dicen los cubanos de Fidel y Raúl? Lancé el anzuelo en varias ocasiones, con taxistas sobre todo, pero nadie lo pescó con demasiado ímpetu, ni para bien ni para mal. Daban siempre respuestas genéricas, casi ensayadas. Pero mentiría si dijera que no se respira una tensión constante respecto a la figura autoritaria, cierta y presente. Gabriel nos contó que hay una inteligencia central que domina en la isla y conoce cada uno de los movimientos de sus habitantes. Y no me extrañaría, si Fidel sobrevivió como a 600 atentados de la CIA. Supongo que esto no es muy loable que digamos, pero no difiere demasiado a lo que Snowden ya denunció en su día sobre la vigilancia ciudadana en Estados Unidos y posiblemente en el mundo entero.

...Pero aquí me detengo.

No voy a gastar un minuto en tratar de defender ni justificar a Fidel, porque no es mi interés ni el objetivo de este texto. Una sola cosa tengo yo muy clara: Fidel no hubiera logrado NADA sin los cubanos. Fidel no hubiera podido pintarle dedo al imperio más poderoso del mundo y aguantado un bloqueo de esa magnitud si no hubiera tenido a ese pueblo pequeño, recio, noble y valeroso a  su lado. Gabriel nos contaba que en los noventa, cuando cayó el comunismo en Europa, se quedaron sin apoyo, y casi se mueren de hambre. Primero se comieron a los gatos y cuentan que después hasta las alfombras. Aprendieron a autosustentarse, a autoabastecerse, a sobrevivir... a "resolver". Nunca en mi vida había visto semejante economía de recursos. En Cuba nada se desperdicia. Todos los cubanos son expertos mecánicos porque han tenido que arreglar los mismos coches desde 1959. Todo el mundo sabe componer electrodomésticos. En el campo hay lo necesario. En la costa, también. Quizás en la Habana se puede decir que el turista es privilegiado y que los lugareños viven mal, pero en el campo no hay truco. Yo lo vi con estos ojos. En el campo la gente tiene sus casitas y rentan sus cuartos, organizan paseos, la van llevando bien con el turismo. Se siente pobreza pero no miseria. Tienen lo necesario. Y yo soy una creyente férrea de la frase de que no es rico el que más tiene, sino el que menos necesita. Si tienes poco, te preocupas por poco. Te liberas. "Things you own end up owning you" dijo Tyler Durden en The Fight Club. Yo estoy con él. Daría algo por no sentir los ovarios en el cuello cada vez que no encuentro mi pinche iPhone, pero más de una vez me he dado cuenta de que no soy capaz de desprenderme de él. Ese aparato me requiere, me tiene sometida. Es terrible pero cierto.

En Cuba un médico especializado gana veinte dólares al mes. Sí, veinte. Y eso ya es muchísimo. Suena escandaloso, por supuesto. Comida y techo no le faltan, aunque obviamente no habrá salmón en su refri ni Crusli en su despensa ni tendrá Fox Sports ni Wifi. Recuerdo que en Coppelia, la heladería de tres sabores que mencioné antes, estábamos perplejos porque la gente llevaba bolsas de plástico donde echaban, por debajito de la mesa, el helado que pedían para supuestamente comérselo ahí. Como si compraran ahí el helado para toda la familia  y sus veinte primos. Y uno podría llevarse la mano al pecho con un suspiro paternalista y decir "pobre gente que no puede ir al súper, agarrar un carrito, y elegir entre cuarenta marcas de helados exquisitos". Pero en serio, bien en serio: ¿Eso es lo peor que le puede pasar a alguien? El capitalismo se ha encargado de asegurarnos que sí. Pero yo tengo mis dudas... 

No sé ustedes, pero yo no sé qué prefiero. Que me racionen el arroz, o vivir cuatro horas al día metida en un coche y ocho en una oficina haciendo un trabajo que aborrezco, correteando los días hasta que llega el fin de semana para cuando por fin llega, aplastarme frente a la tele o ir al centro comercial y comprarme unos jeans que no me voy a poder poner hasta el siguiente fin de semana (porque entre semana tengo que andar de traje) y una pantalla plana que firmé con la tarjeta y que voy a estar pagando los siguientes dos años, tal vez con intereses asfixiantes, porque si me quedo sin trabajo (que puede suceder en cualquier momento) por tener que seguir pagando renta y gasolina para buscar otro trabajo, me voy a ahorcar y no voy a tener cómo pagar. Y eso, sin contemplar niños. Cuando hay niños, hay que multiplicar la angustia económica por el número de miembros de la familia. Y empezar a contar otro tipo de historias de terror, como madres y padres que están lejos de sus hijos doce horas al día para poder trabajar y darle de comer a los hijos y a las nanas que se los cuidan.  

