“This is precisely the time when artists go to work. There is no time for despair, no place for self-pity, no need for silence, no room for fear. We speak, we write, we do language. That is how civilizations heal.”
-Toni Morrison

lunes, 9 de diciembre de 2019

EN EL VIAJE Texto Presentación


EN EL VIAJE

Presentación
11 de septiembre / 4 diciembre 2019


A mí siempre me gustó la fiesta. Desde las tertulias con guitarras flamencas que mis papás organizaban en casa y las navidades donde correteaba con mis primos mientras los grandes se fumaban varias copas en el puro chisme. Esperaba tanto mis fiestas de cumpleaños que lloraba sin consuelo cuando se terminaban. En la adolescencia entré a una estudiantina. Fue una movida maestra porque hacía algo aparentemente ñoñísimo pero en realidad implicaba estar de reventón con mis amigas todos los fines de semana, consumiendo dos de las drogas más duras que existen: Marlboro y Coca Cola.

Colonias de Vacaciones era un voluntariado laico donde llevar niños sin recursos de campamento era más bien el pretexto para echar relajo con otros cuasi adultos. Los retiros católicos en los que participé, también se trataron de eso más que de transmitir la fe.   

Recuerdo mi primera noche de reventón fuerte. A la batuta iban mi hermana y mi cuñado. Empezamos en el Bar León y acabamos en el Copa Cabana a las seis de la mañana. Yo tenía diecisiete años y quedé enganchada al baile de por vida.

Creo que además de la fiesta, a mí siempre me gustó juntarme con los malos, con la gente que se sale un poco de la raya a la hora de colorear sus vidas.  Mi hermana por ese entonces formaba parte de los malos de la casa, cosa rara porque ella siempre ha sido muy responsable, pero creo que era la mala básicamente porque desde muy joven fue dueña de su vida.

A propósito de colorear, yo tenía una tía abuela obsesionada con el color verde. Lo consideraba de pésimo augurio, lo asociaba a una larga lista de tragedias familiares y lo evitaba a toda costa. Era una tía muy religiosa con la que pasaba muchas tardes y que me obligaba a rezarle el rosario a unas estampitas con santos, y creo fue por ello que, inconscientemente, el color verde ha sido el matiz de mis rebeliones. Todo comenzó el día de la boda de otra de mis hermanas, que se casó con un gringo y se fue a Estados Unidos para siempre. Yo tenía seis años y estaba muy enojada. Por la partida de mi hermana y porque coincidió con que mi papá también había dejado la casa, apenas unos días antes. Así que la tarde de la boda resolví ponerme a correr por el jardín, y al diez para salir a la iglesia, caerme de boca y embarrarme todo el vestido de pajecita con el verde esplendoroso del pasto recién cortado.

Con la partida de mi hermana y visitándola en Louisiana cada verano, comenzó mi otra afición: los viajes. Entre fiestas, viajes y malviajes pasaron muchos años, hasta que conocí al hombre más fiestero de Tizapán. Juntos seguimos en nuestra rebelión verde. Hasta un coche verde nos conseguimos. Y luego una carriola verde y una pañalera verde y un huerto clandestino.

Cuando mi chico y yo todavía enfiestábamos, antes de las carriolas y las pañaleras, corría el año del año 2012 y estábamos bailando junto con otras mil personas a la orilla del mar, en Tulúm. Era el amanecer del día en que supuestamente se iba a acabar el mundo, un fiestón donde todos a mi alrededor estaban en un estadazo de tal calibre que decidí que al regreso, tenía que hacerme unas cuantas preguntas al respecto. Cuándo, cuánto, con quiénes, cómo, por qué unos sí, por qué a otros no. Y me sentía compelida a hacerlo porque las sustancias psicoactivas habían marcado mi historia familiar por diversos frentes.

