“This is precisely the time when artists go to work. There is no time for despair, no place for self-pity, no need for silence, no room for fear. We speak, we write, we do language. That is how civilizations heal.”
-Toni Morrison

sábado, 4 de julio de 2020

El poder de los fogones, o de cómo el confinamiento me quitó lo inútil



It was the best of times, it was the worst of times
-Charles Dickens

Yo siempre afirmé, con cierta presunción tonta, que odiaba la cocina. La afirmación iba bien con mi perfil de escritora bohemia que anda ocupada en otras cosas. Además de huevos, sándwiches y quesadillas, sabía echar proteínas al sartén y las ensaladas me salvaron para las cenas diarias en casa y en los eventos familiares durante años.

Pero a mis cuarenta y cuantos años de edad, hasta hace unas semanas, yo no sabía hacer una sopa.

¿Por qué? Siempre alegué que la cocina me estresaba. Que mientras que a algunas personas las relaja, a mí me pone de los nervios que se me queme algo mientras pico otra cosa, y que esa otra cosa se me enfríe mientras pongo a cocer lo anterior. Otra cosa que abomino de cocinar -como casi todo el mundo- es lavar platos. 

Pero había otra cosa que se interponía entre los fogones y mi persona: otras personas. Como buena pequeño burguesa mexicana, siempre tuve quien se diera a esas complicadas tareas en mi lugar. Ya fuera alguien que me ayudaba con las tareas domésticas en casa, o los años en que viví sola y no contaba con ayuda frecuente, las bien amadas fonditas de barrio, ricas y baratas, y las cocinas económicas con platillos para llevar.

Hace tres meses, todo cambió. De un día para el otro, la señora Mati tuvo que quedarse en su casa porque además de vivir hasta casa de la chifusca como para trasladarse en transporte público durante la pandemia, es hipertensa y diabética. Me dejó hecha algo de comida para la semana, y no la hemos vuelto a ver. (Aunque hablamos con ella y le seguimos pagando su sueldo más o menos puntualmente).

Y entonces algo extraño sucedió. La comida se acabó, y en lugar de levantar el teléfono y pedir a domicilio, descongelé un pescado y lo metí al horno con jitomates y cebollas. Y  preparé una ensalada de las de siempre, y ese día comimos rico.

Mientras tanto, todo se precipitaba. Comenzaron a cancelarse los viajes, luego las bodas, después los conciertos; los comercios, los restaurantes y las escuelas de pronto cerraron hasta quién sabe cuándo, en el mundo entero, y había países donde la policía te detenía si sacabas a tu perro a hacer pipí a la calle. Sentí pánico. Radical. Pero no de morirme de Covid o de que alguno de mis seres queridos lo hiciera, que también. Tuve mucho miedo de sufrir ese tipo de encierro, de no poder salir a ver un cielo o un verde, a riesgo de perder la libertad en todo sentido. Imaginé un escenario similar por una dictadura y no por un asunto sanitario. Imaginé todo tipo de cosas horribles (porque además tiendo al pensamiento catastrófico); comencé a pelearme con mis amigas por estupideces políticas y porque todos entramos en el peor estado neurótico posible; dejamos de ver a la gente cercana, nos despedimos de nuestros amigos en un retén policial hidalguense en lugar de convivir juntos un fin de semana, y lloramos como si no fuéramos a volver a vernos. Comenzaron a enfermarse y a morir personas conocidas. Entramos en una suerte de estado de flotación extraño, como si nos hubiera arrastrado un huracán invisible, que sólo nos permitió agarrarnos de los seres y cosas más elementales para seguir adelante.

Contra la ansiedad me salvaron tres cosas: dejar de ver noticias, escribir como desesperada, y hacer de comer. Esto me dio la sensación de que en ese mar invisible de incertidumbre donde flotábamos, había algo que podía controlar. Con mis propias manos.  

Y así comenzaron a trenzarse los días de esta nueva realidad extraña, en la que ninguno, jamás, nos habíamos encontrado ni hubiéramos soñado con poder adaptarnos. Pero pudimos. Porque no hubo de otra y porque somos animales de hábitos. Y el nuevo hábito fue quedarse guardados. Y apañárselas. De pronto así estábamos, día tras día, los tres pata de perro aquí metidos, gestionando la vida con el trabajo a distancia, el juego, la tele; después se reanudó la escuela en línea, al principio medio hechos un desmadre, pero siempre con una constante imperturbable: sentarnos a la mesa para comer tres veces al día. Juntos. Y entonces "meterse a la cocina", como decía mi madre (quien por cierto nunca consiguió meterme a la cocina), cobró otra dimensión. (También ayudó mucho establecer otro acuerdo básico: el que cocina, no lava).

Comenzamos con ensaladas y verduras al vapor y cualquier proteína que pudiéramos comer con tortillas o tostadas, porque para colmo aquí los adultos no comemos trigo, así que la salida de los sándwiches o la pasta, estaba descartada. Pero entonces Juanita, una señora muy querida, en una de nuestras escapadas me regaló unos nopales sin espinas y con mucha vergüenza tuve que decirle que no sabía cómo prepararlos. Sus indicaciones fueron rápidas y sucintas: los corta, los pone a cocer con tantita sal, y ya que están cocidos los escurre, y los guisa con aceite, ajito y cebolla.