Y muchos me responderán: pero los trabajadores del mundo "libre" al menos tienen la libertad de elegir. ¿En serio la tienen? Estamos en un sistema que no perdona no tener dinero. Si no tienes dinero, además del famoso "estátus", no puedes acceder a las cosas más básicas. Punto. No nos engañemos. Aquí no hay salud ni educación públicas, mis cojones. Sin dinero no te operas un cáncer ni te haces una diálisis a tiempo; no estudias ni te montas una carrera ni un oficio.  Te pudres. Y si a balseros escapando a Miami vamos, echemos números a ver cuántos mexicanos se largan de aquí a la semana para tener una vida digna. 

Hay quien me dirá: se te hace fácil ensalzar e idealizar a Cuba porque fuiste de turista. Báncate una semana como ellos. Formados media hora para subirse a una guagua, con una canasta básica raquítica, teniendo que recursearse cualquier cosa, un poco de aceite, una barra de chocolate, una tele. La verdad es que lo haría, por lo menos para adquirir habilidades y no ser una inútil como lo soy, que no sé ni plantar un jitomate.

¿Saben qué vi en Cuba? Música. Por todos lados hay música. Por todos lados hay niños con uniforme de escuela, caminando  en las calles. Viejos en mecedoras al sol, aunque sea afuera de portales desvencijados. Señores discutiendo acaloradamente en las plazas, hablando de béisbol. En Cuba hay dos marcas de cerveza y dos de refresco. Negros y mulatos. Tabaco. Ron. Café. ¿Quién puede pedir más? Los imperialistas codiciosos y envidiosos se encargaron de decirle a todo el mundo que los cubanos necesitaban más, que vivían fatal y había que salvarlos de las garras la miseria. Pero no eran los cubanos los que necesitaban más. Era y es el resto del mundo, somos nosotros, los que necesitamos más y más y más. Más canales en la tele. Más marcas. Más zapatos. Más juguetes. Más pasillos en el súper. Otro sabor exótico. Otra cualidad sobrenatural en el shampoo. Otra etiqueta de "nuevo" en un producto gastado. Con hambre de algo que ni siquiera podemos nombrar. 

En Cuba no hay ni yonquis en las esquinas, ni niños hambrientos en los camellones, ni vagabundos ni locos ni esa clase de miseria que existe en los países capitalistas. Esa miseria desposeída, desoladora y solitaria. Los cubanos no saben lo que es eso. Están juntos. Tienen un profundo sentido de identidad. Son listos, echados pa'lante, guapos, sabrosos, sensuales, musicales. A veces pueden ser medio azotados, como si el mundo se las debiera, y las cosas se hacen a su manera. Son dignos. El "servicio a cliente" no está en su vocabulario ni en su sistema. Son recurseros, envolventes, endulza orejas. Y no podían ser de otro modo: cada cubano es su propio publicista. Lo que sí es que no tienen mucha imaginación culinaria. Tina, la señora octogenaria que ayudaba en la casa de Gabriel, y que es santera en sus ratos libres, estaba escandalizada de que mezcláramos los frijoles con el huevo revuelto. Pero son gente candorosa y directa a la que dan ganas de aprenderle algo, todo el tiempo, en cualquier intercambio. Un paso de baile, un ritmo o un acorde, un conjuro, una ocurrencia, un movimiento del cuerpo. Todo lo que recuerdo de Cuba es, en fin, tierno, orgulloso y estimulante. Tengo por ahí arrumbado un buen trozo de corazón.



La revolución y el régimen de Castro no funcionaron para todos los cubanos, desde luego. Hubo muchos que no se la compraron y que no soportaron vivir así, y se largaron. Está bien. Otros se quedaron.  Esos son los que despidieron a Fidel como lo hicieron: a raudales (a menos que Peña Nieto les haya mandado camiones de acarreados o que los cubanos tengan una vena masoquista del terror, cosa que dudo). "Cargue con su pesao", reza la leyenda de la Bodeguita del Medio. Y yo intuyo que el del cubano no es un "pesao" como nos lo imaginamos, o como nos lo contaron. Quizá para algunos sí, pero no para la mayoría.