Ahí se me ocurrió esta novela, pero cuando decidí que tenía que escribirla estaba en la cara opuesta del espectro vital. Había tenido a mi bebé unos meses antes y estaba a punto de ser operada de emergencia de la vesícula. Y estaba muerta de miedo. No tanto por ser operada como por haberme convertido en madre. Me costó mucho trabajo reconfigurarme en ese nuevo estado de ser. Sola en ese cuarto de hospital, con ayuno de 48 horas, fue que decidí que tenía que hacer ese nuevo libro y que todo él iba a ser una fiesta desenfrenada como las que seguramente no volvería a tener. Fue la mejor salida que se me ocurrió para mitigar la nostalgia, la angustia y el temor al cambio.

Casi todos tenemos en nuestro haber alguna anécdota relacionada con las llamadas "drogas". Desde una borrachera épica hasta las risas incontrolables del primer porro, o la simple curiosidad por probar algo diferente. Las sustancias existen en el mundo desde siempre, y su uso, en el mejor de los casos, responde a la inquietud humana y su deseo de explorar un poco más allá de sus límites. El abuso es otra cosa. Las adicciones son un mal de nuestro tiempo y tienen que ver más bien con nuestras formas complicadas de relacionarnos con el consumo. Y en este sentido uno puede hacerse dependiente a muchas cosas: a las drogas, al azúcar, a la tele, a los likes... la lista es tan larga como la complejidad humana.

Yo quise explorar todo esto en el contexto de una etapa de la vida, los veintes, en la que uno está experimentando con todo, no sólo con sustancias, sino con las primeras relaciones amorosas y los primeros viajes, buscando cómo ejercer nuestras pasiones, insertándonos en la libertad plena de la adultez, cuando al mismo tiempo esa adultez nos exige estar "formalizando" más que nunca en nuestra existencia. Produciendo y reproduciéndonos. Poniendo los pies en la tierra cuando lo que uno querría es estar volando todo el día.

Yo tuve una adicción muy fuerte a la nicotina. Han pasado ocho años y hasta hoy no sé bien cómo conseguí librarme de esa trampa hedionda y espantosa. Sé que el tabaco suena a pecata minuta cuando existen cosas tan feas y adictivas como la heroína, pero cuando te enteras de que son  70 mil personas las que mueren al año por sobredosis de opioides, y que el tabaco mata a 7 millones -o sea, cien veces más-, y que será la primera causa de muerte en el mundo el año próximo, te das cuenta de que nuestra percepción de ciertas cosas no sólo está fuera de foco, sino que es muy peligrosa. 

Cuando yo era niña y adolescente, crecí viendo a los adultos fumarse dos cajetillas al día y beber sin moderación en las sobremesas, pero los "marihuanos" de la cuadra eran unos indeseables de los que había que cuidarse. Fui creciendo y conociendo diversos marihuanos muy apreciables, y me fui dando cuenta de que el abuso en el consumo es solamente un síntoma. Un síntoma de nuestros huecos, de nuestros tiempos frenéticos donde siempre falta o sobra el dinero y siempre se nos escurre el tiempo y de pronto no sabemos bien cómo relacionarnos los unos con los otros. 

Simón Brailowsky contó en su fabuloso libro "Las sustancias de los sueños", que a principios de los ochenta en San Francisco comenzaron a presentarse varios casos de Parkinson en población muy joven. Curiosamente, todos eran adictos a la morfina. Rascándole, se dieron cuenta de que a todos les habían vendido una morfina apócrifa que les estaba friendo las neuronas de la zona negra del cerebro.
Cuando leí este caso investigando para la novela, el corazón me dio un vuelco. Un primo mío muy querido murió hace unos años por fumar heroína adulterada. Tres conocidos suyos fallecieron el mismo fin de semana. Si bien tenía una adicción y una vida muy complicada desde hacía mucho tiempo, no tendría por qué haber tenido ese desenlace si su "fix" hubiera sido uno de calidad controlada. Pero no podía serlo porque es ilegal.