Fue mágico. De repente tenía una olla con nopales, hechos por mí, ¡y sabían bien! Y con ellos nos alimentamos por varios días. Luego Juanita me dijo cómo preparar un pollo al horno: echa cilantro, ajito y cebolla y un poquito de agua a la licuadora, con eso baña el pollo, unas zanahorias y unas papitas crudas y lo mete todo al horno hasta que se cueza. Más fácil, imposible. Más delicioso, tampoco. 

Entonces fui más allá y me atreví con un arroz. Sabía que el trinomio de aceite, ajo y cebolla no me fallaría, y con la cantidad correcta de agua, se hizo el milagro. Yo no había vuelto a hacer un arroz desde el año 2000, en que se mi primer intento acabó apelmazado en el bote de la basura. Cuando lo probé esta vez lo hice con miedo del fracaso doble, y cuando comprobé que sabía bien y que no estaba crudo ni pegado, me puse a llorar. Literalmente a llorar, de emoción.

A mi hermana Dunia le pasó lo mismo. Como mucha gente optó por hacer,  también despachó a su personal doméstico con goce de sueldo y se puso a lavar y cocinar, cosa que no había hecho jamás. Ella es una psicoterapeuta muy picuda y se me hizo muy loco que ambas seamos profesionistas experimentadas y pueda darnos un orgullo de esa magnitud el preparar un arroz comestible.

Y es que sí. Es increíble que una cosa tan simple como poner comida en la mesa  pueda dar una sensación tan tremenda de independencia y de capacidad. Pero puede.

En los casi cuatro meses que llevamos en confinamiento, hemos pedido comida a domicilio sólo dos veces. Y esas dos veces, la verdad no ha estado tan chido. Mucho plástico, mucho unicel, un sabor industrialoso, las tortillas medio frías, el sushi medio desabrido. 

En cambio he aprendido a hacer hamburguesas, albóndigas, arroz, chiles rellenos, frijoles, consomé y cremas de diversas verduras, lentejas, coliflor al horno, tortilla española, camarones al ajillo, salsas... casi todas comidas caseras, sencillas, como las que preparaba mi madre y también las que comía en las fonditas y que siempre me gustaron. Andrés y Esteban le entran también. Esteban a sus seis años es bastante ducho para rebanar, pelar y es el hacedor oficial del agua de limón; Andrés, entre otras cosas, es el encargado de las palomitas de olla y de la gelatina casera porque es el único al que no se le pega la grenetina. Mi única incursión con los postres ha sido un flan que decidí hacer el día que Esteban terminó su año y su etapa preescolar y que quedó bastante bueno, pero fue tardado y muy accidentado de hacer. (Como tip, tengan cuidado: el azúcar derretida para hacer caramelo quema un chinnnngo).

Además del poderío autonómico, experimenté el cliché de la sensorialidad. Yo nunca había rebanado con mis manos una loncha de atún o unos dientes de ajos tiernos, ni le había echado romero a algo a ver a qué sabe, ni probado cantidades de sal. Y comprobé el sentido pleno de lo que implica alimentar. Porque cabe decir que en todo este tiempo no nos hemos enfermado de nada. Para empezar, no nos hemos enfermado de la panza, que ya es ganancia. 

Aquí debo hacer un paréntesis y agradecerle a una mujer de nombre Gina del Ángel, enviada por la providencia y promotora de la pulpa de sábila, que hace justo un año me salvó de una espiral descendente de años de suplicio y visitas a gastroenterólogos, enseñándonos a comer bien, lo que se dice bien, por primera vez en nuestras vidas. No me enseñó a cocinar, pero sí a marcar las pautas elementales de nuestra dieta. 

A ratos sí me estreso de que se me quemen las tortillas mientras caliento los frijoles, y en esos casos me pongo a respirar profundo y con conciencia. Como lo hago cuando me estreso por cualquier otro motivo. Desde un semáforo que no avanza o un guión que no llega, hasta los pensamientos catastróficos que a veces me asaltan y me rebasan. Y sí funciona. Me permite continuar.

Alguna vez dije, cuando conseguí cumplir un año sin fumar tabaco (el mes que entra cumplo nueve), que me alegraba de haber sido fumadora por la única razón de experimentar la felicidad de haberlo dejado. Lo mismo me pasa en este caso. Si yo hubiera sido una mujer que cocina desde siempre, jamás hubiera experimentado esta dicha.

Comprendí que cocinar nada tiene que ver con lavar trastes, aunque sea una consecuencia inmediata. Cocinar es una acto creativo. Pero es más allá de qué ingredientes le pongas y si das un pasito pa'allá y otro pacá o el nivel de complejidad del plato. Es creativo porque estás inmerso en la muerte y en la vida. Atestiguando cómo las cosas que fabricas, que creas (con amor, a veces con un poco de prisa), se consumen (con amor, a veces con un poco de prisa). Y se acaban. Y luego vienen otras, y otras, y así. Y su disfrute depende de la sal que le pongas.

Y es que hablando de prisa, también me doy cuenta de que mi eterno escape de la cocina nunca fue por mala gestión del tiempo o por falta del mismo. En el cautiverio... perdón, en el confinamiento, lo cierto es que tengo menos tiempo que antes, cuando mi niño iba a la escuela y Mati se encargaba de la casa y la cocina y todo eso cubría mis horas de trabajo. En cambio me he ahorrado tiempo en traslados, y los trescientos pendientes tontos que a veces me robaban toda la mañana.

Pero siempre hemos sabido que el tiempo se comprime o se expande con lo que uno lo llene. Porque el tiempo, como dijo Ende en la voz de su Momo, es la vida misma. Y sólo uno puede decidir en qué gastarlo.