El mundo critica la revolución. Si el día de hoy tenemos derechos laborales, y nos pueden echar del trabajo al menos con una liquidación, es gracias a revoluciones como la cubana, que tanto nos entripan; si las mujeres podemos votar es gracias a que nuestras abuelas, en su día, obstruyeron los congresos y las avenidas. A Cristo lo crucificó el imperio de su tiempo. Cuba es una obra inacabada, inconclusa. Hay que pensarlo un minuto antes de ponernos defensivos y empezar a despotricar sin ver lo positivo en cualquier intento de lucha social, por el terror de perder nuestra ridícula parcelita de privilegios. Si no apoyar, cuando menos hay que tratar de entender las revoluciones, viendo tanto lo positivo como lo negativo que generan (como hay que verlo en todo), porque  por fallidas que sean, gracias a ellas hemos ganado derechos y vamos caminando un poco para adelante. Hasta la revolución industrial, de la que se ha desprendido esta borrachera colectiva que nos tiene viviendo entre ríos de cosas, de basura y de chatarra, le ha dado sus cosas positivas a los habitantes de este globo oxigenado, perdido en la inmensidad del universo.

En el avión de regreso del segundo viaje a Cuba lloré un buen rato. Sabía que a esa Cuba, exactamente así, no la iba a volver a ver. Y es que esa isla es una perla en este mundo. El último resabio contra la embestida del neoliberalismo rapaz, el único rincón que logró resistir al saqueo del que todos los países capitalistas hemos sido víctimas, anestesiados con la falsa ilusión del consumo. A diferencia de otros territorios marcados arbitrariamente por fronteras inventadas, Cuba está aislada, contenida en sí misma. Y son fuertes porque su gente sabe que sólo se tienen los unos a los otros para sobrevivir. Dicen que el cambio siempre es bueno. Lo único que me reconforta ante la apertura de la isla (que no es más que abrirle la puerta al monstruo, aunque lo digamos con eufemismos), es saber que esa gente está educada, alfabetizada. Y su idealismo fraguado en acero les va a servir para no dejarse tan fácil y para transmitir su legado de resistencia, trabajo, amor a la tierra y dignidad. Quizás así se logre conservar un bastión heredable para el resto de la humanidad, cuando las cosas se pongan realmente difíciles.  (Y se van a poner. Eso todos lo sabemos aunque tratemos de ignorarlo). 

Por lo pronto, hay algo que sí me queda muy claro y es que es indispensable que los latinoamericanos nos busquemos otra vez, nos escuchemos y nos reconozcamos. Creo que en México eso nos urge: dejar de ver tanto hacia el norte, y empezar a ver más hacia el sur. Allá arriba no hay mucho más qué mirar ya.


Hace unos días platicando de todo esto con Linda, mi analista (canadiense de setenta y pico años) dijo que a ella se le cayó por completo el ideal de la revolución Cubana y  el "hasta la victoria siempre" que en su día cimbró al mundo entero, cuando se enteró de que Fidel albergaba misiles rusos. Lo decidió él solo, sin consultar a su pueblo. Y educó a su pueblo sin que ninguno pudiera siquiera apelar a gobernar en su lugar. Me parece tristísimo que por la torpe ejecución de un solo hombre y sus cuestionables decisiones, ese resplandor de esperanza que la revolución cubana inyectó al mundo, se pierda. Porque esa esperanza es lo único que puede salvarnos. Bajo la forma y las condiciones renovadas que decidamos darle. Pero nunca debemos volvernos cínicos y abandonar la idea de que podamos vivir con más justicia y con más libertad.

¿Y qué carajos es la libertad? Lo he estado pensando mucho. Creo que la libertad siempre es libertad de elección. De poder decidir si uno se queda donde está o abre la puerta y se sale. La cualidad intrínseca de la libertad es elegir. A mí me encanta ir a un restaurante, abrir la carta y elegir un plato. Elegir unos zapatos. Elegir a dónde viajar. Pero la libertad no puede ser sólo libertad de consumo. Así lo hemos entendido con el capitalismo y eso ha implicado que muchos empeñen su vida entera y sus días sean una miseria hueca y automatizada, con tal de poder "elegir" qué "TENER". (Hay otros a los que les va peor, y se suicidan porque se la pasan jornadas eternas fabricando teléfonos y piezas de ropa que nunca se van a poder comprar).