Y el desconocer la proveniencia y la calidad de las sustancias es sólo uno de los grandes peligros asociados a su prohibición. Otro es que te metan a la cárcel a los 18 y te destrocen la vida porque te agarraron con un churro, o ser un tipo desesperado y que te maten mientras estás sembrando o traficando para sobrevivir. Es precisamente la prohibición del consumo lo que mantiene este negocio criminal y sangriento en bonanza. Esa es otra insensatez en la supuesta lógica del mundo, y es el gran absurdo de esta guerra contra la libertad.

No quiero decir que los psicotrópicos sean para todo el mundo ni pretendo promover su consumo. Sólo digo que es uno mismo quien debería determinarlo. Y que la base para hacerlo debería ser la regulación, porque la criminalización a todas luces ha fracasado.

Hay otro factor de muy mal pronóstico a la hora de acercarse a las sustancias: hacerlo no por ganas, sino por miedo.

Yo empecé a fumar tabaco por miedo. Siempre detesté el olor del humo y de niña conminé a mis padres a dejarlo cientos de veces. Pero a mis trece años compré una cajetlla de Viceroy en la papelería de la esquina porque fumar anteponía algo entre mí y el mundo en días en que yo adolecía de muchas cosas, pero sobre todo de aplomo. Con el tiempo comprendí que la historia de adicción de cuarenta años que sufrió mi padre, también se gestó en el terreno del miedo, concretamente en el terreno del deber ser, sin hacer una sola parada por lo recreativo ni lo lúdico.

Dediqué tres novelas previas a ésta para explorar la adolescencia pero sobre todo, la construcción de la autonomía. "En el viaje" sigue siendo un viaje hacia el interior, y por los complicados caminos a través de los cuales vamos configurando nuestra libertad. 

Mi hijo Esteban tiene cinco años y tenía tres cuando empecé a escribir este libro. Fue muy raro estar sumergida en temas de libre albedrío cuando su papá y yo nos pasamos todo el día poniendo altos y reglas y subrayando nuestra autoridad. Pero creo que la clave está en el fraseo. No es lo mismo decir "te puedes caer" a decir "te vas a caer". No es lo mismo una advertencia que una sentencia. La advertencia conlleva una posibilidad de elección. Y la única manera de pintar una raya entre el uso y el abuso de cualquier cosa, es conocer nuestros propios límites.

Este libro se trata de un grupo de buenos amigos, de cómo lidian con su deseo y con sus fronteras, y cómo se las arreglan con lo prohibido. La historia se cuenta a través de las fiestas donde van escribiendo su historia en común. Y es que la fiesta es un espacio en donde, justamente, se puede ser un poco “malo". Pero por sobre todo, es un espacio donde uno se va narrando. Elaborando las experiencias propias y generándolas con tus amigos. Esa familia elegida que se va haciendo tu referente de vida, tu mapa. Mi cuñado lo dijo con una frase bellísima y precisa:

Nuestras vidas son finalmente una geografía emocional labrada con el punzón de nuestros encuentros.

Hay otra frase que me encanta y que le escuché por primera vez a mi mejor amiga: "Crecer es desdecirse".

Lo que los personajes de esta novela están haciendo es justamente desdecirse de todo. No dar nada por hecho. Y en mi experiencia, se trata de un proceso que se repite contínuamente en la vida. Cuando estaba por tener a mi hijo, llevaba varios lustros en psicoanálisis, había pasado por muchos obstáculos y pérdidas y pensaba que ya lo sabía todo de mí. Con la maternidad se presentaron visicitudes completamente inesperadas y lo que me salvó no fue la firmeza en mis estructuras sino lo contrario: la capacidad de ser maleable y permeable. El abandono a la incertidumbre y por única brújula, el deseo ferviente de que ese ser continuara vivo y yo pudiera cuidarlo.

Por esos días, recuerdo haber leído en alguna parte que las cosas que valen la pena, cuestan trabajo. Eso me reconfortó. Esta novela me costó más trabajo que nada de lo que he escrito y a la vez nunca escribí algo con tanta necesidad y con tanta urgencia. Mi compañero estuvo ahí, y mientras me ayudaba a desenredar los hilos de esta historia, estábamos en la otra difícil narrativa de convertirnos en padres. No teníamos idea de cómo se hacía eso. Y descubrimos juntos que se hace sobre la marcha, igual que se escribe e igual que se vive. Haciéndolo mucho, todos los días. Dejando que los misterios se vayan revelando por sí solos y dejándonos asombrar por cada uno.