Y hablando de gastar, otra cosa loca de la pandemia ha sido la relación con el dinero. Además del ahorro, esto de no estar tocando dinero todo el día; no estar en constante relación con él, ha sido liberador, al menos para mí. Tal y como ha sido liberador no agarrar el coche, no meterse en el tráfico, o algo tan estúpido como no cargar bolsa. Darse cuenta de cuántas, tantísimas cosas cotidianas, no son de vida o muerte. Que NADA es de vida o muerte, más que la vida y la muerte.

Por eso es medio triste que nuestro concepto de "normalidad" tenga que ver, en parte, con volver a salir a gastar en cosas que no necesitamos.

No se me entienda mal. A mí ahorita me encantaría ir al cine y hacer un viaje a la playa. Me haría muy feliz. Pero no lo necesito. Y es cierto que parte de la gracia de ser humano es hacer cosas más allá del instinto o la supervivencia, pero de pronto está bien recordar qué es lo indispensable, y qué es lo que hacemos por placer. El problema es que muchas veces los confundimos, y el resultado de eso es que nada termina siendo verdaderamente placentero.

Yo he encontrado un enorme placer en la autosuficiencia. En recobrar el poder de hacer algo con mis propias manos.

Por circunstancias de la pandemia y sus retenes municipales, tuvimos la fortuna de poder pasar varias semanas en una casa montañesa donde hay una granja con una huerta y varias gallinas, gallos, guajolotes, conejos y borregos. No nos comimos ninguno de ellos (bueno, sólo los huevos que ponían las gallinas), pero le tenemos mucho amor a ese lugar, tanto que ahí nos casamos hace siete años. Pudimos permanecer ahí gracias a que mi hermana cuidó de nuestra gatita, que se quedó en la ciudad. Una cosa fabulosa que tiene esa casa es una cocina muy amigable, con toda clase de cacharros, palas, ollas y receptáculos dispuestos muy a la mano del cocinero. Y otra cos que habita en ella es un libro llamado Guía práctica ilustrada para la vida en el campo, de John Seymour, editado en 1976, cuya introducción dice así:

"Autosuficiencia no es "retroceso" a un pasado idealizado en el que las personas se afanaban por conseguir los alimentos por medios primitivos y se quemaban unos a otros, sospechosos de brujería. Es el progreso hacia una nueva y mejor calidad de vida, hacia una vida más grata que el ciclo super especializado de la oficina o de la fábrica. 

Autoabastecimiento no significa "retroceder" a un nivel de vida más bajo. Al contrario, es la pugna por conseguir un nivel de vida más alto, alimentos frescos, buenos y orgánicamente elaborados, una vida grata en un ambiente agradable, la salud corporal y la paz mental que nacen de un trabajo duro y variado al aire libre, y la satisfacción que proviene de la realización correcta y eficiente de tareas difíciles y complicadas.

Si alguna vez se llega a consumir, del todo o en su mayor parte, el petróleo del planeta, habremos de reconsiderar nuestra actitud hacia el único bien real y duradero que tenemos: la tierra. Algún día tendremos que sacar nuestro sustento de lo que la tierra pueda producir sin la ayuda de los derivados del petróleo. Puede que no deseemos mantener en el futuro un nivel de vida que dependa exclusivamente de complejos y costosos equipos y maquinarias, pero siempre querremos preservar un alto nivel de vida en los aspectos que realmente importan: buena alimentación, vestimenta, alojamiento, salud, felicidad y relaciones cordiales con los demás. La tierra puede sostenernos sin necesidad de aplicar cantidades ingentes de productos químicos y de abonos artificiales, ni de utilizar maquinarias costosas.

El autoabastecimiento no está reservado a quienes poseen en el campo una hectárea de tierra. El morador de un piso urbano que pretende arreglarse los zapatos se está volviendo, hasta cierto punto, autosuficiente: no sólo ahorra dinero, sino que acrecienta su satisfacción personal y su dignidad. No prosperamos si somos como piezas de una máquina. Estamos destinados por naturaleza a ser polifacéticos, a hacer diversas cosas, a poseer diversas habilidades. El ciudadano que compra un saco de trigo a un labrador durante una visita al campo y hace su harina para fabricar pan, elimina un sinnúmero de intermediarios y obtiene pan de mejor calidad. Con un huerto suburbano de regular tamaño se puede sustentar prácticamente a una familia. He conocido a una mujer que cultivaba los tomates más hermosos que he visto en un macetero, en el duodécimo piso de una torre de apartamentos. A esa altura no les afectaban las plagas.

¡Así pues, buena suerte y larga vida a todos los autárquicos!"

Fin de la cita. 

Me encanta esa palabra: autarquía. Mucho mejor que "anarquía", porque no se opone a nada. Simplemente devuelve el poder a nuestras manos.

Somos lo que hacemos. No lo que pensamos, no lo que aparentamos, no lo que otros piensan que pensamos o aparentamos.

Y la situación jodida en la que estamos metidos todos los animales racionales en este planeta, tiene que ver con eso: con lo que hacemos. Y sobre todo con lo que no hacemos. El orden económico colapsado por el que tanto se sufre ahorita es un orden que nos ha vuelto unos inútiles. Que nos ha hecho creer que si tenemos dinero en la bolsa, todo está resuelto. Mientras uno pueda ir al súper y agarrar comida hecha, o ir o pedir a un restaurante, o decirle a la señora del servicio lo que vamos a comer, todo bien. Aunque eso implique una serie de sacrificios: hacer largos traslados, no ver a los hijos, no estar con la pareja más que los fines de semana, trabajar en cosas automatizadas que no involucran meter las manos en la masa, en el lodo de la existencia. ¿Todo para qué? Para seguir comprando cosas hechas por otros, incluida la comida, que la señora que nos ayuda podría estar haciendo, a su vez, para sus propios hijos, que también tienen que quedarse con alguien más, o solos, mientras ella trabaja. Es absurdo. Y sin embargo, es la lógica que rige nuestras "cómodas" vidas.