Creo que si tuviéramos que enfocar esfuerzos para una nueva revolución, tendría que ser buscando que todas las personas tengan la libertad no de tener, sino de HACER lo que amen hacer, cada día de sus vidas. Pienso que tanto el socialismo como el capitalismo han fracasado porque son esquemas cuyos objetivos siempre van enfocados a que la gente "tenga". Mucho o lo justo, como sea. Pero eso siempre va a terminar siendo inequitativo. Cuando hablo de hacer lo que cada quien ame, es fácil pensar en aplastarse en un sillón a tragar y a enajenarse con series y videojuegos. Ese sería el escenario ideal del "hacer" que nos pintaría el capitalismo. Pero el verdadero hacer humano siempre es un hacer por y para el otro. Pintar, actuar, curar, construir cosas, fabricarlas, cultivarlas. Trabajar con nuestras manos, usarlas no sólo para cobrar cosas y pagarlas. Y es que el dinero puede ser un asset huevón. Puedes trabajar un montón por ello o puedes no trabajar nada, si tuviste la mala suerte de nacer rico. Y digo la mala suerte porque no he conocido gente más jodida y más infeliz que la que no ha tenido que mover un dedo por nada en toda su vida. Lo que nos recuerda Cuba es que las cosas no las resolvemos nunca solos, aislados. Nos recuerda que si salimos adelante, es siempre junto con el otro. En comunidad. Y la comprensión profunda de que el bienestar del otro también es el de uno. Si la gente recobrara ese sentido de hacer con sus manos y de buen ánimo para los demás, tal vez voy a sonar naive, pero creo que muchos de los problemas que nos aquejan se resolverían por añadidura. Pienso que la ecología ha fallado porque ha estado muy basada en la culpa. Y no puede ser de otra manera: SÍ nos estamos cargando al planeta y no hay manera de hacerlo sonar bonito ni atractivo. Pero el cuidarnos los unos a los otros nos pondría en la sintonía de cuidar lo que nos rodea, y no nada más a nosotros mismos, con lo cual sería más natural tomar las medidas cotidianas para durar más en esta Tierra. Al amar lo que hacemos, no nos sería tan necesario consumir cosas para sentirnos completos, lo cual se traduciría en envidiar menos lo que tienen los demás, en codiciar menos (codiciar es el verbo clave y central de todos nuestros males) y eso reduciría el crimen. Y a nivel personal (aunque todo lo anterior lo atañe), al vivir con un propósito y con un sentido claro e inmediato, no tendríamos que estar filosofando en torno al sentido de nuestra existencia, ni buscando consuelo en fármacos ni en terapias express. (Estoy enunciando en tres patadas un tema que requiere muchísimo más desarrollo, pero la idea por lo pronto es plantearlo, a partir de lo que Cuba inspira a bote pronto). Michel Domit dijo que vivimos entre el hacer y el tener, que nos falta el ser. Yo pienso que en realidad no hay ser sin hacer. Y si yo tuviera que emprender una causa, hoy por hoy, lucharía por eso: porque todos puedan hacer lo que elijan. Todos y cada uno de los días de sus vidas. Estoy convencida de que esa es la única vía de salida que tenemos.

Y esta idea, igual que la revolución Cubana, es una utopía. Pero esa es la naturaleza de las utopías: uno no las "alcanza": avanza hacia ellas. Como dijo Galeano, sirven para caminar. Lo más grave de una utopía, es no tenerla. Lo creo en lo más hondo de mi corazón.

Y para terminar, un regalito:

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Los padres habían huido al norte. En aquél tiempo, la revolución y él estaban recien nacidos. Un cuarto de siglo después, Nelson Valdés viajó de Los Angeles a La Habana, para conocer su país. Cada mediodía, Nelson tomaba el ómnibus, la guagua 68, en la puerta del hotel, y se iba a leer libros sobre Cuba. Leyendo pasaba las tardes en la biblioteca José Martí, hasta que caía la noche. Aquel mediodía, la guagua 68 pegó un frenazo en una bocacalle. Hubo gritos de protesta, por el tremendo sacudón, hasta que los pasajeros vieron el motivo del frenazo: 