"Not all those who wander are lost", escribió Tolkien. No todos los que vagan, están perdidos.

Lo malo es que en el camino me he ido haciendo amiga de puros vagos, lo cual es problemático porque la mayoría se han movido y están dispersos por el mundo. Lo bueno es que casi todos nuestros viajes consisten en visitarlos.

Mi rebelión verde llevó a los siete personajes de esta novela a ir en busca de un cacto que crece en el desierto mexicano. Contrario a otros libros que hablan sobre el peyote y que parten de lo místico y lo mágico, yo quise acercarme desde lo mundano. Se trata de una planta psicodélica, es decir, que ayuda a viajar por otras esferas de la conciencia y la percepción. En el caso del peyote, la principal sustancia activa es la mescalina. Cabe aclarar que no todas las sustancias se relacionan con la conciencia y con la percepción. Algunas sirven solamente como estimulantes, por ejemplo; o para dormir mejor. Esta planta hace precisamente lo contrario: despierta.

Escribió Octavio Paz sobre los psicodélicos:

Son un desafío a las nociones que justifican nuestro diario ir y venir. El alcoholismo es una infracción a las reglas sociales; todos la toleran porque es una violación que las confirma. En cambio, el recurso a los alucinógenos implica una negación de los valores sociales y es una tentativa por escapar de este mundo y colocarse al margen de la sociedad. [...] Puede entenderse ahora la verdadera razón de la condenación y su severidad: la autoridad no obra como si reprimiese una práctica reprobable o un delito sino una disidencia. La autoridad manifiesta un celo ideológico: persigue una herejía, no un crimen. 

¿Cuál es la heregía del peyote? No puedo hablar por otros, porque la experiencia del viaje siempre es subjetiva.

A mí me recuerda que nuestras vidas no dependen tanto del trabajo, del dinero, de la estabilidad ni de la productividad. Dependen más del olor a café, del tacto del amado, de la palabra que nos empaña los ojos. De cosas que no se pueden explicar.

Me confirma que lo sagrado no tiene que ver con credos ni con dogmas porque no tiene que ver con nada a lo que se pueda acceder con la razón o con la conciencia. Y que como dijo Wilde, el verdadero misterio está en lo visible, no en lo invisible.

Que el amor es quien nos mueve. El amor que sigue y sigue y se transforma, en silencio y sin adjetivos. El amor por los nuestros. Los de antes y los que vendrán.

Esa es la heregía. Recordar que dentro de ciento diez años, ninguno vamos a estar aquí. Van a estar otros. Pero ahorita estamos los que estamos, trenzados al mismo tiempo, en ésta, nuestra única fiesta. Ésta es la época dorada del mundo. Ésta y ninguna otra. Estamos vivos y mientras lo estemos, somos invencibles ante la muerte.

Así que por nostalgia, por mis hermanas, por mi padre, por mi primo, por el verde, por mis amigos, con mi compañero y por mi hijo, y por otras cosas que seguro no sé que sé, fue que escribí este libro. Pero sobre todo, lo escribí porque hay días en que estoy segura de que vamos a desaparecer como especie y que además nos lo merecemos; y otros en que confío en que prevaleceremos y un día sabremos qué diablos hacer con esta bendita y maldita conciencia de nosotros mismos. En esa tensión constante vivo y escribo. Pero al menos en la ficción uno puede contarse el mundo que le gustaría.

Pierre Teilhard de Chardin, un hombre espiritual que nunca encajó en los moldes institucionales, lo describió muy bien:

"Llegará el día en que después de aprovechar el espacio, los vientos, las mareas y la gravedad, aprovecharemos la energía del amor. Y ese día, por segunda vez en la historia del mundo, habremos descubierto el fuego."