Otro gran problema de no ser autosuficientes es pretender o esperar que otros nos resuelvan las cosas. Empezando por los gobiernos, que malamente alcanzan a cumplir como administradores, y a veces ni eso.

Finalmente, la grandísima bronca de depender que otros hagan todo por nosotros, es que nos enteramos de lo que implica. Cuando sacamos un jitomate de su empaque de plástico rígido no tenemos idea de todo lo que supone sembrarlo, cosecharlo, transportarlo (quema de combustibles y contaminación del aire), fabricar el empaque de plástico (gasto enorme de agua y de energía y más contaminación del aire); darle nuestro dinero al monstruoso... digamos... Walmart (que hasta hace poco ni pagaba impuestos), y luego dejar que otros desechen ese plástico, que va a tardar siglos en degradarse, si es que antes no lo queman, o acaba en el mar. 

Si queremos sobrevivir, vamos a tener que volvernos autosuficientes de nuevo, en el sentido más llano y práctico posible. Vamos a tener que producir ese tomate, y si no sabemos hacerlo (como es mi caso actualmente), adquirirlo al menos directamente con el productor, usando la menor cantidad de intermediarios posible, y generando la menor cantidad de desechos.

Y es que los intermediarios son tramposos: se comen el pedazo más grande del pastel, tanto la parte del productor como la del vendedor, y les dejan restos a cada uno. A Esteban le gusta mucho un libro que se llama "Dos ratones, una rata y un queso". Se trata de dos ratones famélicos que de pronto se encuentran un suculento trozo de queso en la basura. Se empiezan a pelear por él cuando aparece una rata astuta, que se ofrece a ayudarlos con una balanza y se pone de árbitro para dividir el queso a partes iguales. Pero los pedazos nunca pesan lo mismo y la rata se va comiendo la diferencia. Cuando queda un pedacito y los ratones le piden que se detenga, la rata se lo zampa, alegando que fue su pago por ayudarlos. Es la misma rata astuta que todos conocemos, que está en todas las industrias del mundo, desde las automotrices hasta las artísticas, y que justifica su glotonería alegando darle trabajo a muchos, aunque les pague con migajas. La misma que sigue forzando el trabajo en empacadoras de carne gringas cuando tienen docenas de contagiados de Coronavirus, todos indocumentados. Y es de esas ratas de las que tenemos que empezar a librarnos si de veras queremos sobrevivir como especie. 

Mientras eso sucede, he aquí una buena noticia: los productores independientes de alimentos suelen crecer productos orgánicos, porque otro problema de depender de la producción en serie, es que nunca podemos saber con cuántos pesticidas y mugres se crecieron esos jitomates que compramos en el super. (Yo tengo un contacto buenísimo, proporcionado por la mujer angelical que antes mencionaba, y que en tiempos no pandémicos me surtía de vegetales, semillas, mieles, café e incluso proteínas animales de granjas pequeñas cercanas a la ciudad. Puedo pasarle el contacto a quien esté interesado, para cuando esto se reactive).

Esta pandemia es un aviso. Tan simple como eso. Si seguimos con este ritmo frenético de producción y consumo, cargándonos los recursos no renovables y destruyendo ecosistemas, esto es lo que pasa: los bichos que antes se quedaban en los reinos salvajes, ahora atacan a los humanos (que también somos salvajes, pero dizque conscientes). Y esto va a seguir sucediendo, y las pandemias van a ser más frecuentes y más aparatosas, hasta que no paremos esta maquinaria desquiciada. Lo de menos es que desaparezcamos como especie, que es lo más probable, al paso que vamos. Por morir podría matarnos un meteorito. El pedo es desaparecer así: enfermos, solos y con miedo. 

Pero mejor aquí le paro, porque otra cosa evidente es que la culpa y el temor no ayudan a cambiar conciencias. De esas cosas uno huye como de una tarántula, lo más lejos posible, aplicando todas las paredes evasivas posibles. Intuyo que es por esto que todos los discursos de conciencia ecológica fracasan. Por eso, y porque hay la idea equivocada de que rectificar el camino implicaría volver a las cavernas y a comer bayas.

Yo no sé cultivar más que marihuana. Pero me imagino que unas cebollas o una lechuga no serán tan difíciles de crecer. Esa será la siguiente apuesta. En este hogar planeamos ir ganando todo el terreno que nos sea posible en nuestra autosuficiencia, autoabastecimiento y autogestión. No sé si para ello tengamos que dejar de vivir en la ciudad. Pero iremos dando los pasos necesarios.

En la historia de la humanidad, nunca antes habíamos experimentado algo que tuviera una afectación global como ésta. He platicado mucho con amigos de qué sigue después. Qué nos deja esto, si tendrá consecuencias, si el virus "servirá" de algo. Yo pienso que quizá no será con un efecto global, pero sí individual. Las secuelas, tanto negativas como positivas, serán en función de las experiencias íntimas y personales que hayamos tenido, y de cómo se traduzcan en el cotidiano.  De diferentes maneras, la invitación general es a conseguir más autarquía. 