Una mujer muy rumbosa, que había cruzado la calle. —Me disculpan, caballeros —dijo el conductor de la guagua 68, y se bajó. Entonces todos los pasajeros aplaudieron y le desearon buena suerte. 
El conductor caminó balanceándose, sin apuro, y los pasajeros lo vieron acercarse a la muy salsosa, que estaba en la esquina, recostada a la pared, lamiendo un helado. Desde la guagua 68, los pasajeros seguían el ir y venir de aquella lengüita que besaba el helado mientras el conductor hablaba y hablaba sin respuesta, hasta que de pronto ella se rió, y le regaló una mirada. El conductor alzó el pulgar y todos los pasajeros le dedicaron una cerrada ovación. 
Pero cuando el conductor entró en la heladería, produjo cierta inquietud general. Y cuando al rato salió con un helado en cada mano, cundió el pánico en las masas. Le tocaron la bocina. Alguien se afirmó en la bocina con alma y vida, y sonó la bocina como alarma de robos o sirena de incendios; pero el conductor, sordo, como si nada, seguía pegado a la muy sabrosa. 

Entonces avanzó, desde los asientos de atrás de la guagua 68, una mujer que parecía una gran bala de cañón y tenía cara de mandar. Sin decir palabra, se sentó en el asiento del conductor y puso el motor en marcha. La guagua 68 continuó su recorrido, parando en sus paradas habituales, hasta que la mujer llegó a su propia parada y se bajó. Otro pasajero ocupó su lugar, durante un buen tramo, de parada en parada, y después otro, y otro, y así siguió la guagua 68 hasta el final.  Nelson Valdés fue el último en bajar. Se había olvidado de la biblioteca. 

Eduardo Galeano






Larga vida a Radiohead

Como soy chaparrita, nunca veo nada en los conciertos. Así que además de escuchar la música, dedico mucho tiempo a ver a la gente. Me fascina ver a la gente en los conciertos. La dicha en sus caras, su gozo con la música, me devuelve un poco la fe en la humanidad.

Me dije que esta sería la última vez que voy a un concierto de Radiohead. Ya he ido a unos cuantos, el último disco no me gustó. Llegué a arrepentirme de comprar boleto para verlos a ellos y no a Roger Waters. Después de ver a Thom Yorke desgarrarse al final de XX, y de todo lo que pasó antes y después, me doy un zape, me llamo insensata y me recuerdo que éstos son los meros capos. Éstos y no otros. Y decido que voy a ir a todos los conciertos de esta banda mientras ellos y yo tengamos vida, porque lo que hacen y lo que le hacen a los demás, me recuerda exactamente por qué clase de sensación me gusta estar viva.

Yo no suelo grabar en los conciertos, me choca. Pero ayer lo hice. Sólo que no grabé el escenario...

Larga vida a Radiohead.

  

Primer Mundo


Pasa. Que es domingo y dices "vamos a llevar al chiquín al teatro". Decides irte en metro, es un buen día para usar el transporte público. Llegando a la estación, nos salen los polis con que la carriola no pasa. Y nos enseñan una disposición nueva, impresa, en donde dice que nada de bicis, ni carriolas, nada que ruede y ocupe espacio, pues. ¿Y los que andan en silla de rudas, qué?, preguntamos. El jefe de la estación (que para este momento ya sacamos de su cabina y sumamos a la discusión) cantinflea. Además notamos que no hay elevador, no hay rampas, no hay nada. ¿Cómo bajaría una silla de ruedas al andén?, volvemos a preguntar. Andrés le dice: "En otros lugares a donde hemos viajado las estaciones de metro tienen instalaciones pensadas para que se muevan carriolas, sillas y demás". El jefe de estación nos miró con una mezcla de mofa y odio redomado y antes de darse la media vuelta, declaró: "No estamos en el primer mundo". Pácatelas.  

"No estamos en el primer  mundo".