Para mí, además de quitarme parcialmente lo inútil, el confinamiento demostró que podemos atender las cosas de lejos, y que el internet nos puede dar más libertades de las que pensamos. Más que decidir qué comprar en línea o qué películas ver en pijama, podemos pensar en ideas tan revolucionarias como prescindir de hacer traslados eternos y ocupar ese tiempo para comer en familia todos los días. Cada quien conoce sus circunstancias y su adaptabilidad. Pero creo que todo esto nos puede dar libertad de acción y de decisión, si estamos dispuestos a tomarla.

Y carajo, la Tierra está dándose un respiro. Después de sesenta años, hay luminiscencia y delfines en las costas de Guerrero. Sí, delfines. Y sí, el precio de esta maravilla para nuestra especie está siendo alto. Ojalá no tuviera que serlo. Pero sobre todo, ojalá que a partir de ahora nos lo pensemos dos veces antes de tomar un avión que despide toneladas de Co2, hospedarnos en un hotel irrespetuoso con el mar, o tomar cualquier decisión de consumo. Esa es la única forma de que ese respiro tan indispensable sea y suceda sin bichos letales de por medio.

Tenemos unas manos maravillosas, increíbles, que traducen nuestra mente en el mundo. Sin ellas seríamos observadores pasivos. Todo lo que podemos hacer en esta estancia transitoria en la existencia es con ellas. Acariciar, cultivar, curar, jugar, cocinar, pintar o estrechar con ellas. Mucho escribí sobre esto aquí. Habrá quien pueda criticarme por este optimismo emergente cuando hay tanta enfermedad y muerte y negocios cerrados y apremio económico y, en general, tantas pérdidas asociadas a este bicho. Pero todo es según el lente con el que se mire.

La mesa es tan sólo una tabla hasta que se le pone un plato con comida encima. Es una tábula rasa, como lo es la existencia hasta que se escribe sobre ella. Todo está por escribirse aún.

Y esta situación está lejos de terminarse. Así que tal parece que seguiré con mi entrenamiento culinario; a este paso capaz que termino aprendiendo a hacer pato al orange, chongos zamoranos, o alguna sofisticación por el estilo. Lo único que espero es poder compartirlo, tarde que temprano, con la gente que amo. Y poder darles un beso y un abrazo, o unos cuantos, antes o después. 

Además de este texto, a lo largo de los últimos meses he rellenado dos cuadernos y un centenar de páginas en la computadora, como parte de mi bitácora personal. Estos son algunos fragmentos aislados entre marzo y junio:

Traigo un rollo con el mezcal, de que rinda y no se acabe. Para la cuarentena compré tres botellas. Eso sí es un poco de loquita, estar tan preocupada de que no alcance el mezcal.

Le encuentro algo positivo a esto y es que gracias al Covid, no podemos huir de nosotros mismos.


Esta situación inescapable en donde a huevo tenemos que ESTAR. Con lo peor y lo mejor que somos. 

En un mundo donde todo es viral, tiene lógica estar sometidos por un virus.

Pero tarde o temprano recuperaremos nuestra osadía. Hoy le dije a Andrés que antes de dejar de ver a su madre para siempre, tomaríamos el riesgo. Los usos políticos de este virus no van a lograr someternos. Los seres humanos hemos sido domados históricamente, pero en el fondo somos indomables. Porque nos mueve el deseo y el instinto de vida-reproducción. 

Esto es una catapulta evolutiva chingona. Hemos comprobado que tenemos facilidad extrema para estar juntos virtualmente, pero valoramos más que nunca la presencia física. Es un grandioso balance para dar un salto. 

Bendito-pinche coronavirus.

Siempre llego tardísimo a todas las cosas.  No es raro que apenas esté aprendiendo a cocinar. 

Hoy pensé que nunca seré más feliz de lo que lo he sido en estos días de pandemia. Estar con los hombres que amo las 24 horas tanto tiempo ha sido un regalo improbable, un golpe de suerte inesperado.

Está cabrona la fantasía. No me arrepiento de haber decidido que no Santa Claus y esas vainas porque no comulgo con lo que hay detrás de ellas. ¿Pero cómo podría transitar el paso por esta casa sin hablarle a mi hijo de seis años de los duendes?

Todo lo que necesitamos es internet, salud y amor. Y a Gatumba, por supuesto.

"La ira de los homus, es la ira de la madre Tierra.
No tiene caso vivir si nuestra vida depende de un monstruo."

Todo el tiempo me pregunto qué va a ser de nosotros, y todo el tiempo me respondo que no debería preguntármelo. Porque no importa, porque aquí estamos.


APÉNDICE

"Podemos hacer las cosas nosotros mismos o pagar a otras personas para que nos las hagan. Son dos sistemas de abastecimiento que podríamos denominar "sistema de autarquía" y "sistema de organización", respectivamente. El primero tiende a crear hombres y mujeres independientes; el segundo supone hombres y mujeres integrados en una organización. Todas las comunidades existentes se basan en una mezcla de ambos sistemas, pero la proporción de uno y de otro son diversas.

En el mundo moderno, durante los últimos cien años aproximadamente, se ha producido un cambio enorme y único en la historia: de la autarquía a la organización. A consecuencia de esto, las personas se vuelven cada vez menos autosuficientes y más dependientes. Pueden afirmar que tienen niveles de educación más altos que cualquier generación pasada; pero lo cierto es que no pueden hacer nada sin ayuda de otros. Dependen completamente de vastas y complejas organizaciones, de máquinas fabulosas, de ingresos monetarios cada vez mayores. ¿Qué ocurre cuando sobreviene el paro, la avería mecánica, las huelgas, el desempleo? ¿Proporciona el Estado todo lo necesario? En unos casos, sí; en otros, no. Muchas personas quedan atrapadas en la red de seguridad, ¿y qué ocurre entono¡ces? Pues que sufren, se desaniman y hasta se desesperan. ¿Por qué no pueden ayudarse a sí mismas? En general, la respuesta es evidente: no saben cómo, nunca lo han intentado, no sabrían siquiera por dónde empezar.

¿Debemos autoabastecernos por completo? Desde luego que no. El autoabastecimiento absoluto es algo tan desequilibrado y, en última instancia, tan absurdo, como la organización absoluta. Los precursores nos indican lo que se puede hacer; pero a cada uno de nosotros nos corresponde decidir lo que se debe hacer, esto es, lo que debemos hacer para devolver un cierto equilibrio a nuestra existencia.

¿Debe uno tratar de cultivar todas las plantas alimenticias para sí y su familia? Si intentase hacer tal cosa, probablemente haría poco más. ¿Y todas las demás cosas que hacen falta? ¿Hay que ser aprendiz de todo y maestro de nada? En la mayoría de los oficios resultaría uno totalmente inepto, sumamente ineficaz. Ahora bien, si se intentan hacer algunas cosas por sí mismo y en provecho propio, ¡qué diversión, qué alegría, qué liberación de toda sensación de dependencia absoluta de la organización! Y algo acaso más importante: ¡qué formación tan genuina de la personalidad! Hay que estar al corriente de los procesos reales de creación. La innata actividad del hombre no es algo trivial o accidental; si la olvidamos o subestimamos se vuelve fuente de angustia que puede destruir a la persona y todas sus relaciones humanas, y que, a escala colectiva, puede destruir -o, mejor dicho, destruye inevitablemente -la sociedad. Y a la inversa, no hay nada capaz de detener el florecimiento de una sociedad que consiga dar rienda suelta a la creatividad de sus miembros. No puede ordenarse y organizarse esto desde la cima del poder; no podemos encomendar al gobierno, sino a nosotros mismos, el establecimiento de tal estado de cosas. Ninguno de nosotros debería, seguir "esperando a Godot", porque Godot nunca llega."

Dr. Ernest Friederich. Schumacher




































lunes, 20 de abril de 2020

42020. Es el día y la hora de salir.



Parece que el mundo como lo conocemos pronto se va a acabar, así que yo voy a salir del clóset.

Creo que no va a ser una salida demasiado sorpresiva, pero bueno, jeje...

Soy consumidora de cannabis desde el año 1996. A continuación voy a hablar un poco de mi experiencia, y mi experiencia no es igual a las demás experiencias. Pero es la que yo puedo transmitir. Tenía veinte años cuando la probé por primera vez.

"Una tarde lluviosa en las vacaciones antes de entrar a la universidad estaban ella, Lencho y Adam en un Vip's tomando café y fumando muchos Camels sin que afuera escampara. De repente Irene declaró:
            -Quiero probar mota."

Yo también estaba en un Vip's esa noche, era verano universitario y llovía, sólo que en lugar de con Adam y Lencho estaba con mi mejor amigo (de entonces y de ahora), y en lugar del chabolo de Lorenzo fuimos a un departamento por Copilco de una amiga del restaurante Los Arroces, donde trabajábamos todos como meseros aquel verano. (Ese verano con los meseros yo me deschongué. Otro día terminamos en los Go Carts de Cuernavaca después de una noche de mucha fiesta con nuestro uniforme de meseros; antes de los Go Carts acabamos no-viendo el amanecer en un no-mirador tomando chelas tibias, y mi hermana me me metió el cague de la vida esa vez por no llegar a dormir a su casa).

Perdí mi virginidad con la mota antes de perderla oficialmente, y mi primer viaje sigue siendo una de mejores primeras veces que recuerdo. Tanto así que le dediqué un capítulo completo de mi primer libro. El fitupish me dio la bienvenida con todo su despliegue de colores y efecto Ratatouille: la música, el tacto, los sonidos, la consciencia de las cosas, el galope del pensamiento, los veintes masivos, la conexión afectiva, la risa incontenible, la garganta agradecida con el agua y el disfrute voluptuoso de la comida. Tuve suerte esa noche. Era una buena mota. Y creo que ayudó que le entré con nervios, pero con unas ganas tremendas. Creo en el fondo sabía que nos íbamos a llevar bien. Hasta el día de hoy, he tenido pachecas grandiosas, pero ninguna se compara con esa primera.

Y no todas han sido buenas.

A lo largo de los años, ese galope de pensamiento también me ha llevado a lugares muy oscuros. He vivido paranoias, pálidas y malviajes terribles (siempre mezclando con trago y siempre bajo estados de ánimo erráticos). Pero nunca ha sido tan malo como para que no lo quiera volver a hacer: las buenas experiencias superan las malas con creces. Así como mi relación con el cigarro siempre fue tortuosa, llena de culpas y temor de la muerte, con la mota no me pasa eso. Fumo a discreción porque sé que la combustión no es lo mejor que uno puede hacer por sus pulmones, y procuro no fumar en momentos ansiosos, aunque no siempre lo logro. Tampoco lo hago delante de mi hijo. Y cuando de plano me ha caído gorda o ya no me está poniendo tan chido, le bajo. Dos días. Jeje. No es cierto... La he dejado hasta seis meses y un año. Pero en general, llevo siendo una pacheca hecha y derecha por unas buenas 24 vueltas al sol, con bastante paz mental pese a que en que mi familia hay un fuerte historial adictivo. (Y aquí tengo que admitir que hay algunas drogas que sí me dan miedo, pero ahorita no estoy hablando de esas).