Hace un par de días hablaba con mi amiga Hebe. Ella vive en Houston y acaba de pasar unas semanas visitando a su hermano, que vive en Dinamarca. Me contó que de pronto se sintió un poco rara con la precariedad con la que se vive ahí para ciertas cosas. El tamaño de los departamentos, las pocas opciones de productos que hay en los supermercados. Llegó un punto en que hasta le dio un poco de síndrome de abstinencia del Wallgreens. Pero al mismo tiempo, comenzó a valorar la manera en que los daneses cuidan las cosas, cómo todo lo reutilizan, lo reciclan, cómo aprecian un mueble viejo y atesoran cualquier pequeña herencia que puedan restaurar. No tienen "mucho", no tienen tres pasillos de puros desodorantes, como en el Target; lo que sí tienen son unos parques increíbles. Y espacios públicos impecables. Tienen la salud y la educación de sus hijos garantizada, así trabajen cobrando en el súper. Se pueden mover en bicicleta, a pie o en transporte público porque hay las facilidades y las condiciones para ello. Si alguien NO los dejara meter una carriola al metro, si alguien le negara el fácil acceso a sus menores y a sus discapacitados, estoy segura de que se quedarían perplejos, congelados de estupor.

Para mí, ESO es primer mundo. No un lugar donde hay un chingo de cosas para comprar y todo el mundo tiene coche y pantallas planas (y está endeudadísimo). Simplemente, un lugar PENSADO PARA EL CIUDADANO. Para que se mueva, trabaje y viva bien. Así de simple y así de complejo. Como en Amsterdam, donde todos andan en bici (trajeados, señoras embarazadas, familias de cinco) y la bici más vieja y traqueteada siempre es la mejor, porque no duele que te la roben. O como en Viena, donde mi amigo Garufo vive en un departamento amplio, luminoso y accesible, porque ahí la consigna es que las rentas no pueden pasar de cierto tope, de modo que casi cualquier trabajador puede acceder a una vivienda espaciosa y digna. O en Hungría, donde las mujeres tienen seis meses para dedicarse a su bebé con goce de sueldo después de parir. Incluso España, con todas las mil broncas por las que ha pasado, tiene banquetas lisas y contenedores de basura en cada una de sus calles. (Aunque muy poca gente tiene/usa el coche y nadie tiene estacionamiento en su edificio, ni elevador, a menos de que sea un Lord).

No estoy diciendo que Europa no tenga fallas ni aristas muy feas, pero no me quiero poner a discutir política internacional ahorita. Me interesa hablar de calidad de vida y de lo que me gustaría para el lugar donde vivo.

El jefe de estación habló verdad, después de todo. Este no es el primer mundo. Pero podría serlo. Debería. Es cosa de pensar: ¿Cómo estaría mejor la gente? ¿Cómo podría pasar mejor sus días? ¿Qué NECESITA para que eso pase?

Y ya. Imagínense la ciudad de México, este valle prodigioso, plano, con su clima privilegiado, funcionando como Copenhague. ¿Es una locura? ¿Pero neta lo es? ¿Por qué? Es demasiado grande, cierto. Pero además de eso... ¿es que sería DEMASIADO bueno y por eso no podemos soportarlo? Tal vez nos da demasiada culpa... Tal vez en el fondo creemos que tenemos que vivir de la fregada por un añejo pecado (como que la Guadalupana haya elegido este lugar y no otro para manifestarse, como dijo el Papa) y por eso seguimos dejando que nos saqueen y nos den migajas a cambio de los banquetes que les regalamos en forma de IVA e ISR. Por eso tildamos de mamón un comentario sobre lo bien que se puede vivir en otros lugares, en lugar de buscar la manera de vivir así nosotros.

Ya no fuimos al teatro. En cambio, paseamos a pie por el barrio. Una que otra rampa en la esquina; la mayoría de las banquetas, angostas, rotas y chuecas. Los pinches cables horrendos, hechos telarañas imposibles en las esquinas. Pero eso sí. Cada persona fue amable, y cada cosa que comimos o bebimos estuvo rica. Yo estoy convencida: este país, con su guerra, con su saqueo permanente, sigue en pie y más o menos funcionando gracias a que la gente le chinga como en ningún otro lado y tiene un espíritu forjado en oro.

Así que la cosa es así: A sabiendas de que NO podemos depender de nuestra flamante clase política para conseguir los cambios que tanto ansiamos, ¿QUÉ PODEMOS HACER? Algo que no sea "ser buen ciudadano" y "poner nuestro granito de arena". ¿Ideas? ¿Listas de deseos?

Alguien me dijo un día: Los países de Europa del Este son países viejos, vienen de 500 años de guerras. Ya están en otra. Nosotros estamos en pañales. Tal vez, en efecto, nuestro "tercermundismo" sea una cosa que se cura con la edad. Pero si así fuera, ¿tenemos tanto tiempo...?