Y sí, tengo que lidiar con mi afición. Como con cualquier sustancia y cualquier objeto de deseo, hay que lidiar. Todos tenemos que gestionar nuestras dependencias. El teléfono, la comida, el porno, el trabajo, las pastas para dormir, lo que le ponga a cada quien. Y cada quien lo hace como puede,  puesto o sobrio.

Conozco gente que no puede fumar porque se duerme, o que se bajonea y se vuelve improductiva, o que le teme como si fuera a enloquecer nada más de olerla, como la niña de la Rosa de Guadalupe. A mí me parece igual de placentera que un buen café o que una cerveza muy fría, o que un sueño profundo. Pero eso es con mi dosis, y todo el mundo tiene la suya.

Porque todo esto es un asunto de elección personal y de hacernos cargo de nuestras propias decisiones y sus consecuencias. Existe la fantasía de que prohibiendo algo, todo se vuelve más fácil. Permítanme que fume y me ría durante una hora. 

También estoy bien consciente de otra cosa: no toda la mota es buena. He probado unas cosas panteoneras espantosas, que ni ponen y me dejan con la garganta rasposa y dolor de cabeza. Igual que con todas las sustancias, lo peor es no saber lo que te estás metiendo. Ni con qué las riegan ni con qué las fumigan o las fertilizan. Por eso el mayor problema con la mota es justo ese: comprar. Al ser ilegal, no hay control de calidad, así que te pueden vender (y te puedes fumar) cualquier madre.

En ese sentido (el de las dosis y el control de calidad), en otros países donde la marihuana se ha vuelto legal, es increíble. En California las tiendas especializadas son alucinantes. Puedes comprarte un porro o un chocolate o una gomita (o varios) hechos a la medida, para ponerte exactamente como quieres y con la potencia que quieras. Es tan preciso, tan quirúrgico el efecto, que hasta saca un poco de onda.

A mí lo que más me sigue gustando es cultivar una plantita, verla crecer, sin nombres mamones, sin denominación de origen. Cosecharla, y fumarla por primera vez, a ver qué me cuenta.

Nunca se me va a olvidar la primera vez que Andrés y yo logramos germinar nuestras primeras semillas, y les salió ese tallo transparente tan locochón, y las enterramos en la tierra una noche, y vimos salir esas dos hojitas verdes por primera vez. Recuerdo que hasta lloré. (Seguro estaba puesta... jaja) Y luego verlas crecer... primero unas niñas avispadas, luego unas adolescentes desafiantes, luego unas adultas robustas, emanando unos aromas intensos, con sus cogollos tremendos, con esos filamentos de colores flamboyantes y medio extraterrestres.  

Es una planta divina y generosa. Crece en exterior, crece en interior, se cosecha cada 4, cada 6 meses, y además de sus efectos psicoactivos, la planta en sí, con su infinidad de componentes supersónicos, tiene una cantidad de usos increíble.

Hace tiempo los investigué, y ahí les van:

El cáñamo es súper resistente, tanto que trajo a los descubridores de América con el viento soplando en sus velas. Con él se pueden fabricar lubricantes, plásticos, celulosa para papel, ropa, forraje para animales, biomasa para calefacción, jabón, fieltros, pinturas y barnices. Las semillas de cannabis son el alimento vegetal con mayor valor proteínico que se puede encontrar en una sola planta. Tienen Omega3 y Omega9, que además de nutritivos, pueden prevenir artritis y reumatismos. Según se procese, puede ser más suave, aislante, absorbente y duradera que el algodón. Además, una hectárea de cannabis produce el doble y no requiere químicos ni pesticidas. Como biocombustible es lo más ecológico que se puede encontrar y funciona en motor diesel. Cualquier plástico emulado a partir de cannabis, es directamente biodegradable y reciclable. Para hacer papel, no tiene igual: produce el cuádruple que una hectárea de árboles. Además es más resistente que la pulpa de madera, no necesita ácidos ni cloro, y aguanta siete reciclajes (la madera aguanta cuatro). Por si fuera poco, mejora la calidad del suelo donde se planta. Y así solita, en su forma natural, se usa para el tratamiento del glaucoma, insomnio, náuseas y vómitos asociados a quimioterapia, esclerosis múltiple y neuropatías. Además es un gran analgésico.

Pero en este país no se acaban de decidir a regularla. Por mil eufemismos que lo que quieren decir en el fondo es que les da miedo que "ponga".

¡Entonces no se pongan! Pero hagan otras cosas con ella, carajo. Curen, generen empleos, reactiven el campo. Cosas que no involucren encerrar o matar gente o destrozar familias o dejar huérfano a medio país.

Yo sé que sus papás les dijeron. A mí también me lo dijeron. Y me lo dijeron amorosamente, preocupados. Pero más allá del miedo de mis padres, médicos y testigos de muchas torceduras anímicas y existenciales a causa de las sustancias, hay otro. La marihuana lleva muchos años asociada al alebreste, a la protesta, al portarse "mal". Eso nos lo dijo Papá Estado hace ya varias décadas, y parece que funcionó. Y también dijo no te preocupes, yo te voy a cuidar, yo te voy a proteger, yo voy a ajusticiar a todos los marihuanos come-niños que están afuera de las escuelas, porque así, metiendo miedo es como mejor opera este sistema, como mayor control ejerce. Porque he aquí un detalle: a Papá Estado le vale madres tu salud. Si se preocupara tanto por la salud ya hubiera prohibido el tabaco y el alcohol, y de paso las tortas de milanesa con quesillo. (Y aquí es donde tenemos que estar a las vivas en esta pandemia: con el control estatal que podría instaurarse pasada la verdadera crisis, en aras de salvaguardar la "salud").

Hubo unos jóvenes que se le pusieron al brinco al Estado en los años sesenta y setenta. Que salieron a protestar y a encuerarse y a comer ácidos y a marchar contra la guerra y el sistema opresor. ¿Y qué pasó? Que les fue como en feria. Que mataron a muchos. Y desde entonces... tenemos miedo. ¿Pero obedecemos? Pues no. Claro que no. Porque la prohibición es absurda y siempre lo será. El que las cosas sean prohibidas sólo las hace más atractivas. (Y más peligrosas).

Seguimos haciendo lo que se nos da la gana, sólo que a escondidas. Consumimos a escondidas. Abortamos a escondidas. Así nos acostumbramos a hacer las cosas que son prohibidas. Y eso también está de la chingada. Además del peligro en que nos pone, está terrible porque con esta magnífica planta sagrada nos acomodó en una clandestinidad rara, silenciosa, pasiva. Donde si yo tengo mi churro, no hay pedo. No importa de dónde venga. La legalización estaría chida, pensamos; pero si no pasa, no pasa nada, porque siempre hay dónde comprar, no falta. Aunque venga de un negocio criminal -con un montón de involucrados además de los narcos- que nos vende lo que quiere.

Yo digo (y muchos dicen) que ya estuvo bueno de esa postura timorata y medias tintas. Hoy decidí que hay que tomar pinches postura. Clara. No escudada en datos duros, en argumentos intelectuales o en la ficción. Los consumidores tenemos que empezar a dar la cara porque si no, esto nunca se va a mover.

Y ya.

Yo no quería ponerme cáustica ni enojada. Hoy es un día de alegría. Tenemos cannabis en esta Tierra. ¡TENEMOS cannabis! Y eso nos hace afortunados. Casi diría que invencibles, capaces de salvarnos de nosotros mismos.

Tengo mucho que agradecerle a esta bendita planta. Yo era una ansiosa de lo peor, obsesiva, persignaba clósets compulsivamente, creo que iba para borracha de buró que volaba. El fitu no me quitó lo ansiosa ni lo obsesiva pero me ha dado el regalo de saber que puedo relajarme un rato, a ratos; mi mente sigue trabajando rápido pero en un plano distinto, paradójicamente no tan ansioso; me ha dado la dicha de bajarle al perfeccionismo tantito, bajarle a la obsesión, a la exigencia. A no tomarme tan en serio. También me ha permitido ver la realidad de la muerte con crudeza, pero eso al mismo tiempo me ha dejado estar más presente en la vida, alerta y consciente en los momentos, con las manos hundidas en la existencia.

El cannabis ha amenizado y dotado de profundidad y risas cientos de charlas, ha acompañado y abrillantado mis playas y mis carreteras, mis juegos y mis paseos, mis camas y mis platos, mis películas y mis conciertos. Ha coloreado mis historias, y ayudado a hermanar con mis amigos. No siempre me ayuda a escribir, pero a veces sí me ayuda a conectar los puntos. Pasan los años y las fiestas y siempre es dichoso ver que alguien está armando un toque, y saber que enventualmente va a rolar, y recibirlo y pasarlo, y compartir ese ritual, y saber que todos entraremos en ese estado conocido, que tan bien nos sienta, con nuestros ojitos a media asta y nuestra memoria medio torpe, y nuestras sonrisas amplias y nuestro corazón despierto. (Ojalá que la pipa de la paz vuelva a rolar cuando termine esta pandemia, y nuestras babas no sean tan temibles).  

Así que sí, salgo del clóset ahorita y las veces que sean necesarias, hasta que la cannabis se haga legal en todo el mundo, y se detenga este absurdo correr de sangre. Sería tan fácil detener el correr de la sangre e inaugurar el correrse... nada más. Con amor o sin amor. Pero con alegría.

No me importa que al legalizarla, deje de ser clandestina y emocionante.  Estoy dispuesta a que la rebajen y la comercialicen y le pongan etiquetas y publicidades horribles y la vendan bien cara. Ni modo. Si ese es el precio, lo asumo. Todo sea porque TODA la gente tenga acceso a ella, para curarse el cuerpo, el alma o ambos. No digo que todo el mundo lo haga si no quiere. Pero  que quien quiera, pueda. Con responsabilidad.

En este 420 y todos los días, yo le deseo a esta preciosa y milagrosa plantita el mejor destino del mundo y del universo. Que consiga ser libre y gozosa y que reparta gozo, que se reproduzca al infinito, que se hagan con ella velas como con las que conectó dos mundos, y velas invisibles para viajar más lejos que el sol.

Y que esta rueda gire. Legalizar no es atásquense todos y dénsela a los lactantes. Solamente es regular el asunto. Nada más. Es todo lo que los pachecos del mundo pedimos. Que nos dejen tener nuestra plantita y vivir en paz. Y saber que todo el mundo puede tener acceso a ella si la necesita.

Por el sol, por la luna y por las pléyades, que así sea.

#FuerzaCannabis
#420